—Eso nadie puede garantizarlo. Le enseñaré esgrima, no una educación que tiene que correr de vuestra cuenta. —Alonso de Ojeda cambió de improviso el tono de voz—. Y hablando de otra cosa… —añadió—. ¿Tenéis alguna idea sobre lo que piensan hacer los Colón?, porque lo cierto es que empieza a fastidiarme depender tanto de sus caprichos. Se creen los dueños de cuanto está a este lado del mar, y si no abren pronto la mano a la conquista de nuevas tierras, seremos muchos los que lo hagamos a sus espaldas.
—Andad con cuidado porque son gente muy celosa de sus privilegios y por menos de eso pueden ahorcaros —fue la respuesta de la alemana—. Lo único que sé, es que si Don Bartolomé comprueba que las minas de oro del río Ozama son tan ricas como asegura Miguel Díaz, tendremos que empezar a pensar en mudarnos. —Se detuvo para tomar asiento en el tronco de una palmera que se extendía casi paralela al suelo y solía ser uno de sus refugios predilectos y añadió con pesar—. Por cierto, corre un rumor que imagino que os afecta: parece ser que Canoabó Se arrojó al mar durante su viaje a España.
Ojeda, que había ido a tomar asiento a su vez sobre la arena, apoyándose en el tronco de otra palmera, extendió la mano, tomó un verde coco caído y comenzó a abrirlo con ayuda de su espada al tiempo que replicaba sin mirarla.
—Lo sabía —señaló—. Pero si queréis que os confiese la verdad, no lo lamento. Era un cacique cruel y un feroz enemigo, pero era también un valiente guerrero que amaba la libertad y no conseguía acostumbrarse a las cadenas. Siempre me opuse a que lo tratasen como a un esclavo y me horrorizaba la idea de que lo pasearan por las ciudades y los caminos como un despojo humano o un triste botín de guerra. No me sorprende que se suicidara, porque insisto en que la muerte no tiene por qué ser la peor de las suertes.
—Peor es tener que vivir lejos del ser al que se ama, pero mientras lo hacemos conservamos la remota esperanza de que algún día reaparecerá para decir que aún nos recuerda.
—En vuestro caso volverá para juraros que no dejó de pensar en vos ni un solo día.
—Eso es hermoso, pero ilusorio. Por desgracia el amor de los hombres suele ser fogoso y apremiante, pero olvidadizo y breve… —Hizo una larga pausa y le lanzó una mirada cargada de intención—. Como el vuestro por
Anacaona
.
—Amo a
Anacaona
con toda la intensidad que alguien como yo puede amar —fue la sincera respuesta—. Pero ya se lo advertí en su día: soy ante todo un hombre de armas que atravesó el océano soñando con conquistar imperios, no princesas. Si permitiera que su hermosura o su apasionamiento me apartaran de mi objetivo, acabaría odiándola.
—¿Y cuál es ese objetivo? —quiso saber la alemana—. ¿Pasar a la Historia como vencedor de caciques indígenas y opresor de pueblos inocentes que en nada os ofendieron?
—Mi ambición nunca ha sido vencer y oprimir —replicó él con absoluta sinceridad—. Sino convencer y libertar. Convencer a unos ignorantes salvajes de que existe un Cristo que a todos nos redime, y liberarles de la terrible esclavitud de primitivas costumbres en las que a menudo se devoran los unos a los otros o se entregan abiertamente a los más odiosos pecados, incluida la sodomía.
—No existe más pecado que aquel que nos marca nuestra propia conciencia, ni más libertador del alma que ella misma. ¿Quién nos ha dado el mandato supremo que justifique ese ansia de imponer a otros pueblos nuestra moral o nuestras costumbres?
—Dios.
—¿Nuestro Dios o los de ellos?
—Dios tan sólo hay uno.
Se inició entonces una vez más la eterna polémica que enfrentaba al Capitán español Alonso de Ojeda, nacido en el seno de una fanática familia conquense, y la alemana Ingrid Grass, educada por un padre ateo y liberal en la corte bávara, y aunque no solía llegar la sangre al río, ni se acostumbraba a pronunciar una palabra más alta que la otra, solían concluir en duros y acalorados enfrentamientos en los que cada cual defendía con notable firmeza sus personales puntos de vista.
Tal discusión no constituía al fin y al cabo, sin embargo, más que un leve reflejo de aquella otra que —a nivel mundial— dividía a los contendientes en dos bandos irreconciliables que defendían por un lado el derecho del «descubridor» a aposentarse en las nuevas tierras implantando en ellas su fe y sus costumbres, y por otro el derecho del aborigen a continuar viviendo conforme a sus antiquísimas tradiciones.
Cinco siglos más tarde la controversia se mantendría aún vigente, pero aquellos dos fieles amigos que argumentaban sobre la arena de una playa haitiana en las postrimerías del mil cuatrocientos aún mantenían la absurda ilusión de que podrían zanjar el tema tratando de convencerse mutuamente.
