Azabache (26 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Azabache
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Ya no era un luchador infatigable, decidido a sobrevivir a toda costa por amor a una mujer que le esperaba muy lejos, sino tan sólo una especie de ánima en pena que deambulaba por el bosque ajeno a cuanto pudiera tenerle reservado el destino.

La visión de Ingrid alejándose entre la bruma en compañía de un hombre se le había antojado tan auténtica, que decidió que a partir de aquel momento intentaría no volver a pensar más en ella. Había pasado demasiado tiempo, y como bien decía la negra ninguna mujer aguardaba a un hombre tantos años.

Le invadió una profunda laxitud al comprender que no existía ya razón alguna para regresar al que fuera su mundo, y le deprimió más aún que su manifiesta debilidad el hecho de convencerse a sí mismo de que se había convertido en un paria que no contaba ya ni con el recuerdo de una mujer al que aferrarse.

Continuó, por tanto, su interminable travesía de la agreste serranía sin preocuparse poco ni mucho de con quién pudiera tropezarse en su camino, y fue así como, aún cojeante, desembocó una semana más tarde en un amplio claro del bosque en el que descubrió a una especie de arrugadísima momia desdentada que permanecía sentada bajo un árbol tan impasible como un ídolo de piedra que hubiera resistido a la intemperie el paso de los siglos.

Los pechos le colgaban hasta la cintura, no era más que apenas piel y huesos con un ralo mechón de pelo estropajoso bailándole sobre un cráneo grisáceo y mondo, y sus manos, como garras, lucían unas uñas tan duras y afiladas que hubieran conseguido abrirle las tripas a un ser humano a condición de contar con las fuerzas necesarias.

Su sexo destacaba como una especie de cavidad abominable y repelente, y sus ojos —diminutos— refulgían con tales destellos de astucia, que hacía daño mirarlos.

—¡Acércate! —fue lo primero que dijo en cuanto le vio aparecer, utilizando una mezcla de dialecto caribe salpicado de palabras «cuprigueri»—. Llegas con retraso.

—¿Me esperabas?

—Desde la luna nueva.

—¿Acaso eres vidente?

—Acarigua todo lo ve, todo lo oye y todo lo puede.

El canario se acuclilló frente a ella y la observó interesado.

—¿Una hechicera? —inquirió, y ante el silencio que interpretó como muda aceptación, añadió—. ¿«Motilona»?

—Nací entre los «chiriguanas» pero los «motilones» me raptaron y les di muchos hijos hasta que me vendieron a los «pemeno», a los que di muchos hijos más. Luego los «pemeno» me devolvieron a los «chiriguana», que renegaron de mí. —Su voz era ronca, profunda y rencorosa—. Ahora ya no pertenezco a ningún pueblo.

Cienfuegos
hizo un significativo gesto con las manos señalando a su alrededor:

—¿«Motilones»? —quiso saber.

La vieja momia asintió apenas:

—«Motilones». Pronto estarás muerto.

—¿Y tú?

—Yo soy Acarigua. Me temen. Voy y vengo.

—Entiendo… Una vieja hechicera suele tener el paso libre. ¿Puedes ayudarme?

—¿Por qué habría de hacerlo? —replicó la horrenda mujeruca con absoluta naturalidad—. No eres ni mi hijo ni mi nieto… ¿A qué tribu perteneces?

—Soy gomero.

La otra le observó de arriba abajo con manifiesto interés, ya que probablemente jamás había visto un hombre de semejante tamaño y fortaleza, acabando por asentir con gesto aprobatorio.

—Grandes los gomeros —señaló—. Y fuertes. ¡Lástima no haberlos conocido antes! ¿Dónde habita tu tribu?

—Más allá del mar.

