Read Azabache Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Azabache (12 page)

BOOK: Azabache
11.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Lo que en verdad resulta milagroso es que alguien llegue a esa mayoría de edad… —arguyó el cabrero—. Gracias a Dios en La Gomera no hay serpientes, porque te juro que si algo me pone los pelos de punta, son esos bichos… —Fue a añadir algo pero súbitamente quedó absorto contemplando un punto del cielo, a espaldas de
Azabache
—. O yo estoy loco —señaló—, o he visto el mismo relámpago brillar cinco veces seguidas en el mismo lugar… —Hizo una corta pausa—. Y no hay tormenta —concluyó.

No había tormenta, y el citado relámpago, que era como una inmensa cicatriz que se dibujara silenciosamente en el cielo, restallaba una y otra vez, con casi matemática precisión en la bochornosa noche del gran lago iluminando las lejanas montañas.

—«Catatumbo» —fue la seca respuesta del somnoliento Yakaré cuando la muchacha le obligó a saltar de la hamaca inquiriendo la razón de tan sorprendente fenómeno atmosférico—. Sólo «Catatumbo».

—¿Y qué es «Catatumbo»?

Naturalmente, el pobre indígena no tenía la más mínima explicación científica válida que sirviese para aclarar el misterioso meteoro que aún hoy desconcierta e intimida a cuantos lo contemplan, por lo que se limitó a encogerse de hombros al tiempo que replicaba:

—Señal de Dios. Está allí y vigila. Siempre vigila.

—¿Qué vigila?

—No guerras de noche. No muertes de noche… —La observó de arriba abajo al tiempo que lanzaba un sonoro bostezo—. Quizá… no negra cotorreando para que agotado Yakaré no pueda dormir de noche.

Ella se limitó a lanzar una risita divertida y empujarle suavemente al interior de la cabaña.

—¡Vamos! —dijo—. Que te voy a dar un buen «Catatumbo» para que puedas dormir esta noche.

La Princesa Flor de Oro —
Anacaona
en dialecto «azawán»— se presentó una hermosa mañana de abril ante su íntima amiga Ingrid Grass que se ocupaba en esos momentos en darle de comer a los cerdos, e inquirió sonriente:

—¿Estás preparada?

—¿Para qué?

—Para conocer a Haitiké.

La alemana advirtió cómo el corazón le daba un vuelco, ya que pese a que hacía meses que aguardaba el momento de enfrentarse al hijo de
Cienfuegos
, la posibilidad de descubrir en su rostro rasgos de aquel otro rostro tan amado, le obligó a buscar apoyo en una cerca tomando conciencia de que las piernas estaban a punto de fallarle.

—Dame tiempo —pidió—. Necesito tranquilizarme y arreglarme un poco.

—No es más que un niño.

—Es parte de él. Quizá la única parte que vuelva a ver nunca… —Indicó con un ademán de cabeza a la cabaña—. Hazle entrar solo…

Penetró en su dormitorio, se lavó, se recogió en un moño el largo cabello, y tomó asiento en una rústica mecedora tan nerviosa como si estuviera a punto de recibir al mismísimo Rey Fernando.

El chicuelo llegó precedido por dos inmensos ojos oscuros que lo observaban todo con timidez y asombro, tan asustado o más que ella misma, y portando ya en su minúsculo cuerpo el conjunto de caracteres diferenciadores que habrían de marcar para siempre a la nueva raza que nacería de la mezcla de sangres tan distintas.

Era el primer fruto de la unión de un europeo y una «india», nieto de un noble aragonés, una semisalvaje pastora de origen «guanche» y dos príncipes haitianos, y observándole con detenimiento se podía determinar qué parte de cada uno de sus antepasados había elegido para completar su aún frágil anatomía.

Muy quietos el uno frente al otro se estudiaron con el profundo detenimiento de quien sabe que se encuentra ante alguien que va a marcar para siempre su vida, porque al niño le habían advertido que a partir de aquel momento
Doña Mariana Montenegro
pasaría a ser la madre que había perdido, y para la ex vizcondesa de Teguise, Haitiké se convertía de igual modo en su única «familia», aunque para el mocoso el encuentro resultase a todas luces mucho más impactante, no sólo debido a su corta edad, sino en especial al hecho de que era la primera vez que se encaraba a uno de aquellos odiados y temidos «Demonios Vestidos», que habían llegado de allende los mares con la manifiesta intención de destruir y esclavizar a los componentes de su raza.

Su madre, Sinalinga, había muerto a causa de las enfermedades que portaban, y su tío, el antaño poderoso y temido cacique Guacaraní se había convertido en apenas algo más que un mísero «alcalde nativo» al servicio de los conquistadores. Desde que tenía memoria todos cuantos le rodeaban no habían hecho otra cosa que lamentarse amargamente por la presencia de los aborrecidos extranjeros, y ahora descubriría horrorizado que él mismo pasaba a ser propiedad privada de una de sus espantosas hembras.

¿Sería cierta la leyenda de que devoraban a los niños al igual que lo hacían los feroces caribes?

