Nunca había tenido un carácter filosófico. No había sentido la necesidad de buscarse a sí mismo. La vida era un juego alternativo entre diferentes asuntos prácticos que esperaban tener solución. Lo que había más allá de eso era algo inevitable que no se inmutaría por mucho que él se preocupara por encontrarle un sentido que de todas formas no existía.
Estar unos minutos en soledad era algo diferente. La gran calma escondida en el hecho de no pensar en absoluto. Sólo escuchar, ver, permanecer inmóvil.
Un barco se dirigía a alguna parte. Un gran pájaro marino planeaba en silencio dejándose llevar por la corriente ascendente. Todo estaba muy quieto.
Después de diez minutos se levantó y volvió al coche.
Su padre estaba pintando cuando entró por la puerta del estudio. Esta vez sería un lienzo con urogallo. Le miró malhumorado.
Kurt Wallander vio que estaba sucio. Además olía mal.
—¿Por qué vienes? —preguntó.
—Quedamos en eso ayer, ¿no?
—Dijiste a las ocho.
—Pero ¡cielos! ¡Sólo llego once minutos tarde!
—¿Cómo demonios puedes ser policía si ni siquiera sabes llegar a tiempo?
Kurt Wallander no contestó. Pensó en su hermana Kristina. Tendría que tomarse un momento para llamarla. Preguntarle si estaba informada sobre el progresivo decaimiento de su padre. Él pensaba que la demencia senil era un proceso lento. En aquel momento se daba cuenta de que no era así en absoluto.
El padre buscaba con el pincel un color en la paleta. El pulso aún era firme. Luego, con decisión, puso un tono rojizo en el plumaje del urogallo.
Kurt Wallander se sentó en el viejo trineo, observándolo. El mal olor que desprendía el cuerpo de su padre era agrio. Kurt Wallander recordó a un hombre maloliente sentado en un banco del metro de París cuando él y Mona estuvieron allí de viaje de novios.
«Tengo que decírselo», pensó. «Aunque mi padre esté volviendo a la niñez, tengo que hablarle como a un adulto.»
El padre seguía pintando con atención.
«¿Cuántas veces ha pintado este motivo?», pensó Kurt Wallander.
Un cálculo mental incompleto le llevó a la cifra de unas siete mil.
Siete mil puestas de sol.
Se sirvió café de la cafetera que humeaba en el fogoncillo.
—¿Cómo te va? —preguntó.
—Cuando uno es tan viejo como yo, te va como te va —contestó el padre con desdén.
—¿No has pensado nunca en mudarte?
—¿Adónde iría? ¿Por qué habría de mudarme?
Las preguntas volvían como latigazos.
—A un centro para mayores.
Con un violento ademán, el padre dirigió el pincel hacia él, como si fuera un arma.
—¿Quieres que me muera?
—¡Claro que no! Pienso en lo que sería mejor para ti.
—¿Cómo crees que podría sobrevivir entre un montón de viejas y viejos? Y tampoco me dejarían pintar en la habitación.
—Hoy en día te dan un piso propio.
—Tengo una casa propia. No sé si te has dado cuenta. ¿O es que estás demasiado enfermo para eso?
—Sólo estoy un poco resfriado.
Entonces se dio cuenta de que el resfriado no había sido más que una amenaza. Desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. Le había pasado unas cuantas veces. Cuando tenía mucho trabajo no se permitía estar enfermo. Pero una vez concluida la investigación criminal, la infección brotaría inmediatamente.
—Voy a ver a Mona esta noche —dijo.
Era inútil seguir hablando de un geriátrico o un piso protegido, lo reconoció. Primero tenía que hablar con su hermana.
—Si te ha dejado, ya está. Olvídala.
—No tengo ganas de olvidarla.
El padre seguía pintando. En aquel momento era el turno de las nubes rosadas. La conversación paró.
—¿Necesitas alguna cosa? —preguntó Kurt Wallander.
El padre le contestó sin mirar.
—¿Ya te vas?
Se notaba el reproche en sus palabras. Kurt Wallander comprendió la imposibilidad de intentar ahogar la mala conciencia que enseguida se apoderó de él.
—Tengo trabajo —dijo—. Soy jefe de policía en funciones. Estamos intentando resolver un doble homicidio. Y encontrar a unos pirómanos.
El padre resopló rascándose entre las piernas.
—Jefe de policía. ¿Eso te parece importante?
Kurt Wallander se levantó.
—Volveré, papá —dijo—. Te ayudaré a arreglar este desorden.
El estallido del padre le pilló por sorpresa.
Tiró el pincel al suelo y se puso delante de él amenazándole con uno de sus puños.
—¿Quién eres tú para venir a decirme que está desordenado? —bramó—. ¿Tú te vas a meter en mi vida? Te diré que tengo una asistenta y un ama de llaves. Además, me iré a Rímini de vacaciones de invierno. Allí haré una exposición. Pido veinticinco mil coronas por cuadro. Y tú me vienes a hablar de geriátricos. Pero no lograrás matarme. ¡Puedes estar seguro de ello!