Apenas a una legua de distancia, en «Isabela», pocos aceptaban sin embargo la idea de conceder a los nativos la más mínima oportunidad de ser libres, motivo por el que los escasos y maltrechos supervivientes de la terrible epidemia que había arrasado la isla, se veían abocados a trabajar para los invasores con la inconsistente disculpa de que a cambio de su sangre y su sudor en esta vida, accederían a la remota posibilidad de salvar su pecadora alma allá en la otra.
Unos indígenas que jamás se habían planteado con anterioridad la posibilidad de tener un alma inmortal, descubrían de pronto que a cambio del futuro de ese alma en un paraíso del que tampoco habían tenido hasta el momento la más mínima noticia, tenían que renunciar a todo cuanto de hermoso y querido les había proporcionado su plácida existencia de felices ignorantes.
Encontrar oro en lo más profundo de las minas o en los rápidos de los ríos, labrar la tierra, sufrir las mordeduras de las serpientes al desbrozar la selva, enfrentarse a los tiburones bajando al fondo del mar a buscar perlas, construir absurdas y calurosas chozas de piedra, o remover los orines y las heces de sus conquistadores, era el precio que debían pagar por adelantado a cambio de una ilusoria promesa de redención eterna.
El resultado lógico fue que la mayoría escaparon a lo más profundo de junglas y montañas o embarcaron en sus frágiles canoas rumbo a otras islas a las que aún no hubiera llegado el ansia reformista de los hombres barbudos, y eran ya también infinidad los que se negaban a pagar el impuesto exigido por Colón de una calabaza de polvo de oro por mes y por familia.
Y casualmente fue por aquellas fechas cuando desembarcó en «Isabela» el hombre que a la larga sería el causante de la más terrible catástrofe que habría de afectar jamás a toda una raza, provocando la muerte de millones de sus miembros y lanzando sobre ella el mayor cúmulo de desgracias que la Historia hubiera conocido o volviera a conocer en el futuro.
Se llamaba Bamako, y era un gigante con la fuerza de un Hércules; una torre de músculos con cara de niño, un hombretón sencillo y bueno como pocos, tan escaso de luces como sobrado de capacidad de sacrificio, acostumbrado desde siempre a soportar sin la más mínima protesta los más duros esfuerzos, silencioso y sumiso, servicial y afectuoso, tranquilo y sonriente; una auténtica joya en fin para quien tuviera la inmensa suerte de hacerse con sus inestimables servicios.
Su afortunado amo era, por el momento, el armador de
La Dulce Noia
, una carraca ibicenca con la que acudía por primera vez a «La Española» con la sana intención de iniciar un próspero comercio con el Nuevo Mundo, y que lo había ganado en el transcurso de una partida de naipes a un mercachifle veneciano, quien a su vez se lo había comprado al jefezuelo de su aldea de origen, allá en las costas senegalesas.
En cuanto lo vio, cargado como un mulo bajo un fardo, sudoroso y sonriente, sosegado y amable, el poderoso licenciado Hernando Cejudo se obsesionó con la nada descabellada idea de que aquel negrazo que semejaba un faro de reluciente ébano era lo que estaba necesitando para cuidar su finca, ya que jamás había conseguido que entre una docena de «indios» se la mantuvieran en decorosas condiciones.
Tras meditarlo mucho, una mañana se encaminó con paso firme a la taberna para colocar sobre la mesa tras la que se sentaba el ibicenco dos pesados talegos de oro en polvo.
—Esto por vuestro esclavo —dijo.
El otro se llevó uno de los mayores soponcios de su vida, puesto que el inmenso Bamako constituía la más preciada de sus posesiones; una joya viviente de la que se sentía especialmente orgulloso y satisfecho; un siervo sin fallos en un mundo en el que hasta el más fiel de los criados acababa convirtiéndose en enemigo en casa; alguien de quien no hubiera deseado desprenderse por nada de este mundo; por nada, excepto quizá por dos pesados talegos de oro en polvo.
—El oro es el oro —se limitó a musitar mientras gruesos lagrimones le corrían por las mejillas al comprender que ya no volvería a extasiarse con la prodigiosa visión de aquella portentosa máquina siempre dispuesta a cumplir órdenes como si le estuvieran haciendo un favor por darle más trabajo—. Sé que pasaré el resto de mi vida lamentando este trato, pero también sé que pasaría el resto de mi vida lamentando no haberlo aceptado. —Lanzó un hondo y resignado suspiro—. ¡Pido a Dios que me libre de tales tentaciones, porque lo que es yo, nunca he sabido resistirlas…!
Fue así como Bamako pasó a ser propiedad del Licenciado Cejudo, cuya existencia se transformó como por ensalmo, ya que en lugar de tener que pasarse el día bregando inútilmente con una partida de indiferentes aborígenes a los que parecía tenerles absolutamente sin cuidado que crecieran los tomates, comieran los caballos, o se acarrease el agua desde el pozo, se limitaba a tomar asiento en el porche, a observar maravillado cómo el incansable Bamako cumplía con su labor cantando alegremente.
