Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (39 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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En el 74, decidí buscar a Carranza y escribir la historia de Malaboca, pero Eusebio Carranza había desaparecido. No lo había vuelto a ver después del nacimiento de mi hermano. Creo que todo se reunió en la memoria, las ganas de contar y el deseo de encontrarlo, cuando se produjo el nacimiento de mi hija Marina y aproveché para hurgar en los archivos durante una maravillosa estancia en aquellos pabellones, cuando Paloma y yo íbamos todos los días a ver a nuestra hija a la sala de incubadoras. No fue tarea fácil a pesar de que yo mantenía buenas relaciones con el sindicato de trabajadores del sanatorio, del que había sido colaborador. Carranza, Eusebio, no existía. No aparecía su nombre ni su ficha ni su enfermedad. Nadie sabía si había muerto, se había fugado, se había curado. Finalmente encontré un expediente en el archivo central que parecía coincidir: un hombre llamado Arturo Carranza se había tratado de una tuberculosis profunda durante el 65, de junio a septiembre y no más. Ni siquiera estaba claro por qué lo habían dado de alta.

Años más tarde, suponiendo que Carranza había sido comunista, pregunté por él a mi viejo amigo Juan Ambou. El mundo del exilio español en México es enorme y diminuto; una especie de familia de amores y de enconos, en la que todos saben las pequeñas y las grandes historias y casi todos se conocen aunque pretenden que no. Curiosamente Ambou no sabía nada. Me sugirió que preguntara a los anarquistas, que a lo mejor era un hombre de la brigada de Cipriano Mera. Seguí indagando de esa manera descuidada con que los libros se van haciendo camino. Nada.

En el 88, Silverio Cañada, que me quiere mucho, me mandó desde España la excelente obra de García Durán sobre las fuentes para el estudio de la Guerra Civil Española. Me abrió una serie de nuevas puertas.

El archivo del centro de estudios Piero Gobetti en Turín había estado realizando hacia mitad de los años setenta una serie de entrevistas con combatientes italianos de las brigadas, en particular garibaldinos, y con otros antifascistas que habían combatido en España dentro de formaciones anarquistas en batallones de línea republicanos. Mi padre recogió para mí un resumen de estas primeras entrevistas en el 76, cuando asistió en Italia a la Bienal de Venecia. Revise cuidadosamente el material. Ni Malaboca, ni Malalengua, como lo llamaban los españoles, ni ningún Piero veneciano y zapatero.

Probé en el Archivo Histórico de Salamanca, pero no existía ninguna nómina del Batallón Garibaldi. Revise la amplia bibliografía que existe sobre la batalla y encontré registros de la guerra de las bocinas y los megáfonos, pero nada respecto a la soez lengua de Piero. Renuncié durante un tiempo,

Años más tarde, durante una estancia en Roma me presenté en la Associazione Italiana Combatenti Volontari Antifascisti di Spagna, donde tienen un importante archivo de notas biográficas de combatientes. Revisé algunas con mi pobre italiano de turista turco sin resultado.

La única clave la encontré años más tarde en unos metros de película en el archivo Gaumont en París. Se trata de treinta y siete metros de material, enlistado erróneamente como
Sur le Front de Madrid
y que contiene un par de escenas de combates durante la ofensiva de Guadalajara. Hacia el final, se puede ver un camión con dos grandes altavoces en el techo, casi clavado en una trinchera. Un hombre de nariz afilada, pequeño, pelo escaso y rizado y sonrisa maligna, habla. Está vestido con una chaqueta forrada y tiene las perneras del pantalón envueltas en trapos, como si hubiera fabricado unas polainas. Hice que me pasaran el fragmento media docena de veces. Estaba seguro de que se trataba de Malaboca. Sostenía el micrófono como sin darle importancia, como si estuviera habituado a ello, y no con la fuerza del que no sabe hacerlo y necesita de los gestos para el discurso, porque tiene que concentrarse para ver a sus supuestos oyentes. Era él.

Han pasado sesenta años desde que mi abuelo Adolfo Maojo murió en el mar y un poco más desde que se produjo la batalla de Guadalajara, y treinta y dos desde que Eusebio me contó por primera vez la historia de Piero
Malaboca
. Antes de ponerme a escribir dudo por encima de lo habitual, más allá de la duda de la costumbre.
Arcángeles
habrá de ser un libro de historias de la historia, y ésta suena en exceso a fantasía. Sin embargo, me siento al ordenador y tecleo, reúno a Malochio y Malaboca, mis italianos fundacionales, de los que he heredado el amor por el contrabando y las malas palabras. Narro sus historias, que son las mías.

