Azabache (16 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Azabache
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El Capitán León de Luna soltó un sonoro reniego.

Alguien encendió una antorcha y al poco apareció el maloliente gigantón empujando a un espantado chicuelo que arrastraba una pierna.

—¿Quién eres? —inquirió el vizconde de Teguise inclinándose amenazadoramente sobre él.

—Bonifacio Cabrera —fue la débil respuesta.

—¿Por qué estás aquí?

—Porque este tipo me obliga.

Un violento bofetón le hizo sangrar por la nariz, lanzándole contra la pared de barro, y ya desde el suelo, añadió ahora mansamente:

—Esperaba que un barco me recogiera.

—¿Para llevarte adónde? —quiso saber el Capitán aproximándose de nuevo para observarle mejor e intentar descubrir si le mentía.

—A Castilla —replicó el otro como si le costara imaginar que existía otra respuesta—. Todos han vuelto a Castilla.

—¿Todos? —se horrorizó el de Calatayud.

—Todos… —corroboró el muchacho—. Al menos todos los que aún estaban sanos. La peste acabó con la mayoría.

—¡La peste!

—¡Dios sea loado! ¡La peste!

La terrible palabra corrió de boca en boca, y más de uno advirtió cómo las piernas le temblaban, volviéndose a observar las paredes de la amplia vivienda como si en cada uno de sus rincones pudiera esconderse ahora la muerte.

—¡La peste! —repitió anonadado el Capitán de Luna—. ¿Qué fue de mi mujer,
Doña Mariana Montenegro
?

—¿El ama? —fingió sorprenderse el cojo—. El ama nunca tuvo marido.

—¡Calla y responde! ¿Ha muerto?

—No. Se marchó hace ya dos semanas.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Adónde?

—A Cádiz. Ya le he dicho que volvieron todos… —Hizo una corta pausa y añadió débilmente—: La isla ha sido abandonada.

—¿Y los Colón?

—También se fueron… —El cojo hizo un vago ademán con la mano como queriendo señalar hacia el punto en que se alzaba la ciudad—. Las casas y palacios han sido saqueados, tan sólo algunos enfermos vagan por las calles, y si los salvajes aún no nos han atacado, es porque han sufrido con más virulencia aún que nosotros el ataque del mal… —De improviso le aferró por el brazo y sollozó melodramático—: El Almirante prometió enviar un barco a por los supervivientes pero aún no ha llegado. ¿Me llevaréis con vos?

Enfurecido, el vizconde le apartó con brusquedad para ponerse en pie de un salto, y ante el asombro de todos los presentes ir a golpearse la frente contra el muro más próximo.

—¡No es posible! —aulló roncamente—. ¡No es posible, Señor, que juegues conmigo de este modo! ¡Por segunda vez he atravesado el océano decidido a matarla, y ahora resulta que ha regresado a Cádiz! ¿Qué mal te he hecho? ¿A qué viene esta burla del destino?

Sus hombres le observaban incómodos y preocupados por el hecho de que quien los comandaba se mostrara tan vulnerable a la hora de encarar un inesperado problema, y alguien que se mantenía en la penumbra rezongó malhumorado:

—¡Hermoso viaje para nada…! ¿Qué hacemos ahora?

—¡Largarnos! —se apresuró a replicar el gigantón maloliente—. Si lo que ha dicho este renco de mierda es cierto y hay peste, cuanto antes reembarquemos mejor. ¿O no?

La pregunta, que iba dirigida al Capitán de Luna, permaneció flotando en el aire, sin obtener respuesta, dado que su destinatario permanecía como petrificado e incapaz de asumir la realidad del catastrófico final de su aventura.

Al odio y el rencor se unían ahora la furia, la impotencia y la frustración más honda que pudiera experimentar un ser humano, pues hacía años que acariciaba aquella venganza, y ahora, cuando creía tenerla al alcance de la mano, se le diluía entre los dedos.

—Si mientes te despellejo —fue todo lo que acertó a decir sin atreverse a mirar al atemorizado Bonifacio Cabrera—. Nadie habrá tenido nunca una muerte más horrenda que la que te reservo.

—¡Vaya a la ciudad, señor…! —gimoteó el muchacho sorbiéndose los mocos—. ¡Vaya y vea a los enfermos vagando como sombras por las calles! Ni siquiera necesitará aproximarse para comprender que allí no quedan más que los desahuciados y la muerte. —Abrió las manos en mudo ademán de impotencia—. Si no es así, haced de mí lo que queráis.

—Pronto amanecerá —replicó desabridamente el vizconde—. Y si no veo lo que dices, serás tú quien no vea el sol a mitad de camino…

—¿Me llevaréis con vos?

—¡Vete al infierno!

Quedó en silencio; rendido, asustado y vencido de antemano por el convencimiento de que la antaño bulliciosa «Isabela» no era ya más que un maloliente cadáver de ciudad maldita de los dioses, y ninguno de sus esbirros osó pronunciar una sola palabra hasta que la primera claridad del alba se insinuó en el horizonte invitando a comprobar la verdad de lo dicho.