Dejó el estudio golpeando la puerta tras de sí.
«Está loco», pensó Kurt Wallander. «Tengo que acabar con esto. ¿Se imaginará que tiene asistenta y ama de llaves y que se irá a Italia a hacer una exposición?»
No sabía si entrar a ver a su padre, que estaba armando ruido en la cocina. Por el ruido se adivinaba que estaba lanzando las cacerolas.
Luego salió al coche. Lo mejor sería llamar a su hermana enseguida. Sin esperar más. Juntos tal vez podrían hacer entender a su padre que no podía seguir así.
A las nueve entró por la puerta de la comisaría y le entregó el traje a Ebba, la cual prometió tenerlo lavado y planchado para la tarde.
A las diez había convocado a los policías que estaban de servicio para una reunión. Los que habían visto el reportaje de las noticias la noche anterior compartían su rabia. Después de una breve discusión acordaron que Wallander debería escribir una fuerte réplica y distribuirla por teletipo.
—¿Por qué no reacciona el director general de la jefatura Nacional de Policía? —preguntó Martinson.
Su pregunta fue recibida con una risa sarcástica.
—¡Ese! —dijo Rydberg—. Ése sólo reacciona si tiene algo que ganar personalmente. Le importan un bledo los problemas de la policía en la provincia.
Después de este comentario, pasaron a concentrarse en el doble asesinato.
No había ocurrido nada nuevo que exigiese la atención de los policías. Todavía se encontraban en la fase inicial. Reunieron el material obtenido y lo estudiaron, controlando y registrando las diferentes pistas.
Todos los policías estaban de acuerdo en que la pista más interesante era la mujer secreta y su hijo en Kristianstad. Tampoco dudaba nadie de que lo que tenían que resolver era un homicidio con robo.
Kurt Wallander preguntó si había reinado la calma en los diferentes campos de refugiados.
—He estudiado el informe nocturno —dijo Rydberg—. Ha estado todo tranquilo. Lo más dramático anoche fue un alce que corría por la E 14.
—Mañana es viernes —dijo Kurt Wallander—. Anoche recibí una llamada anónima otra vez. La misma persona. Volvió a repetir la amenaza de que algo ocurriría mañana, viernes.
Rydberg sugirió que contactasen con la policía nacional. Luego ellos decidirían si hacía falta poner recursos adicionales de vigilancia.
—Eso haremos —dijo Kurt Wallander—. Vale más estar seguros. En nuestro distrito pondremos una patrulla nocturna más, que sólo se concentre en los campos de refugiados.
—Deberás ordenar horas extras —aconsejó Hanson.
—Lo sé —contestó Kurt Wallander—. Quiero a Peters y a Norén en este turno de noche especial. Que alguien llame para hablar con los encargados de los diferentes campos. No los asustéis. Pedidles sólo que mantengan los ojos bien abiertos.
Tras una hora larga dieron por concluida la reunión.
Kurt Wallander se encontraba solo en su despacho, preparándose para escribir la réplica a la Televisión Sueca. Entonces sonó el teléfono.
Era Göran Boman de Kristianstad.
—Te vi en las noticias anoche —dijo riendo.
—¿No es tremendo?
—Sí. ¿Por qué no protestas?
—Estoy escribiendo una carta.
—¿En qué estarán pensando esos periodistas?
—No les importa si es verdad o no. Más bien piensan en los titulares sensacionalistas que puedan hacer.
—Tengo buenas noticias para ti.
Kurt Wallander sintió que aumentaba su excitación.
—¿La has encontrado?
—Tal vez. Te estoy enviando unos folios por fax. Creemos que tenemos nueve probables candidatas. El registro civil sirve para algo. Pensé que debías echar una mirada a lo que hemos encontrado. Luego me llamas y me dices si hay alguien en quien debamos concentrarnos.
—Muy bien, Göran —dijo Kurt Wallander—. Te llamaré.
El telefax estaba en la recepción. Una joven sustituta, a la que nunca había visto antes, sacaba una hoja del fax.
—¿Quién es Kurt Wallander? —preguntó.
—Soy yo —contestó—. ¿Dónde está Ebba?
—Fue a la tintorería —contestó la chica.
Kurt Wallander sintió vergüenza. Dejaba que Ebba se ocupara de sus asuntos privados.
Göran Boman había enviado en total cuatro páginas. Kurt Wallander volvió a su despacho y las extendió sobre su mesa… Repasó todos los nombres, las fechas de nacimiento y las fechas de nacimiento de los niños de padre desconocido. Enseguida desechó a cuatro de las candidatas. Luego quedaron cinco mujeres que habían tenido hijos durante los años cincuenta.
Dos de ellas seguían viviendo en Kristianstad. Una estaba registrada en una dirección de Gladsax, a las afueras de Kristianstad. De las otras dos, una vivía en Strömsund y la otra había emigrado a Australia.
