Asesinos sin rostro (15 page)

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Authors: Henning Makell

Tags: #Policiaca

BOOK: Asesinos sin rostro
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Wallander y Näslund entraron en la recepción. La telefonista les informó, curiosamente en un dialecto cantarín del norte, de que Göran Boman estaba de servicio.

—Está haciendo un interrogatorio —dijo la chica—. Pero no tardará mucho.

Kurt Wallander se fue al lavabo. Se sobresaltó al mirarse en el espejo. La rojez de los chichones y rasguños impresionaba. Se lavó la cara con agua fría, mientras sentía la voz de Göran Boman en el pasillo.

El reencuentro fue cordial. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba más que contento de volver a ver a Göran Boman. Fueron a buscar café y se sentaron en su despacho. Wallander vio que tenían exactamente el mismo tipo de escritorio. Pero el despacho de Boman estaba mejor decorado. Más o menos como Anette Brolin había convertido el aséptico despacho que le asignaron.

Göran Boman naturalmente había oído hablar tanto del doble homicidio de Lenarp como del ataque al campo de refugiados y la contribución de Wallander en las labores de salvamento, que la prensa había exagerado. Hablaron un rato sobre los refugiados. Göran Boman tenía la misma impresión que Kurt Wallander de que la recepción de solicitantes de asilo era caótica y estaba mal organizada. También la policía de Kristianstad podía dar muchos ejemplos de expulsiones que sólo habían podido llevar a cabo con mucho esfuerzo. Una semana antes de Navidad, por ejemplo, les llegó un aviso de expulsión de unos ciudadanos búlgaros. Según el Departamento de Inmigración, se encontraban en un campo en Kristianstad. Después de varios días de trabajo, la policía logró saber que los búlgaros estaban en un campo en Arjeplog, a más de mil kilómetros.

Luego pasaron a comentar el motivo real de la visita. Wallander le hizo un resumen detallado.

—Tú quieres que te la encontremos —dijo Göran Boman cuando terminó.

—No estaría mal.

Näslund había permanecido en silencio hasta aquel momento.

—Se me ha ocurrido algo —intervino—. Si Johannes Lövgren tiene un hijo con esta mujer, y suponemos que el niño nació en esta ciudad, entonces podremos encontrarlo en el registro civil. Johannes Lövgren debería constar como el padre del niño, ¿no?

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. Además sabemos más o menos cuándo nació el niño. Nos podemos concentrar en un periodo de diez años, entre el cuarenta y siete y el cincuenta y siete, aproximadamente, si la declaración de Lars Herdin es exacta. Y yo creo que lo es.

—¿Cuántos niños deben de nacer en diez años en Kristianstad? —preguntó Göran Boman—. Antes de tener los ordenadores habríamos tardado muchísimo tiempo en averiguarlo.

—Existe la posibilidad de que Johannes Lövgren se haya registrado como «padre desconocido» —dijo Kurt Wallander—. Pero si es así repasaremos esos casos minuciosamente.

—¿Por qué no sacas una orden de busca y captura de la mujer? —preguntó Göran Boman—. Pedirle que se dé a conocer.

—Porque estoy bastante seguro de que no lo haría —dijo Kurt Wallander—. Es una intuición. Tal vez no tan profesional. Pero prefiero hacerlo de esta manera.

—La encontraremos —aseguró Göran Boman—. Vivimos en una sociedad y en un tiempo donde casi es imposible desaparecer. A no ser que te suicides de una manera tan inteligente que el cuerpo desaparezca. Tuvimos un caso así el verano pasado. Por lo menos es lo que pienso que pasó. Un hombre que estaba cansado de todo. Su mujer le denunció como desaparecido. Su barco desapareció. No lo hemos encontrado y no creo que vayamos a encontrarlo. Yo creo que se hundió en el mar con su barco. Pero si esta mujer y el hijo existen, daremos con ellos. Pondré un hombre en el caso enseguida.

A Kurt Wallander le dolía la garganta. Notó que empezaba a sudar.

Lo que más le habría gustado era quedarse discutiendo tranquilamente el doble asesinato con Göran Boman. Tenía el sentimiento de que era un buen policía. Su opinión sería valiosa. Pero estaba demasiado cansado.

Terminaron la conversación. Göran Boman los acompañó hasta el coche.

—La encontraremos —repitió.

—Después de esto nos vemos una noche —sugirió Kurt Wallander—, tranquilamente, y nos tomamos unos whiskies.

Göran Boman asintió con la cabeza.

—Tal vez haya otra jornada de formación sin sentido —dijo.

El aguanieve seguía cayendo. Kurt Wallander notó que la humedad traspasaba sus zapatos. Se metió en el asiento trasero y se acurrucó en el rincón. Pronto estuvo dormido.

No se despertó hasta que Näslund frenó ante la comisaría de Ystad. Se sentía febril y desgraciado. El aguanieve continuaba cayendo y pidió unas aspirinas a Ebba. A pesar de que sabía que debía irse a casa y acostarse, no pudo dejar de hacer un resumen de lo que había pasado durante el día. Además, quería saber lo que Rydberg había averiguado acerca de la vigilancia de los refugiados.

