Y es que sabía por experiencia, que ni el más disciplinado resultaba ser siempre el mejor soldado; el más contestatario, el menos digno de confianza; el más agresivo el mejor luchador, ni el más apocado el más cobarde.
La larga estancia de Ojeda y el piloto de Santoña en «El Pájaro Pinto» acabaría por convertir la vieja posada sevillana en tradicional punto de reunión de la mayoría de los conquistadores que a todo lo largo de la primera mitad del siguiente siglo se embarcaran con rumbo al Nuevo Mundo, y al igual que en «La Taberna de Los Cuatro Vientos» de Santo Domingo, en ella ahogarían en vino sus sueños de grandeza, hombres como Balboa, Cortés, Alvarado, Cabeza de Vaca, Orellana y Pizarro, que aunque en su momento nadie pudiera ni tan siquiera imaginarlo, acabarían por escribir con su sangre —y la ajena— algunos de los capítulos más gloriosos —y terribles— de la Historia.
De allí partieron y allí regresaron a contar a las generaciones venideras las hazañas de que fueron protagonistas más un millón de mentiras que rebotaron una y otra vez contra unos gruesos muros que parecían haber sido levantados ex profeso con el fin de que los hombres dieran rienda suelta entre ellos a todas sus fantasías.
Fue allí, entre los brazos de una tal Candela, donde el de Cuenca comenzó a olvidar el amor de la princesa
Anacaona
, y fue allí, también, donde una noche alzó los ojos para enfrentarse al adusto rostro de un caballero de gesto airado, que le increpó secamente:
—¿Me recordáis, señor?
Hizo memoria buscando en las demacradas facciones que ocultaba una espesa barba oscura, rasgos que le resultaran familiares y acabó por inquirir:
—¿Debería recordaros?
—Temo que sí.
—¿De dónde?
—De «Isabela». Allí os mofasteis de mí haciéndome creer que habíais descubierto una fantasiosa «Fuente de la Eterna Juventud».
Ojeda le observó con gesto de incredulidad, volviéndose luego al grupo de amigos que le rodeaban como queriendo poner de manifiesto su total desconcierto ante tan absurda afirmación.
—¿Una «Fuente de la Eterna Juventud»? —repitió como si le costara admitir que algo así pudiera ocurrírsele a nadie—. ¡Qué barbaridad! Ni al más lerdo se le pasaría por la mente imaginar que existe un estúpido capaz de dejarse embaucar con tal patraña. ¿Estáis seguro de que yo os hablé de eso?
—Sí.
—¡Diantre! —exclamó, estupefacto—. ¿Os atreveríais a jurar solemnemente que yo, el Capitán Alonso de Ojeda, mencioné ante Vos la existencia de una supuesta «Fuente de la Eterna Juventud»?
Se diría que por unos instantes el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, estaba a punto de replicar afirmativamente, pero la idea del juramento tuvo la virtud de obligarle a reflexionar, pareció desconcertarse, y al fin replicó furibundo:
—¡No! No puedo jurar que Vos mismo me hablarais de ella, pero lo hicieron vuestros secuaces.
—¿Secuaces? ¿A qué secuaces os referís, Señor? Medid vuestras palabras o mediré vuestra lengua con mi espada. Yo no tengo secuaces, sólo amigos borrachos, y si alguno os quiso gastar una broma, no es tema que me incumba… —Hizo una corta pausa y añadió, alzando significativamente el dedo—: A no ser que intentaran estafaros utilizando mi buen nombre. Decidme…: ¿Lo hicieron? ¿Os pidieron dinero en mi nombre?
El otro pareció haberse vuelto súbitamente cauto ante el inesperado giro que estaba tomando la discusión y el gesto reprobatorio de la mayoría de los testigos y acabó por negar secamente:
—No —replicó desconcertado—. Nadie me pidió dinero utilizando vuestro nombre. Por el contrario: insistieron en rechazarlo.
