—¡«Curare Maukolai»! —exclamaron a su vez los entusiasmados indígenas rodeando a la negra a la que palmeaban la espalda como si se tratara de una auténtica heroína—. ¡Gran «Curare Maukolai»!
Pero resultaba evidente que la atención de la muchacha no estaba pendiente de los comentarios del canario, ni aun de las felicitaciones de los guerreros, sino que sus ojos se habían vuelto de inmediato al estrábico, a quien sin duda estaba dedicada en exclusiva tan desmesurada prueba de arrojo y sangre fría.
A nadie le sorprendió por tanto que esa misma tarde la negra y Yakaré desaparecieran en lo más profundo de un cercano bosquecillo para no volver a hacer acto de presencia hasta muy entrada la mañana siguiente.
—¿Qué? —quiso saber
Cienfuegos
sonriente—. ¿Cómo ha ido eso?
—Ha ido de tal modo, que como no aflojen el paso, me quedo en el camino —fue la humorísta respuesta.
—¿Feliz?
Ella se detuvo unos instantes, le miró a los ojos e inquirió desconcertada:
—¿Cómo es posible que andando descalza y semidesnuda por el último rincón del Universo en compañía de una docena de salvajes y un pelirrojo medio loco, no quisiera cambiarme ahora ni por la mismísima reina de España?
El isleño le acarició con afecto el crespo y ensortijado cabello y replicó sonriente:
—Es muy sencillo. Si Ingrid estuviera aquí, me ocurriría lo mismo.
Al cuarto día de marcha alcanzaron la orilla de un mar que no era tal, sino únicamente un gigantesco lago de agua dulce del que ni tan siquiera se vislumbraba la margen opuesta, y los «cuprigueri», extrajeron del fondo de una diminuta ensenada tres largas canoas de dura madera que mantenían ocultas bajo el agua por el sencillo procedimiento de sumergirlas a poco más de un metro de profundidad rellenándolas de grandes piedras.
A la mañana siguiente iniciaron la navegación con el sol a una cuarta sobre la línea del horizonte, y cuando ya comenzaba a caer vertical machacando cerebros, se dibujó en la distancia una oscura línea quebrada que poco a poco fue tomando la forma de un sinfín de cabañas que se alzaban sobre irregulares pilotes a poco más de dos metros sobre la superficie de las aguas.
—¡Ganvié! —exclamó de improviso
Azabache
con un leve temblor en el tono de voz—. ¡«Elegba» sea loada, estoy en casa!
El canario se volvió a observarla.
—¿Qué quieres decir? —inquirió sorprendido.
Ella indicó con un ademán de la cabeza hacia delante:
—Nací en un poblado como éste, en el lago Nokue, en Dahomey… —Se volvió a su vez a Yakaré que remaba tras ella—. ¿Cómo se llama el lago? —quiso saber.
—«Ma-aracaibio» —replicó el estrábico con su reconocido laconismo.
—¿Y el poblado?
—«Conuprigueri».
—«Ma-aracaibio» significa «Tierra de Serpientes», lo cual quiere decir que estás en tu ambiente —aclaró el isleño—. Y «Conuprigueri», «La casa de los Cuprigueri». —Agitó la mano de un lado a otro al tiempo que sonreía como burlándose de su propia aseveración—. ¡Aproximadamente…! —concluyó.
—¡Menudo traductor estás tú hecho…! —fue la burlona respuesta de la africana que a continuación indicó con un ademán de la cabeza la larga hilera de amplias chozas de techo de palma que se extendía ante ellos—. ¿Cuánta gente crees que vive aquí?
—No tengo ni la menor idea…
Resultaba en verdad difícil calcular el número de habitantes del pintoresco poblado lacustre de los Cuprigueri, dado que aunque cada edificación nacía del agua independiente del resto de sus vecinas, a las que le unían tan sólo frágiles pasarelas, su tamaño, forma e incluso distribución variaba hasta el punto de que podía llegar a pensarse que ciertas familias, clases sociales e incluso gremios tendían a agrupar sus palafitos constituyendo un bloque o «barrio» propio, para mantener luego una amplia extensión de aguas libres hasta otro nuevo grupo de viviendas.
