—¿Herman?
—Herman Mboya. Es de Kenia.
—¡Llevaba un mono lila!
—A veces viste un poco raro.
—¿Qué hace en Suecia?
—Estudia medicina. Pronto será médico.
Kurt Wallander escuchaba con asombro. ¿Le estaba tomando el pelo?
—¿Médico?
—Sí. ¡Médico! Doctor o como lo llames. Es amable, considerado, tiene sentido del humor.
—¿Viven juntos?
—Tiene un pequeño piso de estudiante en Lund.
—¡Te pregunté si viven juntos!
—Creo que Linda finalmente se ha decidido.
—¿Decidido a qué?
—A irse a vivir con él.
—Entonces ¿cómo va a poder estudiar en una escuela superior de Estocolmo?
—Fue idea de Herman.
La camarera llenó sus copas de vino. Kurt Wallander notó que se estaba emborrachando.
—Me llamó un día —dijo—. Estaba en Ystad. Pero no fue a verme al final. Si la ves, le podrías decir que la echo muchísimo de menos.
—Ella hace lo que quiere.
—¡Sólo te pido que se lo digas!
—¡Lo haré! ¡No grites!
—¡No grito!
En ese momento llegó el bistec tártaro. Comieron en silencio. Kurt Wallander pensó que no sabía a nada. Pidió otra botella de vino y se preguntó cómo llegaría a casa.
—Parece que estás bien —dijo.
Ella asintió con la cabeza, segura y quizás con un poco de rencor.
—¿Y tú?
—Estoy hecho una mierda. Aparte de eso, bien.
—¿De qué querías hablar?
Había olvidado pensar en una excusa para su encuentro. En aquel momento no sabía qué decir.
«La verdad», pensó con ironía. «¿Por qué no intentarlo?»
—Sólo quería verte —respondió—. Todo lo demás era mentira.
Ella sonrió.
—Me alegro de haberte visto —dijo ella.
De repente él se echó a llorar.
—Te echo tanto de menos —murmuró.
Ella estiró la mano y la puso sobre la de él. Pero no dijo nada.
Y en ese momento Kurt Wallander comprendió que se había acabado. Nada podía cambiar el divorcio. Podrían cenar juntos quizá. Pero sus vidas iban irrevocablemente por caminos separados. Su silencio no mentía.
Empezó a pensar en Anette Brolin. Y en la mujer negra que lo visitaba en sueños.
No estaba preparado para la soledad. Pero se esforzaría por aceptarla y quizás al cabo de un tiempo encontraría una nueva vida, de la que nadie más que él sería responsable.
—Contéstame a una sola cosa —preguntó—. ¿Por qué me dejaste?
—Si no te hubiera dejado, la vida se me habría escapado —contestó ella—. Me gustaría que entendieras que no fue culpa tuya. Fui yo la que sentía la necesidad de la ruptura, fui yo la que me decidí. Un día entenderás lo que quiero decir.
—Quiero entenderlo ahora.
Al salir, ella quería pagar su parte. Pero él insistió y le dejó pagar.
—¿Cómo irás a casa? —preguntó ella.
—Hay un autobús nocturno. ¿Y tú?
—Iré caminando.
—Te acompaño un trozo.
Ella negó con la cabeza.
—Nos separamos aquí. Es mejor. Pero llámame. Quiero que sigamos en contacto.
Le dio un beso rápido en la mejilla. La vio cruzar el puente del canal con pasos enérgicos. Cuando desapareció entre el Savoy y la oficina de turismo la siguió. Antes había espiado a su hija. En aquel momento seguía a su mujer.
Junto a la tienda de electrodomésticos que había en la esquina de la plaza de Stortorget esperaba un coche. Ella se sentó en el asiento de delante. Kurt Wallander se escondió en un portal cuando el coche pasó cerca de él. Por un momento vio al hombre que conducía.
Se fue hacia su coche. No había ningún autobús nocturno para Ystad. Entró en una cabina de teléfonos y llamó a casa de Anette Brolin. Cuando contestó, colgó deprisa.
Se sentó en su coche, puso la casete de Maria Callas y cerró los ojos.
Se despertó de golpe porque tenía frío. Había dormido casi dos horas. A pesar de que no estaba sobrio decidió ir conduciendo a casa. Se metería por caminos vecinales y pasaría por Svedala y Svaneholm. Allí no corría el riesgo de cruzarse con patrullas de policía.
Pero había olvidado por completo que las patrullas nocturnas de Ystad estarían vigilando los campos de refugiados. Y que él mismo había dado la orden.
Tras controlar que todo estaba en calma en Hageholm, Peters y Norén se cruzaron con un conductor que hacía eses entre Svaneholm y Slimminge. A pesar de que los dos normalmente reconocían el coche de Wallander, no se les ocurrió que podría ser él quien conducía de noche. Además, la matrícula estaba tan llena de barro que no se podía identificar. Detuvieron el coche y golpearon el cristal; Kurt Wallander lo bajó y sólo entonces reconocieron a su jefe en funciones.