Constituía en verdad un espectáculo ver a aquel torreón humano cargarse al hombro una barrica y trepar por los caminos como quien va dando un paseo, atento siempre a ceder el paso a los señores, saludar a las damas e incluso corretear juguetón tras los innumerables mocosos que se convirtieron de inmediato en sus amigos.
Más que su hermosa casa, más que sus tierras, su oro o su influencia cerca del Almirante, a Cejudo le envidiaron muy pronto al negro, y fueron tantas las propuestas de compra que recibió en el transcurso de las semanas siguientes, que una noche se presentó de nuevo en la taberna y le espetó al ibicenco que se disponía a zarpar ya de regreso:
—Dos talegos de oro por cada Bamako que traigáis.
—Negros hay muchos —fue la respuesta—. Bamakos, pocos.
—Correré el riesgo.
El otro hizo un rápido recuento de lo que le había rendido una nave repleta de víveres y piezas de tela en comparación con el portentoso beneficio que le reportara el esclavo, e inquirió observando al otro con profunda fijeza:
—¿Pagaríais cincuenta al contado?
—En el momento en que pongan pie en tierra.
—Contad con ellos.
—¿Cuándo?
El ibicenco calculó ayudándose con los dedos mientras arrugaba el ceño concentrándose en el tiempo que emplearía en llegar a Cádiz, calafatear la carraca, emprender viaje a Senegal, adquirir la mercancía y cruzar de nuevo el océano aprovechando los alisios que comenzaban a soplar a mediados de septiembre, y por último señaló convencido:
—Primeros de noviembre si no surgen problemas.
—De acuerdo.
Se estrecharon la mano, y fue así como se selló un trato que durante los siglos venideros habría de conducir a millones de seres humanos al más cruel de los destinos posibles. El exceso de virtudes en una sola persona, pudo, curiosamente, provocar un inesperado daño, injusto, feroz y abominable.
Yacaré no había conseguido traer consigo el secreto del «curare», pero sí el del método «auca» de fabricar sus excepcionales cerbatanas.
Envió a los guerreros a la costa para que regresaran con largas tablas de «chonta» —una madera de color oscuro, dura y fibrosa, extraída de una alta palmera que crecía solitaria en mitad de la selva— y que trabajó luego con ayuda de hachas de piedra, estiletes de oro y afiladas conchas marinas, hasta obtener dos tiras planas por un lado y curvas por el otro, de unos dos metros de largo por cinco centímetros de ancho.
Trazó luego por la parte plana de cada una de ellas una delgada y rectilínea muesca que iba de punta a punta, y dejando dentro una liana firmemente trenzada, unió ambas tablas por las caras utilizando tres tipos de resina diferentes.
Cienfuegos
y
Azabache
asistían fascinados al ingenioso proceso, ya que con ayuda de una ilimitada paciencia y el cuidado de un cirujano que no da un corte hasta estar completamente seguro de dónde debe darlo, el estrábico iba descubriendo a sus convecinos un arte de milenios que había ido a aprender a orillas del «Gran Río del que nacen los Mares».
Cuando ya unidas, ambas tablas habían formado una especie de larguísimo cono, firme y compacto, Yacaré anudó los extremos de la liana a sendos postes de «La Casa de las Palabras Importantes» distanciados entre sí unos diez metros, y se dedicó a deslizar de uno a otro extremo la ya incipiente cerbatana, al tiempo que iba introduciéndole por la boca arena cada vez más delgada, con lo que el continuo roce de la liana y la arena con la madera provocó que al cabo de una semana el ánima de aquella curiosa arma artesanal apareciese tan pulida y rectilínea como si se hubiese fabricado con el más sofisticado torno de precisión.
Ya sólo faltaba el veneno.
Sin «curare» cualquier cerbatana se convertía en un trasto inútil o en un arma mortal si se impregnaban sus dardos de una fuerte ponzoña, pero nunca en un instrumento genial que permitiese abatir silenciosamente a un animal para devorarlo a continuación sin riesgo a morir envenenado.
Era en definitiva, un arma excepcional para la guerra, pero no para la caza.
Y los «cuprigueri», que habían construido su «ciudad» sobre las aguas para evitar ser invadidos, jamás habían sido un pueblo agresivo, amante de las guerras.
—No veneno… —argumentaba siempre por tanto el anciano del millón de arrugas—. «Curare».
Pero resultaba evidente que ni las sacerdotisas dahomeyanas del templo de la diosa Elegba,
Señora de los Ofidios
, ni sus más astutos hechiceros, habían tenido jamás noticia alguna de la existencia de una ponzoña que paralizase instantáneamente el sistema nervioso al contacto con la sangre, pero no causase el menor daño al ser ingerido por el hombre.
Azabache
se sentía por tanto profundamente confundida.