Lo que aquí se cuenta es muy bello para ser mentira.

El hombre de los lentes oscuros que mira al cielo se llama Domingo y se llama Raúl

Porque una revolución es una enorme experiencia, una aventura del corazón.

Ryszard Kapuscinski

I

Hay una imagen muy peculiar que ilustra casi todos los artículos que he visto publicados en Cuba sobre Raúl Díaz Argüelles; una fotografía que reúne un doble encanto: por un lado resulta fiel a la dureza del personaje y de los tiempos que estaba viviendo, por otro parece recoger un cierto candor en el rostro, que, contradictoriamente, tiene rigurosamente cubiertos los ojos y las cejas por unos lentes oscuros. El hombre se encuentra a medio camino de estar retando el aire que respira y estar agradeciendo al destino por encontrarse en ese lugar y en ese preciso momento. Pero su gesto parece ir más allá del aeropuerto en que lo sabemos, para percibir los aromas de la selva, los olores de la guerra.

Existe una segunda versión de la fotografía, de la que la primera es sólo una ampliación, en la que se descubren junto al coronel Díaz Argüelles otros dos oficiales del ejército cubano. Los tres están armados con rifles automáticos, visten uniforme de camuflaje y miran algo que se encuentra arriba y a la izquierda del fotógrafo; parecen estar de buen humor, como si puntualmente se estuviera cumpliendo una cita.

Yo a mi vez estoy tratando de iniciar una cita con ellos, especialmente con el hombre de los lentes oscuros, al que en vida nunca conocí. Una cita que tiene que ver con la curiosidad, con mis obsesiones por la historia, con una exploración sobre la cualidad de los héroes.

Durante treinta y un meses he estado persiguiendo a Raúl Díaz Argüelles en recortes de artículos de periódico, en fotocopias deslavadas, en escondrijos donde se ha ocultado dentro de libros casi inconseguibles. Una historia como la suya debería dejar inevitablemente un rastro de papeles, un sendero de letras impresas públicas; pero en este caso los velos de los misterios de Estado, de la actividad clandestina, de los viajes con pasaporte falso y destino cambiado, hacen que la huella de Díaz Argüelles se vuelva un reto para el mejor rastreador apache.

Es cierto, aparecen aquí y allá materiales donde se recogen pedazos de una aventura vital y política que lo llevó del seno de una familia acomodada que vivía en los alrededores de La Habana en la década de los años cincuenta, durante los días previos a la Revolución cubana, a un camino en medio de la selva, a unos pocos kilómetros del poblado de Evo, en Angola, donde ahora se desangra con las piernas cortadas por las esquirlas metálicas que arrojó la explosión de una mina.

Seguir este camino no ha sido fácil. Obviamente no para él. Fácil hubiera sido terminar la carrera de ingeniero, entrar y salir todos los días del anonimato, vivir en Connecticut casado con una gringa. Para mí ha sido una pequeña e intranscendente carrera de obstáculos, en la que se me cruzaron: un despido de la revista que dirigía, una novela policíaca, la boda de un hermano, la respuesta popular ante el enésimo fraude electoral del PRI, una microguerra contra la burocracia universitaria, un viaje, centenares de dudas.

Ahora tengo sobre la mesa los datos más o menos escuetos con los que reconstruir una biografía: fechas, lugares, anécdotas sueltas, algunas fotos, referencias cruzadas contradictorias, nombres de amigos, compañeros, enemigos; historias chiquitas (chiquiticas, como dirían los cubanos) dentro de las grandes historias de los últimos treinta años; historias de su hija, recuerdos de otros, rumores recogidos por colegas, todo un arsenal que no puedo acabar de hacer mío.

Y me pongo a escribir bajo el embrujo de la foto del hombre de los lentes oscuros, convencido de que no lograré arrancar al personaje del aire, del sutil aire del rumor y la leyenda popular en que se encuentra, para ponerlo en el papel

La Revolución cubana lanzó a los aires del siglo XX la tremenda novela sin ficción del Che Guevara, pero al lado del Che decenas de nuevos personajes recorrieron caminos similares, casi paralelos, buscando remodelar el planeta a ritmo de ametralladora. Raúl Díaz Argüelles, quien a lo largo de varios momentos de su historia se llamará Domingos da Silva, es uno de ellos, y esta historia, que va a tratar de ser contada a través de un laberinto, pretende ser su historia.