Nadie, ni siquiera el vizconde, reunió el valor suficiente como para llegar a menos de tiro de piedra de las primeras casas.

Y es que no era necesario aproximarse demasiado para comprender que un lugar que antaño bullía de actividad y agitación había quedado en poder de perros vagabundos, cerdos husmeantes y negras aves carroñeras que se disputaban los despojos de lo que tal vez fueron seres humanos, mientras que de éstos no se vislumbraba apenas rastro alguno, ya que si bien tres o cuatro figuras harapientas emergieron al poco de entre las ruinas, fue para desaparecer como tragadas por negras bocas de puertas que ya nada guardaban.

—¡Es cierto! —exclamó el gigante oculto entre la espesura—. Se fueron.

—¡Mira el palacio del Virrey! —apuntó el extremeño que había estado en la isla anteriormente—. Se cae a pedazos.

—Se han llevado hasta las contraventanas.

—La peste acaba con todo.

—¡Calla! Dicen que acude cuando se la menciona.

—¡Yo me largo! —señaló un tercero poniéndose en pie—. Vine a luchar con «indios» o cristianos, no con la muerte. Esa pelea está perdida de antemano.

—¿Qué hacemos, señor?

El Capitán León de Luna lanzó una última ojeada al maltrecho esqueleto de lo que había sido primera ciudad europea del Nuevo Mundo, pareció llegar a la conclusión de que allí no encontraría lo que venía buscando, y concluyó por inclinar la altiva cabeza.

—¡Vámonos! —fue todo lo que dijo.

—¿Y el renco?

—Que espere otro barco… Ha dicho la verdad y de no ser por él nos habríamos metido de cabeza en una trampa, pero puede que aún tenga la peste.

Se alejaron por entre el espeso palmeral que bordeaba la bahía para perderse de vista en la próxima colina rumbo a la ensenada en la que les aguardaba su navío, observados de lejos por el cojo Bonifacio que, sentado a la puerta de la mayor de las cabañas de la granja, parecía preguntarse de dónde había sacado el valor suficiente como para inventar tan disparatada sarta de infundios.

Cierto era que «Isabela» había sido abandonada meses antes, y que sus moradores habían cargado hasta con el último mueble y la última contraventana; cierto que la ciudad había quedado como pasto de perros y gorrinos mientras tan sólo un par de docenas de enfermos incapaces de emprender una nueva aventura habían decidido quedarse a terminar sin sobresaltos sus ya contados días, pero no era cierto que fuera la peste la que despoblara de aquel modo la ciudad sino la fiebre del oro, ni cierto que todos hubieran regresado a España, sino que habían corrido a establecerse en la nueva capital, Santo Domingo, fundada a seis leguas de las fabulosas minas de Miguel Díaz. Y lo más falso de todo era que hubiese estado muy enfermo, ya que tan sólo permanecía a la espera de recoger la naciente cosecha para embarcarla en el primer barco que recalara en la bahía y poner rumbo al río Ozama.

—¡Le eché valor…! —musitó chasqueando la lengua—. Y el ama, e incluso el Capitán Ojeda se sentirán orgullosos de mí.

Había cambiado mucho el cojo Bonifacio desde que abandonara la isla de La Gomera y es que los años en el Nuevo Mundo habían convertido al tímido destripaterrones isleño en un muchacho altivo y satisfecho que había sabido luchar muy duro junto a una mujer a la que quería como a una madre, y que había sabido darle a su vez todo el cariño que estaba necesitando.

Hombro con hombro sacaron adelante la granja; hermanados encararon todos los peligros, y divertidos disfrutaron de los felices momentos que también los hubo, aunque no demasiados.

Conformaban por tanto un equipo muy unido, y al ver al Capitán de Luna y comprender que si admitía que
Doña Mariana
se encontraba en Santo Domingo su vida correría un peligro innegable, se las ingenió inventando toda aquella ristra de embustes, decidido a dejarse despellejar antes que delatar el paradero de su señora y aliada.

—Ese no para hasta Cádiz —murmuró por último al tiempo que se ponía en pie dispuesto a reanudar la recogida de unas peras que convertiría luego en compota—. Y para cuando averigüe que no hubo tal peste y decida regresar, al Capitán Ojeda se le habrá ocurrido la forma de detenerle. —Agitó pesimista la cabeza—. Me temo que al final el pequeñajo tendrá que abrirle las tripas a estocadas porque ese puñetero aragonés es más pesado que las moscas…

Veinte días más tarde una hedionda carraca ibicenca atestada de esclavos fondeó frente a los semiderruídos tinglados del embarcadero, y cuando su desconcertado capitán comenzaba a preguntarse qué diantres había ocurrido con el punto de destino de su carga humana y dónde se encontraba el Licenciado Cejudo, el gomero acudió en una pequeña canoa, le puso al corriente de los cambios habidos y le ofreció un quinto de su carga a cambio de transportarle a la recién nacida Santo Domingo.