Pero lo que más atrajo la atención del gomero desde el primer momento fue la endiablada habilidad que parecían tener los habitantes del lugar a la hora de manejar unas minúsculas piraguas que en ocasiones semejaban casi una piel de plátano colocada sobre la superficie, cruzándose y entrecruzándose sin rozarse, o pasando por entre la maraña de pilares que sostenían las construcciones a tal velocidad que podía considerarse un milagro el hecho de que no fueran de improviso a parar todos al lago.
Al propio tiempo, una nube de chiquillos se lanzaba de continuo al agua, riendo y persiguiéndose, mientras las mujeres cotorreaban de baranda a baranda y los hombres discutían con grandes aspavientos, perfectamente asentados sobre sus livianas canoas, por lo que en conjunto cabía imaginar que el «cuprigueri» era un pueblo que se había adaptado a la vida acuática con mucha más naturalidad con la que otros se acostumbran a la vida en tierra firme.
Cada «clan» marcaba sus viviendas con sencillos dibujos en los que dominaba casi siempre el rojo y el negro y que esquematizaban la mayoría de las veces la silueta de un mono, un pez o un ave.
Pero el auténtico corazón de la vida ciudadana, al que tan sólo se accedía atravesando un sinfín de canales que constituían un laberinto para quien no perteneciese al «municipio», estaba formado por una cabaña rectangular de casi cincuenta metros por treinta, con techo de palma y paredes de caña, y lo primero que llamó la atención de
Cienfuegos
al poner el pie en su interior, fue el sorprendente contraste de su fresca temperatura en relación con el bochornoso calor que se soportaba al aire libre.
Por lo que pudo deducir mucho más tarde, un complicado juego de celosías de frágiles juncos parecía ir atrapando las casi inexistentes corrientes de aire para hacerlas fluir de tan ingeniosa manera, que la mayor parte del amplio recinto de altos techos y suave penumbra se mantenía a casi diez grados de temperatura por debajo del ambiente exterior.
El innegablemente majestuoso edificio recibía el pomposo nombre de «Conu-cora-ye» o «Casa de las Palabras Importantes», denominación atribuida sin duda al hecho de que en ella se reunía una veintena de ancianos, que acuclillados sobre ásperas esterillas de palma, discutían durante horas cuantas decisiones concernían a la actividad comunitaria.
El inesperado arribo de una flotilla de canoas a bordo de la cual se encontraban un gigante de pelirroja barba y una mujer negra jamás vistos o tan siquiera imaginados por los asombrados «cuprigueri», provocó de inmediato el consiguiente revuelo en el poblado, pero lo que arrancó literalmente alaridos de entusiasmo, sobre todo por parte de las mujeres, fue la visión del altivo Yakaré alzando orgullosamente su «cerbatana» desde la popa de la primera de las embarcaciones.
—¡«Auca»! ¡«Auca»! —gritaba el estrábico agitándola, o mostrando la calabaza repleta de negro veneno—.
¡Yakaré trae «curare» «auca»!
Tal hecho debía ser evidentemente mucho más importante a los ojos del «Consejo de Ancianos» que la curiosidad que pudiera despertar en ellos la presencia de
Azabache
y
Cienfuegos
, ya que se limitaron a rogarles que se acomodaran en un rincón de la cabaña ofreciéndoles una cesta de frutas y un cuenco de pescado crudo, mientras se enfrascaban en las prolijas explicaciones que de su viaje les hacía el arriesgado guerrero que había recorrido a solas el lejano territorio de los «aucas» durante los dos últimos años.