—Eso me tranquiliza —replicó el conquense, con una especie de suspiro de alivio—. En ese caso, contadme si os apetece vuestras cuitas. ¿Qué clase de broma es ésa, y quién os hizo víctima de ella?
—Sabéis muy bien a qué me estoy refiriendo, y quiénes participaron en el engaño —fue la agria respuesta—. Eran vuestros «amigos»… ¿O acaso no recordáis que pasamos juntos toda una noche bebiendo y jugando a los dados?
—Querido señor… —replicó el otro con calma—. Ni cien elefantes serían capaces de recordar con cuánta gente he jugado a los dados o me he emborrachado en esta vida… Pero ahora que me esfuerzo, creo tener la vaga idea de un supuesto vizconde que apareció por «Isabela» a bordo de una cochambrosa carraca. Puede que fuerais vos, pero como se os dejó de ver el mismo día en que la nave levó anclas, imaginamos que no os había gustado el lugar y habíais decidido regresar. —Sonrió levemente—. A nadie le extrañó, ni nadie os lo echó en cara: «Isabela» era en verdad un basurero abominable. ¿Sabíais que ha sido abandonada?
—Continuáis intentando burlaros de mí —exclamó el Capitán de Luna, conteniendo a duras penas su ira y llevándose ostensiblemente la mano al puño de la espada—. Había ido allí a cumplir un deber sagrado y entre todos me lo impedisteis.
—Poco me incumbe a qué deber os referís, ni quién impidió que lo cumplierais, pero os advierto que desenvainar en mi presencia es de las últimas cosas que se le suelen ocurrir a un caballero.
—¿Me estáis retando?
—Es más bien vuestra actitud la que me reta. Habéis venido a acusarme de algo absurdo de lo que además no tenéis pruebas. Si alguien fue capaz de convenceros de que existía una fuente que obra milagros, a fe que además de rematadamente estúpido sois descabelladamente imprudente y mereceríais que os diera un escarmiento.
—¡Intentadlo! No me impresiona vuestra fama.
—¿«Fama»? —repitió el conquense levemente burlón—. ¿La conocéis?
—Todo el mundo la conoce: de invencible matachín de taberna, lo que en mi opinión es falso, y de miserable buscavidas, que, a mi modo de ver, es cierto.
—No. No me refiero a ésa… —Ojeda descolgó la espada que tenía tras él y la lanzó sobre la mesa—. ¿Sabéis cómo se llama…:
Fama
? Está grabado en su hoja…: «Mi fama me precede y me protege». —Sonrió con picardía—. Pero también se convierte a menudo en mi peor enemigo, pues son muchos los que creen, como Vos, que no me la merezco. ¿Desearíais comprobarlo?
—Cuando gustéis.
El Capitán de Luna desenvainó su arma, pero antes de que pudiera darse cuenta de qué era lo que en verdad ocurría, advirtió que había volado sin que su rival hiciera apenas gesto alguno con la suya.
Pese a que siempre se había considerado un magnífico militar y un aceptable duelista, lo ocurrido le dejó tan perplejo, que por un momento no supo qué hacer ni cómo reaccionar, limitándose a observar cómo Ojeda recogía calmosamente la espada y se la devolvía, al tiempo que señalaba con estudiada paciencia:
—¡Tomad! Y procurad no ser tan impulsivo. Alguien con pocos escrúpulos podría aprovechar la ocasión y haceros daño. —Con un gesto indicó a los presentes que se apartaran dejando un amplio espacio libre a su alrededor e inquirió amablemente—: ¿En guardia?
El Vizconde asintió sin haber logrado vencer aún su desconcierto, y justo en el momento en que flexionaba las piernas dispuesto a iniciar el ataque, una especie de velocísimo relámpago refulgió ante sus ojos y de nuevo se encontró con las manos vacías.
—¡Dios! —fue todo lo que alcanzó a exclamar.
—Creo que por este camino no llegaremos a parte alguna —comentó pesimista el de Cuenca, mientras buscaba de nuevo el arma bajo una mesa—. No dudo de vuestros méritos como soldado, pero como matachín de taberna y miserable buscavidas, dejáis mucho que desear.