Llegaron rápidamente a un acuerdo, atravesaron con mar calma y viento suave el Canal de La Mona que separa «La Española» de Puerto Rico, cruzaron frente a las más fabulosas playas plagadas de tiburones que el renco hubiese visto nunca, y por fin lanzaron el ancla en la desembocadura de un caudaloso y oscuro río a cuyas márgenes un millar de hombres se afanaban alzando casas de piedra, levantando fortificaciones y trazando las líneas maestras de lo que sería, definitivamente, la primera capital del Nuevo Mundo.

Dos semanas después, un pálido, furioso y desesperado Capitán León de Luna desembarcaba en el puerto de Cádiz para descubrir, anonadado, que una pequeña flota se disponía a zarpar con destino a la recién fundada y floreciente ciudad de Santo Domingo, situada al sur de la isla de la que acababa de llegar y a no más de doscientas leguas de donde había fondeado su propia nave.

Una vez más, le habían burlado.

—¡«Yaaaaa-cabo…»! ¡«Yaaaaa-cabo…»!

El curioso graznido era como una llave que abriera todas las puertas o la voz mágica que aplacara la ira y la agresividad de los más fieros guerreros, aunque no tenía, por desgracia, la virtud de calmar de igual modo la curiosidad de los chiquillos, que en cuanto distinguían a la extraña pareja de «garzas» que peregrinaban en busca del «Gran Blanco» se arremolinaban en torno a ellas o las seguían durante horas hasta las lindes del territorio de su tribu.

Al gomero se lo llevaban los demonios al advertir que no podía ni acuclillarse a satisfacer sus más íntimas necesidades sin soportar la atenta mirada de una docena de mocosos, y por lo único que agradeció tener que lucir tan estrafalaria vestimenta fue por el hecho de que la amplia capa de plumas cubría a medias sus vergüenzas en tan delicado momento.

Sabía que no podía reñirles ni espantarles puesto que según la ley no escrita de los aborígenes les estaba prohibido dirigirse a ser viviente alguno, ya que de hecho eran como sombras de inmensas aves incapaces de volar, y a menudo, cuando el hambre les acuciaba, se veían en la obligación de permanecer durante horas en las afueras de un poblado aguardando pacientes a que un alma caritativa se dignase ofrecerles algún tipo de alimento.

—¡Odio éste viaje! —mascullaba furibundo
Cienfuegos
durante las escasas ocasiones en que se encontraban completamente a solas—. ¡Lo odio a muerte!

—Te advertí que no te gustaría… —le hacía notar la negra—. Pero no quisiste hacerme caso.

—Pero es que a nadie se le ocurre que se tratara de una majadería semejante… —se lamentaba el pelirrojo tristemente—. ¡Me siento tan ridículo! ¡Y se me caen las plumas! Con tanta rama y tanta zarza, cuando lleguemos más pareceré pollo de cazuela que honrado peregrino. ¿Crees que falta mucho?

—No tengo ni idea.

Nadie parecía tener tampoco la más mínima idea de a qué distancia podría encontrarse el ansiado hechicero, ya que al no poder intercambiar palabra alguna con los nativos, y limitarse su vocabulario a aquel gutural graznido de pajarraco histérico, la información no pasaba de un simple ademán del brazo que indicaba el camino que debían seguir en su lenta progresión al interior de tierra firme.

Al sexto día de marcha se habían internado ya en las primeras estribaciones de una larga cadena de montañas dejando a sus espaldas el país de los «pemeno», y al atravesar un frágil puente colgante hecho a base de cañas y lianas que se balanceaba sobre un violento riachuelo de aguas furiosas, una extraña e inquietante sinfonía les llevó a la conclusión de que estaban penetrando en el prohibido territorio de los feroces «motilones».

Y es que la macabra cantinela venía dada por una veintena de mondos cráneos humanos, que colgando de largas lianas a la salida del puentecillo, entrechocaban entre sí como advirtiendo a los intrusos de que no era aquélla una tierra que acogiera con entusiasmo a inoportunos visitantes.

—No te inquietes —musitó la negra al advertir la mirada de desconfianza que
Cienfuegos
le dedicaba a los tristes despojos—. Ya sabes que con estos ropajes somos intocables.

—Lo sé —admitió de mala gana el canario—. Ahora lo que falta es averiguar si ellos lo saben. Apuesto a que alguno de éstos también llegó aquí disfrazado de gallina.

La hostilidad de los «motilones» no se mostró, sin embargo, en forma activa, sino en una especie de silenciosa, invisible y fría amenaza que parecía irles acompañando a todo lo largo del agreste sendero.

No distinguieron durante el fatigoso viaje ni a un solo miembro de una primitivísima comunidad encerrada en sí misma, que aún continuaría aterrorizando al mundo cuatro siglos más tarde, pero cada paso que daban o cada noche que pasaban en blanco, era un paso hacia la nada o una noche de angustia, puesto que el vacío que los «motilones» eran capaces de crear en torno a los extraños resultaba más agobiante aún que su propia presencia.

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