Todos los ojos se volvieron no obstante hacia la africana en el momento en que Yakaré apuntó la idea de que podía tratarse de una auténtica ««Curare Maukolai»», extendiéndose a la hora de relatar la increíble forma en que había atrapado a una venenosísima «cuama» sin mostrar el más mínimo temor.
El más anciano del grupo, que debiera serlo tal vez de todo el Nuevo Mundo puesto que su rostro parecía surcado por tantísimas arrugas que casi no existía un solo pedazo de su piel sobre el que hubiera podido asentarse cómodamente un mosquito, avanzó entonces, siempre en cuclillas y como un extraño monstruo bamboleante, hasta situarse frente a la negra, a la que estudió con tan profundo detenimiento, que cabía imaginar que sus inquisitivos ojos podían incluso averiguar lo que había cenado la noche antes.
Por último agitó pesimista la cabeza:
—No «Curare Maukolai» —fue todo lo que dijo.
—¡Jodido viejo…! —se encrespó de inmediato la otra—. ¿Qué sabrás tú de lo que es capaz una dahomeyana? —Se volvió molesta al canario que observaba irónico la escena—. ¡Explícale a esta arruga con patas que si me proporcionan lo que necesito, en un mes consigo esa mierda! —Hizo una corta pausa y añadió despectiva—: Y les enseño a pescar.
—¿A pescar? —se sorprendió el gomero—. Esta gente ha vivido siempre de la pesca y supongo que sabe todo lo que se pueda saber sobre el tema.
Ella negó convencida:
—Lo dudo puesto que no he visto ni una sola «akadja».
—¿Y qué es eso?
—Una trampa para peces. La instalas bajo tu casa y se convierte en un vivero natural. A la hora de comer no tienes más que elegir el pez que más te apetezca.
—Suena interesante.
—En Ganvié cada familia tiene una.
El isleño la observó con fijeza, llegó a la conclusión de que sabía de lo que estaba hablando, y decidió transmitir su propuesta a los nativos.
La idea de disponer de una despensa inagotable sin tener que realizar el más mínimo esfuerzo, interesó de inmediato a unas gentes tan aficionadas a la buena vida como parecían ser los «cuprigueri», por lo que el tema de la «cerbatana» y el «curare» quedaron por el instante relegados a un segundo plano, ya que la atención de todos los asistentes se centró en averiguar en qué consistía aquel artilugio que podía simplificar más aún su ya de por sí bastante cómoda existencia.
Por fortuna,
Azabache
no mentía, y ni tan siquiera exageraba, ya que en poco más de dos horas, y valiéndose de largas ramas que clavó en el fangoso fondo del lago, alzó bajo una de las esquinas de «La Casa de las Palabras Importantes» una especie de rústica almadraba o enorme «nasa» en la que muy pronto comenzaron a introducirse infinidad de peces que se dedicaron a girar y girar en su interior sin encontrar nunca la salida.
—¡Diantre! —se asombró
Cienfuegos
—. ¿Cómo es posible que vayan siempre en el mismo sentido? Si se dieran la vuelta escaparían.
—Mi padre aseguraba que el instinto de ciertas especies les señala que a un lado está la costa, donde existe protección y al otro las aguas libres donde corren peligro. Por eso, si el lago está turbio, nadan manteniendo siempre la pared a un mismo lado y jamás cambian porque en sus mentes no cabe la idea de que puedan estar haciéndolo en círculo. En cuanto tropiezan con el tramo saliente de la «akadja» lo seguirán hasta morir.
—¡Curioso…! Astuto y curioso…
La negra se limitó a sonreír al tiempo que indicaba con un ademán de la cabeza al arrugado anciano que acuclillado al borde del agua contemplaba embobado el carrusel de peces atrapados.
—¿Qué? —inquirió—. ¿Aún continúa dudando de mí?
—Se limitó a asegurar que no eras una «Curare Maukolai», y tú y yo sabemos que no lo eres —replicó el gomero guiñando un ojo—. Dé tu habilidad como pescadora nadie había hecho mención hasta el presente.