—¡Acabaré con vos!
—A no ser que confíes en que me dé un síncope de tanto agacharme, lo veo difícil —fue la burlona respuesta.
—¡Enano de mierda…!
Su rival ni se inmutó siquiera por el duro insulto, sino que más bien pareció contribuir a aumentar su natural buen humor, puesto que sin perder ni un instante la pícara sonrisa, señaló:
—¿Así que se trata de que mi «no-excesiva» estatura os preocupa…? ¡No hay cuidado! Me subiré a un taburete para estar a vuestro nivel… ¡Vespucci! —rogó—. Prestadme el que ocupáis. —Se volvió de nuevo a su desasosegado contendiente, que libraba una terrible batalla entre su sorda ira y su incontrolable confusión—. ¡Os propongo un trato! —añadió socarrón—. Combatiré desde lo alto del taburete y si conseguís obligarme a poner un pie en tierra, os pediré perdón por todas las ofensas que yo o «mis amigos» hayamos podido inferiros. Pero en caso de que os venza, os marcharéis de aquí jurándome, además, que jamás regresaréis a «La Española» .
Su Excelencia, el Vizconde de Teguise, Capitán León de Luna, aragonés de Calatayud y ex señor de la mayor parte de la isla de La Gomera, necesitó unos minutos para meditar a fondo la respuesta, y tras un supremo esfuerzo de voluntad en el que consiguió a duras penas contener su indignación, aceptó con un leve ademán de cabeza.
—¡De acuerdo! —dijo—. Estos caballeros son testigos de vuestras palabras… ¡Cuando gustéis!
Alonso de Ojeda le devolvió de nuevo la espada, tomó el taburete que le ofrecía Amérigo Vespucci, lo situó justo en el centro del amplio salón de la taberna y se subió a él colocándose en guardia, mientras medio centenar de alborotadores parroquianos se agolpaban dispuestos a disfrutar del hermoso espectáculo que significaba ver combatir de tan peculiar manera al mejor espadachín del mundo.
Pero lo que ocurrió a continuación les dejó atónitos, puesto que enfundando tranquilamente su arma, el Capitán de Luna dio media vuelta, se apartó unos metros y, tomando asiento junto a una mesa vacía, se sirvió una jarra de vino para beber pacientemente mientras contemplaba, irónico, al hombrecillo trepado en el taburete.
—¿Pero qué hacéis? —protestó éste barruntándose la treta—. ¡Luchad!
—Ya lucho —fue la tranquila respuesta—. A mi manera.
—¿A vuestra manera? —repitió aún más amoscado el de Cuenca.
—Exactamente. Y vos mismo me habéis dado la idea. Cierto es que como matachín de taberna soy un desastre, pero como soldado conozco mi oficio, y todo soldado sabe que cuando no se puede rendir por asalto una plaza, se rinde por asedio. —Rió sonoramente—. El hambre y la sed os harán bajar de ahí, enano fanfarrón, y si os retrasáis mucho, os tumbaré a pedradas.
Y como para dejar bien sentado que no hablaba en broma, le lanzó a la cabeza la jarra de vino que el otro se vio obligado a esquivar rápidamente —lo que a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio— al tiempo que exclamaba:
—Sois un tramposo y un liante. No es justo.
—¿Quién lo afirma? —inquirió su enemigo, que había recuperado por completo el control sobre sí mismo al saberse dueño de la situación—. Fuisteis vos quien impuso las condiciones del combate, sin especificar en ningún momento que existiera límite alguno de tiempo.
Y a mí, tiempo, es casi lo único que me sobra… ¡Tabernero! —llamó a voz en cuello—. Asad corderos y sacad vuestro mejor vino; invito a todos los presentes a comer y beber hasta que el valiente y famoso Capitán Alonso de Ojeda se decida a poner un pie en el suelo.