—¿Con los «cuprigueri»? ¿Con los «caribes»? ¿Con los p«icabueyes»? —Ante las sucesivas negativas acabó lanzando un escupitajo de una especie de verde yerba que mascaba continuamente con sus cuatro únicas muelas, lo que confería a su espantosa boca el aspecto de la renegrida entrada de un horno de pan que se moviera sin parar—. ¡No importa! —dijo—. Ninguna tribu es buena. Te obligan a trabajar y darles hijos, y cuando se cansan de ti, te venden… —Hizo un gesto a su alrededor como queriendo señalar el conjunto de la espesura que les circundaba, y añadió—: Acarigua vive ahora en la selva. Las bestias son sus amigas.

—¿No tienes miedo?

—Ningún animal haría nunca daño a Acarigua, la que todo lo puede.

—¡Ya…! ¿Y no pasas hambre?

Sus afiladísimas uñas se introdujeron en una especie de larga calabaza que cargaba a la espalda y mostró un manojo de hojas anchas y cortas aparentemente idénticas a cualquiera de las muchas otras hojas que podían encontrarse entre la maleza.

—Con el «jarepá» Acarigua no pasa hambre, sed, frío, calor, fatigas, ni enfermedades… —Se echó el puñado a la boca y comenzó a rumiar oscilando de un lado a otro la mandíbula inferior como si se tratara de una vieja cabra—. El «jarepá» es el don que envían los dioses a sus elegidos, porque sólo sus elegidos sabemos encontrarlo.

—¡Pamplinas!

—¿Cómo has dicho?

—¡Pamplinas! —repitió el isleño convencido—. Es una palabra del dialecto de mi tribu que significa tonterías. No existe nada capaz de servir para todas esas cosas.

—Existe y aquí está —insistió la anciana segura de sí misma—. Acarigua apenas se alimenta de otra cosa.

—¡Así te luce el pelo! Tienes menos carne que el ojo de una aguja… —Se encogió de hombros—. Bueno: no creo que lo entiendas, pero la verdad es que eres una de las criaturas más estrafalarias con que he tropezado en este mundo, y a fe que ya abundan en exceso. —Se puso en pie decidido a continuar su camino y aventuró un leve gesto de despedida con la mano—. ¡Bien! —añadió—. Ya que no me necesitas, me voy.

—No puedes.

—¿Por qué?

—Porque eres esclavo de Acarigua.

Lo había dicho con tanta naturalidad y sin mover un músculo que
Cienfuegos
experimentó una especie de desagradable e inquietante presentimiento.

—¿Tu esclavo? —inquirió al fin esforzándose por contener su indignación—. No eres más que una vieja loca a la que podría partir en dos con una mano. Si te tiro un pedo te estrello contra un árbol.

—Es posible, pero a no ser que aceptes convertirte en esclavo de Acarigua, eres hombre muerto.

—¿Ah; sí? ¿Y quién va a matarme: tú con tu magia?

Acarigua, la hechicera que todo lo veía, todo lo oía y todo lo podía, negó con la cabeza al tiempo que lanzaba un nuevo salivazo verdoso que salpicó ligeramente los pies del canario. Luego hizo un leve gesto hacia el bosque:

—«Ellos».

Cienfuegos
se volvió y pese a que estaba acostumbrado a la selva, le costó distinguirlos, grises y casi invisibles entre la maleza, tan inmóviles como el más inmóvil de los árboles; sombras de sombras en un universo hecho de sombras.

—¿«Motilones»?

—¿Quién si no? Este es su territorio.

Se dejó caer de nuevo consciente de que no valía la pena intentar la huida ni tratar de defenderse, y al comprender que aquella repugnante criatura, que era probablemente el ser humano más espantoso que hubiese existido nunca, constituía su única esperanza de conservar una vida que no le servía ya de nada, experimentó una profunda sensación de rebeldía, y a punto estuvo de dar un salto y lanzarse ciegamente hacia la muerte.

Sin embargo, un último residuo de su indestructible instinto de conservación afloró de nuevo, y odiándose a sí mismo por lo que iba a decir, inquirió:

—¿Puedes salvarme?

—Si aceptas ser esclavo de Acarigua, sí.

—¿Qué tendría que hacer?

—Ser esclavo de Acarigua —replicó con absoluta naturalidad.