Sonrió al pensar que quizá sería necesario para la investigación enviar a alguien al otro lado del globo.
Luego llamó a Göran Boman.
—Muy bien —dijo otra vez—. Esto promete. Si vamos por buen camino, nos quedan cinco entre las cuales elegir.
—¿Las llamo para una charla?
—No. Me quiero encargar yo mismo. Mejor dicho, he pensado que podríamos hacerlo entre nosotros dos. Si tienes tiempo.
—Me lo tomaré. ¿Empezamos hoy?
Kurt Wallander miró el reloj.
—Esperaremos hasta mañana —contestó—. Intentaré estar contigo sobre las nueve si no pasa nada malo esta noche.
Le dio un breve informe sobre las amenazas anónimas.
—¿Habéis encontrado a los del incendio de la otra noche?
—Todavía no.
—Prepararé el terreno para mañana. Miraré que ninguna se haya mudado.
—Tal vez nos podríamos ver en Gladsax —sugirió Kurt Wallander—. Está a mitad de camino.
—A las nueve en el Hotel Svea de Simrishamn —dijo Göran Boman—. Empezaremos el día con una taza de café.
—Suena bien. Hasta mañana. Y gracias.
«Ahora verán», pensó Kurt Wallander al colgar.
«Ahora empezaremos de verdad.»
Luego escribió la carta a la Televisión Sueca. No midió las palabras y decidió enviar copias al Departamento de Inmigración, a la ministra de Inmigración, al director de la policía municipal y al director general de la jefatura Nacional de Policía.
De pie, en el pasillo, Rydberg leyó lo que había escrito.
—Bien —dijo—. Pero no creas que van a mover un dedo. Los periodistas en este país, especialmente los de la televisión, no se equivocan nunca.
Dejó la carta para que la pasaran a limpio y entró en el comedor a tomar café. No había tenido tiempo de pensar en la comida. Era casi la una y decidió hacer una limpieza entre todos sus papeles antes de ir a comer.
La noche anterior se había sentido muy mal al recibir la llamada anónima. Pero había apartado los presentimientos lúgubres de su cabeza. Si pasaba alguna cosa, la policía estaba preparada.
Marcó el número de Sten Widén. Pero, en el momento en que oyó la señal de llamada, colgó deprisa. Sten Widén podía esperar. Ya tendrían tiempo de medir lo que tardaba un caballo en acabar con una ración de heno.
Llamó a las autoridades de la fiscalía.
La telefonista contestó que Anette Brolin sí estaba.
Se levantó y fue hasta el otro lado de la comisaría. En el momento de levantar la mano para llamar a la puerta, ésta se abrió.
Ella llevaba el abrigo puesto.
—Me iba a comer —dijo.
—¿Te puedo acompañar?
Pareció pensárselo un momento. Luego sonrió rápidamente.
—¿Por qué no?
Kurt Wallander sugirió el Continental. Les dieron una mesa al lado de la ventana y los dos pidieron salmón.
—Anoche te vi en las noticias —dijo Anette Brolin—. ¿Cómo pueden dar un reportaje tan incompleto y tan tendencioso?
Wallander, que se había preparado para recibir una crítica, se relajó otra vez.
—Los periodistas ven a la policía como una presa permitida —dijo—. Nosotros recibimos críticas tanto si actuamos mucho como poco, no importa. Tampoco entienden que a veces debamos callarnos ciertos datos, por razones que tienen que ver con la investigación.
Sin pensárselo le habló del soplo. Lo mal que le había sentado que cierta información de la reunión fuera directamente a la televisión.
Notó que le estaba escuchando. De repente le parecía ver a otra persona detrás del papel de fiscal y la ropa elegante. Después de comer pidieron café.
—¿La familia también se ha venido aquí? —preguntó.
—Mi marido se ha quedado en Estocolmo —aclaró—. Y los niños no van a cambiar de escuela sólo por un año.
Kurt Wallander notó que se sentía desilusionado.
De algún modo habría deseado que el anillo de casada no significara nada a pesar de todo.
El camarero se acercó con la cuenta y Kurt Wallander sacó la mano para pagar.
—Pagamos a medias —dijo ella.
Les sirvieron otra taza de café.
—Háblame de esta ciudad —pidió—. He repasado algunos casos criminales de los últimos años. La diferencia es grande si se compara con Estocolmo.
—Está disminuyendo —replicó Wallander—. Pronto toda la campiña sueca será un suburbio entero de las ciudades más grandes. Hace veinte años, por ejemplo, no había narcotráfico aquí. Hace diez años lo había en ciudades como Ystad y Simrishamn. Pero todavía teníamos cierto control de lo que pasaba. Hoy la droga está en todas partes. Cuando paso delante de una bonita granja de por aquí, a veces pienso: ahí quizá se esconda una enorme fábrica de anfetaminas.
—Pero hay menos crímenes violentos. Y no son tan graves.