Su mesa estaba llena de mensajes telefónicos. Entre muchos otros había llamado Anette Brolin. Y su padre. Pero Linda no. Tampoco Sten Widén. Repasó las notas y las apartó todas, excepto la de Anette Brolin y la de su padre. Luego llamó a Martinson.

—Bingo —dijo Martinson—. Creo que hemos encontrado el coche. Un coche que encaja con la descripción fue alquilado la semana pasada en una sucursal de Avis en Göteborg. No lo han devuelto como habían quedado. Sólo hay una cosa rara.

—¿Cuál?

—El coche fue alquilado por una mujer.

—¿Qué hay de raro en ello?

—Supongo que me cuesta un poco creer que una mujer haya perpetrado el doble asesinato.

—Ahora piensas equivocadamente. Vamos a encontrar el coche y al conductor. Mujer o no. Después ya veremos si tienen algo que ver con esto. Poder tachar a alguien de la investigación es igual de importante que recibir una confirmación. Pero dale el número de la matrícula al camionero, para ver si a pesar de todo reconoce la combinación.

Terminó la conversación y se fue al despacho de Rydberg.

—¿Cómo va todo? —preguntó.

—Esto no es nada divertido —contestó Rydberg sombríamente.

—¿Quién ha dicho que el trabajo policial tenga que ser divertido?

Pero Rydberg había hecho un trabajo minucioso, tal y como Wallander había augurado. Sobre un mapa, los diferentes campos estaban marcados con un círculo y Rydberg había hecho un pequeño informe de cada uno de ellos. De momento sugería como primera medida que las patrullas nocturnas los visitaran regularmente según un horario muy ingenioso.

—Bien —dijo Kurt Wallander—. Vigila que las patrullas se enteren de que esto es serio.

Le hizo un resumen a Rydberg de la visita a Kristianstad. Luego se levantó de la silla.

—Me voy a casa —dijo.

—Tienes mala cara.

—Estoy pillando un resfriado. Pero ahora todo irá sobre ruedas, ¿no?

Se fue directo a casa, se hizo un té y se metió en la cama. Al despertarse unas horas más tarde, la taza de té estaba todavía sin tocar al lado de la cama. Eran las siete menos cuarto. Dormir le hacía sentirse un poco mejor. Tiró el té frío y preparó un café. Luego llamó a su padre.

Kurt Wallander comprendió enseguida que su padre no había oído hablar del incendio nocturno.

—¿No íbamos a jugar a cartas? —preguntó el padre con rabia.

—Estoy enfermo —respondió Kurt Wallander.

—Pero si tú nunca estás enfermo.

—Estoy resfriado.

—A eso no lo llamo yo estar enfermo.

—No todo el mundo tiene tan buena salud como tú.

—¿Qué quieres decir con eso?

Kurt Wallander suspiró.

Si no se inventaba algo, la conversación con su padre sería insoportable.

—Iré a verte mañana por la mañana —dijo—. Sobre las ocho. Si estás despierto a esa hora.

—Nunca duermo más que hasta las cuatro y media.

—Pero yo sí.

Terminó la conversación y colgó.

Enseguida se arrepintió del acuerdo con su padre. Empezar el día visitándolo era lo mismo que aceptar que sería un día caracterizado por la tristeza y los sentimientos de culpabilidad.

Miró a su alrededor. En todas partes del piso había montones de polvo. A pesar de que lo ventilaba a menudo, olía a cerrado. A solitario y a cerrado.

De repente pensó en la mujer negra con la que últimamente soñaba. Esa mujer que lo buscaba, dispuesta, noche tras noche. ¿De dónde había salido? ¿Dónde la había visto? ¿En la foto de un periódico o en la televisión?

Se preguntó por qué en los sueños tenía una pasión erótica muy diferente de la que había vivido con Mona.

Los pensamientos le excitaron. De nuevo pensó en llamar a Anette Brolin. Pero no pudo. Se sentó con rabia en el sofá floreado y encendió la tele. Eran las siete menos un minuto. Buscó uno de los canales daneses donde iban a empezar las noticias.

El reportero hizo un resumen. Otra catástrofe de hambruna. El terror en Rumania aumentaba. Un gran alijo de narcóticos descubierto en Odense.

Tomó el mando a distancia y apagó. De repente no podía con las noticias.

Pensaba en Mona. Pero los pensamientos adoptaron formas inesperadas. Ya no estaba seguro de querer realmente que ella volviera. ¿Qué indicios había de que las cosas irían mejor?

Nada. La idea era engañarse a uno mismo.

Lleno de inquietud, fue a la cocina a tomar un refresco. Luego se sentó e hizo un resumen detallado de la situación en que se encontraba la investigación. Al terminar extendió todas sus notas sobre la mesa y las miró como si fueran trozos de un rompecabezas. El sentimiento de que estaban cerca de una solución se hizo más fuerte. Aunque había muchos cabos sueltos, varios detalles coincidían.