—¿Y eso en qué consiste?

—En obedecerla en todo —sonrió, mostrando sus verdosas encías—. No te asustes —señaló—. Acarigua está vieja para pensar en más hijos. Sólo tienes que cargarla.

—¿Cargar contigo? —se sorprendió el gomero—. ¿Llevarte a hombros?

—O a la espalda… —sonrió de nuevo—. Las piernas ya apenas sostienen a Acarigua y no quiere quedarse en un mismo sitio para siempre. —Cambió el tono de voz, que se hizo casi humano—. Apenas lo notarías —añadió—. Acarigua pesa muy poco y tú eres muy fuerte.

El isleño hizo un levísimo gesto hacia la espesura:

—¿Y ellos? —quiso saber.

—Temen a Acarigua porque si les echa una maldición morirán entre horribles dolores.

—Eso no es más que superstición.

—Yo lo sé y tú lo sabes —admitió la repelente anciana con naturalidad—. Pero ellos no.

—¡Vieja bruja!

—¿Qué otra cosa se puede ser a mis años y despreciada por todos? —quiso saber—. ¿Aceptas?

—¿Me queda otro remedio?

—Ninguno… —Hizo un gesto con su engarfiada mano indicándole que se aproximara—. ¡Ven! —ordenó—. Súbeme a tu espalda y vámonos antes de que decidan convertirte en «marimba».

—¿En qué?

—En «marimba». Cuelgan el cráneo a la entrada de los puentes, y los huesos los atan entre sí golpeándolos con dos palos. Suena lindo.

—¡La madre que los parió!

—Yo.

—¿Cómo has dicho?

—Que muchos de ellos son hijos de Acarigua…

Se la cargó a la espalda, venciendo la repugnancia que experimentaba al sentir su áspera y rugosa piel de lagarto polvoriento, y echó a andar penosamente en dirección opuesta a aquella en la que se encontraban los «motilones».

Por fortuna, el diabólico engendro milenario pesaba menos que una simple mochila, pero sentir sus zarpas sobre su cuello, percibir su hedor a mono, y escuchar junto a la oreja el continuo rumiar de su boca de cloaca, le revolvió el estómago, por lo que tuvo que hacer uso de toda su entereza para no lanzarla al aire y echar a correr confiando su salvación en la ayuda de Dios y la velocidad de sus piernas.

Por desgracia, tenía plena conciencia de que sus piernas no estaban en óptimas condiciones, y como por lo visto Dios no había decidido aún embarcarse rumbo a «Las Indias», se limitó a maldecir entre dientes su puerco destino, y abrirse camino como buenamente podía por entre la densa maleza, llevando pegada a la espalda, como una inmensa garrapata, a la asquerosa anciana.

«Los hombres de ceniza» le seguían.

No podía verlos ni oírlos; no podía asegurar en qué lugar concreto se encontraban en cada instante, pero abrigaba la absoluta seguridad de que merodeaban a su alrededor, tan cerca como pudieran estarlo sus propios pensamientos.

—¡Mierda! —masculló.

—¡No hables en gomero…! —le reprendió de inmediato su dueña—. Eres mi esclavo y Acarigua quiere saber lo que dices.

—He dicho «mierda» —repitió en su dialecto—. ¿Acaso les está prohibido lamentarse a los esclavos?

—Acarigua aún no te ha tratado mal.

—Si te atreves te romperé el pescuezo.

Ella agitó las afiladas y renegridas uñas mientras señalaba sibilinamente:

—¿Ves esto? La pasta oscura que hay debajo es «curare», y si te araño estarás muerto antes de dar tres pasos.

—¿«Curare» «auca»?