Ninguno de ellos dijo nada. La linterna de Norén iluminaba los ojos rojizos de Wallander.
—¿Todo tranquilo? —preguntó Wallander.
Norén y Peters se miraron.
—Sí —dijo Peters—. Todo parece tranquilo.
—Está bien —susurró Wallander y empezó a subir el cristal.
Entonces Norén se acercó.
—Es mejor que salgas del coche —dijo—. Ahora, enseguida.
Kurt Wallander miró sin comprender la cara apenas visible bajo la fuerte luz de la linterna.
Luego se encogió e hizo lo que le habían dicho.
Salió del coche.
La noche era fría. Tenía frío.
Algo había terminado.
Kurt Wallander no se sentía precisamente un policía feliz cuando entró por las puertas del Hotel Svea en Simrishamn sobre las siete de la mañana del viernes. Caía una densa aguanieve en Escania y la humedad se le había metido dentro de los zapatos al salir del coche e ir hacia el hotel. Además, le dolía la cabeza.
Pidió unas aspirinas a la camarera. Ésta volvió con un vaso de agua en el que había un polvo blanco efervescente.
Al beber el agua notó que le temblaba la mano.
Pensó que era tanto de angustia como de alivio.
Cuando unas horas antes Norén le ordenó salir del coche en el camino que iba de Svaneholm a Slimminge, pensó que todo había acabado. Ya no sería policía. El hecho de conducir en estado de embriaguez le causaría la suspensión inmediata. Y aunque pudiera volver al servicio activo alguna vez, después de haber purgado la condena en la cárcel, nunca podría mirar a sus antiguos colegas a los ojos.
Se le ocurrió que tal vez podría llegar a ser responsable de seguridad en una empresa. O pasar el control de selección de una empresa de vigilancia poco escrupulosa. Pero su carrera de veinte años como policía habría acabado. Y él era policía. Nunca había pensado en sobornar a Peters y a Norén. Sabía que era imposible. Lo que podría hacer era implorar su comprensión. Invocar el espíritu de cuerpo, la camaradería, la amistad que en realidad no existía.
Pero no le hizo falta.
—Ve con Peters y yo llevaré tu coche a casa —dijo Norén.
Kurt Wallander recordaba el alivio, pero también el inconfundible tono de desprecio en la voz de Norén.
Sin mediar palabra se sentó en el asiento trasero del coche de policía. Durante el trayecto hasta la calle Mariagatan de Ystad, Peters mantuvo una actitud de silenciosa reserva.
Norén llegó un momento más tarde, aparcó el coche y le dio las llaves.
—¿Te ha visto alguien? —preguntó.
—Nadie más que vosotros.
—Has tenido una suerte de mil demonios.
Peters asintió con la cabeza. Entonces Kurt Wallander comprendió que nada se sabría. Norén y Peters cometían una falta grave al protegerle. No tenía ni idea del motivo.
—Gracias —dijo.
—Está bien —replicó Norén.
Y se marcharon.
Kurt Wallander subió a su piso y se bebió lo que quedaba de una botella casi vacía de whisky. Luego dormitó unas horas sobre la cama. Sin pensar, sin soñar. A las seis y cuarto se sentó en el coche de nuevo, después de haberse afeitado apresuradamente.
Claro que sabía que aún estaba ebrio. Pero ya no existía el riesgo de encontrarse con Peters y Norén. Ellos habían acabado su turno a las seis.
Intentó concentrarse en lo que le esperaba. Göran Boman acudiría y juntos se pondrían manos a la obra para encontrar el eslabón perdido en la investigación del doble homicidio de Lenarp.
Apartó todos los demás pensamientos. Los retomaría cuando tuviera más fuerzas. Cuando ya no tuviera resaca y pudiera considerarlo todo con distancia.
Estaba solo en el comedor del hotel. Contempló el mar, que se veía gris entre la aguanieve. Un barco pesquero salía del puerto y Wallander intentó descifrar el número que se veía pintado de negro sobre la quilla.
«Una cerveza», pensó. «Una buena cerveza es lo que necesito ahora mismo.»
La tentación era fuerte. También pensó en pasarse por la tienda de bebidas alcohólicas y comprar algo para la noche.
Sintió que aún no tenía fuerzas para estar sobrio.
«Soy una mierda de policía», pensó.
«Un policía de dudosa reputación.»
La camarera volvió a llenarle la taza de café. Se imaginó que se registraba en el hotel y que ella acudía. Detrás de las cortinas cerradas olvidaría que existía, lo olvidaría todo a su alrededor, se hundiría en un paisaje que nada tenía que ver con la realidad.
Se acabó el café y tomó su portafolios. Todavía le quedaba un rato para estudiar el material de la investigación. Llevado por una sensación de angustia, salió a la recepción y llamó a la comisaría de Ystad. Ebba contestó.
—¿Lo pasaste bien anoche? —preguntó.
—No podría haber ido mejor —contestó—. Y gracias otra vez por la ayuda con el traje.
—Cuando quieras.
—Estoy llamando desde el Hotel Svea de Simrishamn. Por si hay algo. Más tarde me iré con Boman, el de la policía de Kristianstad. Pero ya te llamaré.