Observó su boca, más pequeña y de labios más finos que los de su propia gente, y le aterrorizaron sus ojos, tan azules que semejaban gotas de agua bailando sobre la superficie de huevos de codorniz.

Pero le maravilló descubrir que no le hablaba con voz de trueno o de demonio, sino dulcemente y en su idioma, y fue esa voz lo primero que contribuyó a acallar sus temores, como si un sexto sentido le dictase que alguien que ponía tanto afecto en su forma de dirigirse a él, jamás podría hacerle daño.

—¡Ven! —le suplicó—. Acércate. No tengas miedo. —Ingrid Grass lanzó un hondo suspiro que era casi un sollozo—. ¡Dios, cómo te pareces a tu padre…!

—Mi padre está muerto.

—No —negó la alemana con firmeza—. Yo sé que está vivo. «Tiene que estar vivo», y tú y yo esperaremos juntos su regreso.

La convicción con que aquella irreal dama extranjera le asegurara desde el día en que la conoció que su padre vivía, se asentó con tal fuerza en el ánimo de Haitiké, que jamás puso luego en duda el hecho de que acabaría por enfrentarse al gigante pelirrojo del que su madre tanto le hablara pese a que su tío Guacaraní mantuviese la teoría de que se había ahogado años atrás en el inmenso mar de los caribes.

Y es que Haitiké había sido siempre un niño diferente y de ideas muy personales, pues fue también sin duda el primero que tuvo que sufrir desde su nacimiento el cruel estigma de un mestizaje que se implantaría para siempre en el Nuevo Mundo marcando insalvables distancias y señalando los puntos de arranque por los que habrían de avanzar los caminos de su historia.

Hijo de un personaje tan singular como el cabrero de la isla de La Gomera y de una decidida y valiente aborigen que no había dudado en enfrentarse a su propia gente por salvar la vida de su amante, el chicuelo no había heredado sin embargo el rebelde carácter de ninguno de sus progenitores, sino que más bien podría creerse que la mezcla de ambas sangres había producido una nueva sangre resignada y paciente, callada y fatalista; «sangre mestiza» impregnada de virtudes y defectos que poco o nada tenían en común con las de su procedencia.

Tal vez el hecho de haber nacido en medio de un huracán la víspera de una matanza, asistiendo luego a la llegada de unos feroces invasores que nada respetaban, para sufrir por último los efectos de una cruel guerra colonial tras la aparición de la devastadora epidemia que había acabado incluso con su madre, influyeran en su posterior forma de comportarse, pero no podía negarse que Haitiké se enfrentaba a la vida con el profundo desconcierto de quien parece estar preguntándose a todas horas quién es y qué diablos está haciendo en un determinado lugar, sin que por su parte
Doña Mariana Montenegro
se sintiera con capacidad de aclararle demasiado las ideas.

La eterna seriedad del chiquillo y su continuo retraimiento parecían establecer de inmediato una barrera con el resto de los seres humanos, y esa barrera se volvía tanto más infranqueable cuanto más se intentaba razonar con él como con una criatura de su edad, puesto que a menudo cabía imaginar que en ciertos aspectos Haitiké había nacido siendo ya una persona adulta.

La alemana no había tenido nunca un trato demasiado directo con el mundo de los niños, exceptuando quizás a los tímidos y esquivos hijos de los sirvientes de La Casona, allá en La Gomera, cuya lengua en aquel tiempo ni siquiera entendía, pero como mujer presentía que la introversión del carácter del muchacho iba mucho más allá de toda lógica.

En sus rasgos, muy marcados, predominaba casi en tres cuartas partes el componente aborigen aunque por fortuna no había sacado el color rojizo del cabello de su padre, puesto que ello le hubiera conferido sin lugar a dudas un aspecto desconcertante y un tanto estrambótico.

Su piel resultaba sorprendentemente blanca, pero era en la boca y en los ojos donde con más facilidad se reconocía su ascendencia europea, y aun sin la prestancia natural y el indiscutible atractivo físico de
Cienfuegos
, podía considerársele un chiquillo muy guapo o más bien interesante de una forma que inquietaba sobre todo a las mujeres.

Su mundo fue casi desde el día de su llegada el mundo del mar y de los barcos, y en cuanto desaparecía de la casa Ingrid descubrió muy pronto que podía encontrarlo en la playa o en el destartalado espigón que hacía las veces de desembarcadero en «Isabela».

Quizá para Haitiké el mar se convirtió de inmediato en el símbolo de la futura huida de una isla en la que como todo mestizo —y no había que olvidar que él sería siempre el primer mestizo al oeste del océano— se consideraría siempre rechazado por dos razas enemigas a las que ni siquiera el paso de los siglos conseguiría reconciliar.

Tan sólo el cojo Bonifacio, y el audaz Alonso de Ojeda, fiel amigo y consejero de
Doña Mariana
y asiduo visitante de la granja pese a su cada vez más tibia relación con la princesa
Flor de Oro
, supieron entender al primer golpe de vista al muchacho, y conseguir atravesar con el paso del tiempo su invisible coraza protectora.

No podía negarse que en determinados aspectos el diminuto Capitán se sentía hasta cierto punto compenetrado con una criatura que se consideraba rechazada, al igual que recordaba que él mismo se sintiera menospreciado tiempo atrás a causa de su estatura.