No se podía señalar a nadie. Ni siquiera había un sospechoso. Aun así, tenía el presentimiento de que estaban cerca. Eso le satisfacía y le preocupaba. Demasiadas veces había sido el responsable de una investigación criminal complicada que prometía mucho al principio, pero que luego entraba en un callejón sin salida y que en el peor de los casos se clasificaba como caso cerrado.

«Paciencia», pensó. «Paciencia…»

Casi eran las nueve. De nuevo se sintió tentado de llamar a Anette Brolin. Pero desistió. No sabía en absoluto qué decirle. Y tal vez contestase su marido.

Se sentó en el sofá y volvió a poner la tele.

Para su sorpresa, se descubrió fijando la mirada en su propia cara. De fondo se oía la voz monótona de una reportera. El argumento era que Wallander y la policía de Ystad mostraban muy poco interés en garantizar la seguridad de los diferentes campos de refugiados.

Su cara desapareció y fue sustituida por la de una mujer a la que entrevistaban delante de un gran edificio de oficinas. Al ver su nombre se dio cuenta de que debería haberla reconocido. Era la jefa del Departamento de Inmigración con la que había hablado por teléfono aquel mismo día. No se podían excluir ciertas tendencias racistas en el desinterés de la policía, explicó.

Una rabia amarga le subía por el cuerpo.

«Vieja gruñona», pensó. «Lo que dices es pura mentira. ¿Y por qué no me han llamado esos reporteros? Podría haberles enseñado el plan de vigilancia de Rydberg.»

¿Racistas? ¿Qué quería decir? La rabia se mezclaba con la vergüenza de haber sido acusado injustamente.

En aquel momento sonó el teléfono. Primero pensó en no contestar. Luego salió al recibidor y tomó el auricular. La voz era la misma de la vez anterior. Un poco ronca, disimulada. Wallander estimaba que el hombre tenía un pañuelo sobre el auricular.

—Estamos esperando resultados —dijo el hombre.

—¡Vete a la mierda! —rugió Kurt Wallander.

—El sábado a más tardar —continuó el hombre.

—¿Fuisteis vosotros, cabrones, los del incendio de ayer? —gritó en el auricular.

—Lo más tarde el sábado —repitió el hombre sin inmutarse—. Lo más tarde el sábado.

La conferencia se cortó.

Kurt Wallander se sintió mal. No podía quitarse de encima el oscuro presentimiento que lo acosaba. Era como un dolor extendiéndose por el cuerpo.

«Ahora tienes miedo», pensó. «Ahora Kurt Wallander tiene miedo.»

Volvió a la cocina y se quedó mirando hacia la calle por la ventana.

De repente se dio cuenta de que el viento había parado. La farola no se movía.

Algo iba a pasar, estaba seguro. Pero ¿qué? ¿Y dónde?

8

Por la mañana sacó su mejor traje.

Con disgusto descubrió una mancha en una de las solapas. «Ebba», pensó. «Esto es una tarea típica para ella. Cuando oiga que me veré con Mona, pondrá todo su empeño en intentar quitar esta mancha. Ebba es una mujer que considera que el número de divorcios es una amenaza mayor para el desarrollo de la sociedad que el aumento y recrudecimiento de la criminalidad.»

A las siete y cuarto colocó el traje en el asiento trasero del coche y se marchó. Una pesada capa de nubes se cernía sobre la ciudad.

«¿Será la nieve?», se preguntó. «La nieve que no quiero ver en absoluto.»

Condujo lentamente hacia el este, a través de Sandskogen, pasando por el campo de golf abandonado y giró hacia Kåseberga.

Por primera vez en varios días se sentía relajado. Había dormido nueve horas seguidas. El chichón de la frente había menguado y ya no le escocían las quemaduras del brazo.

Repasó de forma metódica el resumen que había hecho la noche anterior. Lo esencial era encontrar a la mujer secreta de Johannes Lövgren. Y al hijo. Allí, en alguna parte, debían de hallarse los malhechores. Estaba completamente seguro de que el doble asesinato tenía que ver con la desaparición de las veintisiete mil coronas y quizá también con los otros recursos de Johannes Lövgren.

Alguien que conocía, que sabía y que se había tomado el tiempo de darle de comer al caballo antes de desaparecer. Una o más personas que conocían las costumbres de Johannes Lövgren.

El coche alquilado en Göteborg no encajaba y tal vez tampoco tuviera nada que ver.

Miró el reloj. Las ocho menos veinte. Jueves 11 de enero.

En lugar de ir directamente a casa de su padre continuó unos kilómetros adentrándose por el camino de grava que llevaba a Backåkra y que serpenteaba entre dunas ondulantes. Dejó el coche en el aparcamiento vacío y subió a la colina, desde donde podía ver la dilatada superficie del mar.

Allí había una formación circular de piedras. Un círculo para la meditación, construido en piedra unos años antes. Invitaba a la soledad y a la tranquilidad del alma.

Se sentó en una de las piedras y contempló el mar.

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