—Todo está tranquilo. No ha pasado nada en los campos de refugiados.
Acabó la conversación y entró en el retrete a lavarse la cara. Evitó mirarse en el espejo. Con las yemas de los dedos notó el chichón en la frente. Le dolía. Pero ya casi no le escocía el brazo.
Sólo cuando se estiraba notaba el dolor del muslo.
Al volver al comedor pidió el desayuno. Mientras comía, ojeó todos sus papeles.
Göran Boman era puntual. A las nueve en punto entró en el comedor.
—¡Vaya tiempo! —dijo.
—Al menos es mejor que una tormenta de nieve —contestó Kurt Wallander.
Mientras Göran Boman tomaba café comentaron lo que harían durante el día.
—Parece que tenemos suerte —dijo Göran Boman—. A la mujer de Gladsax y a las dos de Kristianstad podremos encontrarlas sin problemas.
Empezaron con la mujer de Gladsax.
—Se llama Anita Hessler —explicó Göran Boman—. Cincuenta y ocho años. Se volvió a casar hace un par de años con un agente inmobiliario.
—¿Hessler es su nombre de soltera? —preguntó Kurt Wallander.
—Ahora se llama Johanson. Su marido se llama Klas Johanson. Viven en una urbanización en las afueras del pueblo. La hemos investigado un poco. Por lo que parece, es ama de casa.
Miró sus papeles.
—El nueve de marzo de 1951 tuvo un hijo en la maternidad de Kristianstad. A las 4.13, para ser exactos. Por lo que veo es su único hijo. Pero Klas Johanson tiene cuatro hijos de un matrimonio anterior. Además, es seis años más joven que ella.
—Su hijo tiene, por lo tanto, treinta y nueve años —dijo Kurt Wallander.
—Le pusieron el nombre de Stefan —dijo Göran Boman—. Vive en hus y trabaja como funcionario de hacienda en Kristianstad. Economía estable. Casa adosada, esposa, dos hijos.
—¿Los funcionarios de hacienda suelen cometer homicidios? —preguntó Kurt Wallander.
—No muy a menudo —contestó Göran Boman.
Se fueron a Gladsax. El aguanieve se había convertido en una llovizna. Justo antes de la entrada del pueblo, Göran Boman giró a la izquierda.
La urbanización destacaba mucho entre las blancas casas bajas del pueblo. Kurt Wallander pensó que parecía un barrio elegante de las afueras de cualquier gran ciudad.
La casa estaba al final de una fila de viviendas. Una imponente antena parabólica descansaba sobre una base de cemento cerca de la casa. El jardín se veía bien cuidado. Se quedaron unos minutos mirando la construcción de ladrillos rojos. Había un Nissan blanco aparcado en la rampa del garaje.
—El marido no estará en casa —dijo Göran Boman—. Tiene su despacho en Simrishamn. Se ve que se ha especializado en vender casas a gente adinerada de Alemania Occidental.
—¿Eso está permitido? —preguntó Kurt Wallander con asombro.
Göran Boman se encogió de hombros.
—Testaferros —dijo—. Los alemanes del oeste pagan bien y los permisos de compra están en manos suecas. Hay personas en Escania que viven de hacerse responsables de propiedades ilegales.
De repente se movió la cortina. Fue tan leve que sólo un ojo bien entrenado de policía podía notarlo.
—Hay alguien en casa —dijo Kurt Wallander—. ¿Hacemos una visita?
La mujer que abrió era excepcionalmente atractiva. Vestía un traje de deporte amplio, pero irradiaba personalidad. Kurt Wallander pensó enseguida que no parecía sueca.
También pensó que la presentación podría ser tan importante como todas las preguntas juntas.
¿Cómo reaccionaría al decirle que eran policías?
Lo único que pudo ver fue que alzó ligeramente las cejas. Luego sonrió enseñando una perfecta línea de dientes blancos. Kurt Wallander se preguntó si Göran Boman estaba en lo cierto. ¿Tenía cincuenta y ocho años? Si no lo supiera, le habría puesto unos cuarenta y cinco.
—Qué sorpresa —dijo—. Pasen.
Entraron en un salón decorado con gusto. Las paredes estaban cubiertas de librerías repletas. Uno de los televisores más exclusivos de Bang Olufsen descansaba en un rincón. En un acuario nadaban peces atigrados. A Wallander le costaba relacionar aquel salón con Johannes Lövgren. No había nada que permitiera sospechar que habían estado relacionados.
—¿Puedo invitarles a tomar algo? —preguntó la mujer.
Contestaron negativamente y se sentaron.
—Hemos venido a hacerle unas preguntas rutinarias —empezó Wallander—. Yo me llamo Kurt Wallander y éste es Göran Boman, de la policía de Kristianstad.
—Qué interesante recibir una visita de la policía —dijo la mujer, que continuaba sonriendo—. Aquí en Gladsax nunca pasa nada inesperado.
—Sólo queremos preguntarle si usted conoce a un tal Johannes Lövgren —dijo Kurt Wallander.