Ojeda había tenido que demostrar, a lo largo de más de cien duelos de los que escapó siempre sin un solo rasguño, que pese a su tamaño podía llegar a ser el hombre más temido de su tiempo, y debido a ello era quien más capacitado se sentía a la hora de calibrar los infinitos padecimientos por los que aquel mustio chicuelo tendría que pasar hasta dejar bien sentado que sus evidentes diferencias no le hacían por ello inferior al resto de los mortales.

Dos docenas de rivales habían tenido que irse defínitivamente a la tumba antes de conseguir que al fin le dejaran en paz con sus burlas y el conquense sabía por experiencia que tantas vidas humanas constituían un precio excesivo a cambio de un poco de respeto. Sin embargo, y consciente de que el mundo que les había tocado vivir no entendía mejor lenguaje que el de las armas, se aplicó muy pronto a la tarea de enseñarle a su protegido lo más selecto de los infinitos trucos y habilidades que le habían valido ser considerado como el más consumado e invencible espadachín de las dos orillas del océano.

Doña Mariana
se opuso en un principio a tales enseñanzas, pero Ojeda logró convencerla durante una de aquellas tardes en que disfrutaban juntos de tranquilos paseos por la hermosa y larga playa que se extendía a espaldas de la granja.

—El rapaz es silencioso y solitario —le hizo notar—. Pero es también obstinado y orgulloso. Tendrá problemas, tanto con su gente como con la nuestra, y podéis tener la seguridad de que si no le proporcionamos un modo eficaz de hacerles frente, su vida será un infierno.

—Es sólo un chiquillo.

—Está en una edad idónea de aprender y, modestia aparte, jamás conseguirá mejor maestro. —Sonrió con tristeza—. Quizá muy pronto me vea en la necesidad de abandonar «La Española» en busca de ese maravilloso destino que siempre me auguraron, y para entonces quiero que sepa todo aquello que únicamente yo puedo enseñarle.

—No me gustaría hacer del hijo de
Cienfuegos
un vulgar perdonavidas pendenciero —arguyó ella molesta—. Y si me ocupo de su educación, no es para tratar de convertirlo en un espadachín camorrista.

—¿Quiere eso decir que me consideráis un perdonavidas, pendenciero, espadachín y camorrista? —inquirió el de Cuenca fingiendo sentirse ofendido.

—En cierto modo, sí… —replicó Ingrid Grass con absoluta naturalidad—. Ese escapulario de la Virgen de que tanto presumís, puede que os proteja de las estocadas, pero no siempre os libra de vuestra malhadada afición a buscar gresca. No es ése el destino que sueño para Haitiké.

—Nadie tiene el destino que sueñan para él —puntualizó Ojeda seriamente—. Y menos aún cuando se nace a caballo entre dos razas que se odian casi desde el momento en que se conocieron. Si le enseñáis latín y humanidades, tal vez el día de mañana hagáis de él el primer clérigo aborigen, pero siempre será un clérigo sumiso y acomplejado. Pero si por el contrario le enseñáis a defenderse, se demostrará a sí mismo y demostrará a otros muchos como él que la mezcla de sangres no tiene por qué ser una carga insoportable.

—Si no le matan antes.

—Morir no ha sido nunca el peor de los remedios.

—Palabras de soldado. No me valen. —Ingrid señaló con un gesto la ancha bahía que se abría ante ellos—. Y al fin y al cabo —añadió— tengo la impresión de que Haitiké no será un clérigo ni soldado. Será marino.

—Ningún marino se ahogó antes por saber manejar una espada —argumentó sonriente el otro—. Hagamos un trato: yo le enseño cómo debe dar una estocada, y vos por qué no debe darla. Al fin y al cabo, y nos pongamos como nos pongamos, será siempre su conciencia la que decida.

—¿Lo decís por experiencia? —quiso saber la alemana—. ¿Cuántas veces os ha frenado la conciencia a la hora de atravesar a un enemigo?

—Casi todas. Si no fuera por ella, en la hoja de mi espada no se podrían contar veintiséis muescas, sino ochenta. Jamás maté a quien tan sólo me ofendió, sino a quien, además, lo merecía. Como comprenderéis, llamarme «enano fanfarrón» se castiga con una cicatriz, no con la muerte, puesto que no soy un sádico asesino.

—Si alguna vez lo hubiera creído no os hubiera permitido frecuentar mi casa —le hizo notar la ex vizcondesa dejando entrever por el tono de su voz el profundo afecto que sentía por el conquense—. Entiendo vuestras razones, pero quisiera abrigar el convencimiento de que el niño no hará nunca mal uso de cuanto aprenda.

BOOK: Azabache
11.59Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Replacement Wife by Eileen Goudge
Breeders by Arno Joubert
The Darcy Connection by Elizabeth Aston
Buddenbrooks by Thomas Mann
Taming Her Navy Doc by Amy Ruttan
Italian for Beginners by Kristin Harmel
Where Shadows Dance by Harris, C.S.
Mr. Monk Goes to Germany by Lee Goldberg