—Auténtico «curare» «auca» —admitió con aquella risa suya capaz de irritar a un ermitaño—. ¿Cómo crees que Acarigua ha conseguido sobrevivir tanto tiempo? Sus uñas son sus armas…

El afable y obsequioso amanuense, el hombre que olía a sudor y jazmín, Amérigo Vespucci, pasó a convertirse a partir de aquella primera tarde de animadísima charla en el florido patio de un vetusto caserón del barrio de Triana, en inseparable compañero de tertulia y francachelas de Alonso de Ojeda y «Maese» Juan de la Cosa, quienes se veían obligados a permanecer en Sevilla a la espera de que el Obispo Fonseca obtuviese de los Reyes las capitulaciones necesarias para emprender el viaje, así como a que el banquero Berardi reuniese algunos socios con los que encarar la costosísima empresa sin correr a solas todos los riesgos.

El piloto de Santoña se ocupaba entretanto de buscar las naves, y Ojeda de ir seleccionando a los hombres que habían de acompañarles, lo cual no resultaba en principio demasiado problemático, ya que la mayoría de los marinos, soldados de fortuna, caballeros de capa raída y fugitivos de la justicia que rondaban por la ciudad, se mostraban entusiasmados con la idea de servir a las órdenes del más prestigioso y admirado de los capitanes existentes, sobre todo al saber que no se encontraba ya bajo la férula de un tiránico Virrey cuyos repartos de beneficios jamás satisfacían a nadie.

La definitiva conquista de Granada y la total pacificación de la Península siete años antes, había dejado infinidad de brazos ociosos; brazos que se resistían a cambiar la espada y la lanza por la hoz y el arado, ya que para cualquier hidalgo castellano, por mísera que fuera su condición, siempre continuaría siendo mucho más noble pasar hambre que trabajos.

Apuntarse a la exploración de aquel Nuevo Mundo del que tantos prodigios se contaban, comandados por quien había sabido penetrar en compañía de un puñado de caballeros en pleno campamento del feroz cacique Canoabó para llevárselo a la grupa de su caballo ante la atónita mirada de cinco mil guerreros, inflamaba de entusiasmo el ánimo de la mayoría de aquellos apasionados soñadores que se veían de nuevo a lomos de los briosos corceles que se vieron obligados a empeñar en su día, lanzándose sobre los salvajes con el mismo coraje con que se lanzaron antaño sobre los moros invasores.

La guerra suele ser un infierno para las mayorías, nostalgia para algunos, y una irresistible droga, para otros, y ese último grupo fue el que transformó «El Pájaro Pinto» —la inmensa posada a orillas del Guadalquivir en que Ojeda y Juan de La Cosa se hospedaban— en su centro de reunión y francachelas; una especie de casino popular en el que tan sólo estaba permitido hablar de batallas, navíos y mujeres.

De vino no se hablaba; se bebía.

Y se cantaba hora tras hora aquella vieja romanza que tanto amaban todos los marinos que alguna vez cruzaron el océano:

Trinidad; a proa se abre el mar,

y el mar se cierra a popa.

Con temporal de frente

o buen viento a la espalda…

Al manirroto Ojeda no le importaba en absoluto emplear el escaso oro que había conseguido traer de sus años en «La Española» en matar el hambre y la sed de aquella loca pandilla de buscavidas, pues le constaba que de entre ellos tendría que escoger a quienes le acompañaran, y que en aventuras como las que les esperaban, las peores dificultades no estribaban nunca en la ferocidad de sus enemigos o los obstáculos que la Naturaleza pusiera en su camino, sino en la forma de reaccionar que tuvieran en su momento los hombres a su mando.

En Sevilla y repantigados ante una amplia mesa por la que corría el vino en abundancia, jurar compañerismo y hablar de futuras hazañas resultaba muy fácil, pero cuando llegase el momento de enfrentarse a las nubes de mosquitos, el calor agobiante, la escasa comida, las aguas hediondas, la carencia de mujeres y el ataque de los salvajes, las cosas solían contemplarse de forma muy distinta, por lo que no resultaba extraño que un hombre tan acostumbrado al mando como él, dedicara la mayor parte de su tiempo a estudiar a cuantos le rodeaban, calibrando cuál sería su auténtico rendimiento cuando llegase la hora de demostrar su calidad humana.

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