—¡Pues tengo otras muchas habilidades…! —rió ella con picardía—. ¡Muchas!
—Debes tenerlas —admitió
Cienfuegos
en idéntico tono—. Yakaré está cada día más flaco.
—Le quiero… —exclamó espontáneamente la muchacha—. ¡Dios! Jamás imaginé que se pudiera querer tanto a un hombre como quiero a ese maldito bizco… —extendió la mano y tomó con afecto la del canario—. Gracias por traerme… —señaló cambiando el tono de voz—. Gracias por haber aparecido en mi vida para librarme de aquel cerdo. —Le tiró afectuosamente de la roja barba—. Este sería un buen sitio para quedarnos si estuviera la rubia, ¿no es cierto?
Lo era, en efecto, porque la vida sobre los palafitos de la bulliciosa ciudad de los «cuprigueri» reunía la mayor parte de los requisitos necesarios como para hacer plácida una existencia no demasiado exigente, y ni el canario
Cienfuegos
, ni la dahomeyana
Azabache
se encontraban en aquellos momentos en disposición de pedirle mucho a la vida, ya que lo único que pretendían era sobrevivir en paz tan alejados de sus respectivos mundos, y en el caso de la muchacha, disfrutar plenamente de la hermosa relación sentimental que se había cruzado inesperadamente en su camino.
El agradecido «Consejo de Ancianos» les había asignado dos amplias cabañas cercanas a la «Conu-cora-ye», al tiempo que ordenaba a todos los guerreros que acudieran de inmediato a la costa a traer brazadas de ramas con las que construir rápidamente «akadjas» idénticas a la que
Azabache
había levantado con tan rotundo éxito.
—Acabarás convirtiéndote en «La Reina Negra» de los «Salvajes Blancos» —señaló en tono jocoso el gomero al observar cómo las embarcaciones comenzaban a partir hacia la orilla aprovechando el frescor de la noche—. Si además les proporcionaras el «curare», te harías la dueña del poblado.
—No será fácil —repitió una vez más la muchacha en tono pesimista—. Como elemento base necesito un tipo de veneno que actúa sobre el corazón, y no de los que producen alucinaciones, vómitos o hemorragias. Y por lo que he podido advertir, las serpientes de aquí son bastante diferentes de las de Africa. Tardaré en averiguar cuál de ellas posee ese tipo de veneno.
—Pues te las arreglastes muy bien con la «cuama» —señaló el cabrero—. ¿Cómo puedes hacerlo?
—No resulta tan difícil teniendo en cuenta que casi todos los animales asocian la idea de ruido a movimiento —aclaró la africana—. Y a las serpientes, sobre todo si tienen los ojos muy separados, descubrir que una mano se agita pero el sonido le llega de otra parte, les desconcierta. En el último momento te callas y chasqueas fuertemente los dedos lo que provoca que por un instante se concentre solamente en ese lugar. Entonces la atrapas por el otro y en paz.
—Dicho así parece un juego, pero hay que tener mucho valor para intentarlo.
—O ser dahomeyana… —rió ella—. En mi país la ofidiolatría no es tan sólo una religión, puesto que ocupa casi toda nuestra vida. Cuando dos personas tienen un pleito y no llegan a un acuerdo, se les obliga a ingerir veneno, y al que sobrevive —si alguno lo hace— se le da la razón. A toda mujer acusada de adulterio se la encierra una semana en una cueva con tres mapanares y si sale viva nadie duda de su honradez. De igual modo cuando alguien quiere demostrar que no miente, se coloca un hierro al rojo impregnado en sangre de serpiente, sobre la lengua. O se queda mudo, o es que era sincero… —La negra abrió las manos con las palmas hacia arriba—. Como comprenderás, si allí no eres capaz de hacer lo que yo hice el otro día en cuanto aprendes a caminar, tus posibilidades de llegar a la mayoría de edad son muy escasas…