—¿Lo pagaréis «todo»? —se asombró el buen hombre.
—Absolutamente todo mientras nuestro caballero permanezca sobre ese escabel… —Hizo un amplio ademán a una concurrencia entusiasmada con la idea de comer y beber gratis, y señaló divertido—: Rogad por tanto a vuestro buen «amigo» Ojeda que se mantenga firme, pues cuanto más resista, mejor lo pasaréis. Y gritad a coro: ¡Viva Ojeda «el estilista»! ¡Viva el bravo capitán que nos va a permitir atiborrarnos!
—¡Viva…! —aullaron varias voces en franco tono de guasa.
El de Cuenca pareció llegar a la conclusión de que había perdido la batalla y optó por tomarse las cosas con filosofía, puesto que alzando las manos en ademán de pedir calma, hizo un leve gesto de resignado asentimiento:
—¡De acuerdo! —dijo—. Aguantaré hasta que reventéis. Al fin y al cabo, una cena gratuita no es cosa que se presente cada día. —Se acuclilló sobre el diminuto espacio de que disponía, y añadió por último—: Pero daos prisa que aquí no se está nada cómodo.
Aquél fue, como él mismo reconocería ya muy anciano, el único duelo que el más osado, valiente, noble y desafortunado de los «conquistadores» españoles, habría de perder a todo lo largo de su agitada vida, pero también reconocería en su vejez que el peor recuerdo que le quedó de aquellos agitados y divertidos días de Sevilla no se centraba en el citado lance, sino en el hecho de que no supo comprender a su debido tiempo que más astuto y ladino aún que el propio Capitán León de Luna fue en verdad el hipócrita amanuense Amérigo Vespucci, quien, fingiendo una amistad y una admiración que no sentía, se dedicó con maquiavélica habilidad a sonsacarle sobre cuanto sabía del Nuevo Mundo que acababa de nacer al otro lado del océano.
Recopilando sus notas, el italiano que hedía a jazmín escribió una larga crónica en la que se atribuía la autoría de tales hallazgos, asegurando haber participado en una larga travesía por las costas del continente, crónica que envió a su protector, Renato, Rey de Jerusalén y de Sicilia y duque de Lorena. Este, aficionado también a la cosmografía, no puso nunca en duda la sinceridad de su protegido, por lo que mandó publicar la fantasiosa historia que obtuvo de inmediato un clamoroso éxito entre unos científicos europeos vivamente interesados por todo cuanto se refiriese a nuevas exploraciones.
Para la mayoría de ellos, la posibilidad de la existencia de un Nuevo Mundo a mitad de camino de Asia resultaba mucho más interesante que el simple viaje en busca de una ruta más corta hasta Cipango, y fue por ello, y debido a la cerril negativa del Almirante a aceptar lo evidente, por lo que en muy poco tiempo el nombre de Vespucci se hizo mucho más popular que el del propio Colón pese a que jamás hubiera puesto los pies más allá de Sevilla.
Años más tarde, el cartógrafo lorenés Martin Waldseemuller publicó un libro en el que situó al oeste de las Canarias un continente que denominó De Amérigo y pese a que cuando averiguó la verdad intentó enmendar su error, ya no pudo hacer nada, por lo que el Nuevo Mundo pasaría a llamarse definitivamente América, dando pie a la mayor injusticia histórica de todos los tiempos.
El Nuevo Mundo tendría que haberse llamado en buena lógica «Colombia», o en todo caso «Atlántida» como algunos proponían, pero completamente ajeno a tales cuestiones, de las que no llegaría a tener conocimiento más que ya casi en su lecho de muerte, el bienintencionado Ojeda no dudó en seguir concediendo su afecto y amistad al intrigante amanuense, quien se las ingenió también para convencer a su patrón, el banquero Berardi, de que nadie mejor que él mismo supervisaría los fines económicos de la proyectada expedición, argumento con el que consiguió que le incluyeran en el viaje que zarparía rumbo a «Las Indias», en abril de 1499.