II

Se moría muy fácil en La Habana en 1956, los cuerpos quedaban en la calle tendidos, desgarrados; como muestra de lo que a los otros, a los supervivientes opositores clandestinos, les podía suceder. Ahí se quedaban eternamente atrapados en la fotografía los rostros desencajados, deshumanizados, endiabladamente jóvenes de los muertos; mirando a ninguna parte, con sus camisas de mangas cortas a cuadros perforadas, sus bigotes apenas esbozados manchados de sangre, los rostros desfigurados, la carne partida. La dictadura de Batista no sólo asesinaba, quería dejar la huella, la señal de aviso en el cadáver arrojado al basurero, en el muerto aparecido en el Malecón o en el parque; pero la sangre tenía una sorprendente capacidad de convocatoria. Los huecos de los jóvenes desaparecidos se rellenaban con otros muchachos aún más jóvenes. Mientras el Movimiento 26 de julio cocinaba en el exilio la invasión, desde la Universidad de La Habana el Directorio Revolucionario estaba organizando una guerra urbana paralela contra la dictadura. Cuando se repasan las páginas de la mejor crónica de 1956,
Sucedió hace 20 años
de Rolando Pérez Betancourt, las historias de los muchachos muertos se mezclan con las imágenes de las manifestaciones que salen de la universidad a encontrarse rostro a rostro con la policía; las historias que evocan el humo de las perseguidoras (las patrullas policíacas) ardiendo se cruzan con las noticias de fraudes electorales; las crónicas de las agrias discusiones sobre lo ofensiva que resultaba para Cuba la película
Santiago
de la Warner Brothers se mezclan con historias blancas de cantantes negros de boleros. Música de fondo para la guerra por venir.

Un año antes del desembarco del
Granma
y el inicio de la revolución declarada desde las montañas, un adolescente de cejas espesas y cara cuadrada, tez muy blanca y constitución robusta, se suma a los grupos estudiantiles que están haciendo la oposición callejera contra Batista. Se sabe que su familia tiene dinero y que antes de ingresar a la Universidad de La Habana estudió en Tennessee, en la Riverside Military Academy. Parece que poco daño pudo hacer en sus ideas la influencia de una formación militarista e imperial, contrapesada por las ideas de sus padres, Raúl y María, que estuvieron activos en la revolución antimachadista del 33. Pero posiblemente, mucho más que la influencia familiar, lo que pesa sobre el adolescente Raúl es el país. Y le pesa en el lado bueno de la espalda. La rebelión moral de la juventud contra el fraude, el cinismo, el abuso de poder, la corrupción.

A los dieciocho años, Raúl se vincula a un grupo de dirigentes estudiantiles encabezado por José Antonio Echeverría y Fructuoso Rodríguez, quienes son las figuras centrales de la rebelión juvenil. Valientes, osados; jóvenes de gestos sorprendentes que avanzan hacia los cercos policíacos caminando y con una corona de flores en las manos por toda arma, oradores trepidantes en la colina universitaria; jóvenes que muestran orgullosos sus heridas de bala (José Antonio Echeverría tres veces en un año, y aún así va el primero caminando en las manifestaciones) y responden con una retórica moral de cristianos primitivos. Raúl se contagia del aire mágico que rodea a los cuadros de la Federación Estudiantil Universitaria y se une a ellos. En agosto de 1955 interviene en la preparación de un frustrado ataque al palacio Presidencial que culmina con el descubrimiento por la policía de un arsenal en Santa Marta y Lindero. Una aventura que afortunadamente no tiene consecuencias para él, aunque le cuesta sus primeros días de angustioso encierro clandestino a la espera de la orden de acción que no llega.

En los últimos días de noviembre y los primeros de diciembre de 1955, los dirigentes de la FEU dan nacimiento al Directorio Revolucionario. Raúl es uno de los miembros del grupo. Paralelamente se matricula en la universidad en la carrera de ingeniería civil; forma parte de un grupo conocido en el ambiente universitario como «los comecandelas». El 2 de diciembre participa en un tiroteo entre estudiantes y policías, tira plomo, pone bombas en el cuartel de la Lisa e incluso se dice que participa en un atentado frustrado contra Batista en Avenida 31 y Calle 30, en Marianao, del que apenas si hay noticias.

Raúl Díaz Argüelles llega al año mágico, 1956, con la inercia del combate callejero estudiantil, la rabia de los primeros compañeros muertos, la euforia de la calle, la tristeza de los entierros. Es hijo de una época caliente, ciudadano de una capital donde se muere fácilmente, joven.

La policía pronto identificará a este joven de diecinueve años (nacido el 14 de septiembre de 1936), al que detiene varias veces. En diciembre de 1956 se libra una orden de captura contra él acusándolo (falsamente, lástima, tan orgulloso que se hubiera sentido Raúl de ser cierta la acusación) de haber participado en el atentado en el que pierde la vida un coronel torturador de la policía llamado Blanco Rico.

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