La mayoría de los arbustos habían sido arrancados o formaban una confusa pasta con el fango, las raíces de los más altos árboles afloraban al aire, y bajo la primera capa de tierra fértil ya lavada surgía ahora una arcilla roja y resbaladiza que impedía dar un paso.
Cayó un inmenso samán.
No lo mató el rayo, ni el viento, ni aun el empuje del todopoderoso
Tamekán
, sino que de improviso perdió sus puntos de apoyo, no tuvo donde aferrarse y el peso de su ancha copa y sus empapadas hojas le obligaron a precipitarse de bruces sobre el limo.
Resbaló unos metros hasta que un altivo cedro le detuvo, pero éste acusó a su vez el impacto y se inclinó luchando desesperadamente por mantener el equilibrio.
A la noche siguiente se derrumbó también.
Y seguía lloviendo.
Calladamente.
Sin ruidos ni aspavientos, como si su cercana victoria sobre la tierra, los árboles, las bestias y los hombres no le inquietara en lo más mínimo, investida de esa paciencia tan sólo comprensible en quien abriga el pleno convencimiento de que siempre triunfa, no aumentando un ápice su intensidad, pero sin disminuirla, limitándose a estar tan presente como si fuera a estarlo hasta el fin de los siglos.
Tamekán
llegó a alcanzar los cien metros de anchura.
Los más viejos colosos de la selva se rendían casi sin ofrecer resistencia permitiendo que los arrastrara agitando al aire sus ramas como desesperados náufragos a punto de perecer, para acabar amontonados en el fondo de un valle que había sido bosque meses antes pero que ahora se había transformado en una gigantesca laguna de detritus.
Ya no se encontraban hojas de «jarepá» puesto que todo arbusto había sido barrido de la faz de la tierra, ni rastro alguno de comida, dado que hasta el último ser viviente capaz de volar, correr, saltar o arrastrarse había huido de una montaña que parecía marcada por el dedo del vengativo dios que había decidido aniquilarla.
—Busca madera y ramas de «akolé» —ordenó una tarde la anciana—. Acarigua quiere irse antes de que
Tamekán
la devore.
—Escucha vieja loca… —se impacientó el canario—. Ni aún estás muerta, ni en este puto lugar arde ya nada por mucho que se intente.
—Eres mi esclavo y si no obedeces a Acarigua los «motilones» te matarán.
—¿Esos? —el gomero señaló despectivamente al mísero grupo de atemorizados salvajes que parecían haber ido encogiendo por efecto del agua—. Esos en lo único que piensan es en que el barro se los va a engullir de un momento a otro. No creo que te hagan ningún caso —concluyó.
—Si no obedeces, Acarigua les dirá que dejará de llover en cuanto te maten. Y lo harán.
—Y si te quemo, me matarán en cuanto te hayas convertido en humo… —replicó convencido el isleño—. ¿Tienes idea de lo que debe doler ser quemada viva con leña húmeda?
Ella se miró largamente las uñas.
—Cuando ya no resista, Acarigua se las clavará en el cuello —respondió quedamente—. Sabe cómo hacerlo para que la muerte llegue al instante y sin dolor.
—¡Maldita vieja! —se lamentó el canario—. ¿Y yo qué?
—Podrás marcharte —replicó quedamente—. Acarigua dirá a sus hijos y sus nietos que con mi muerte los cielos se calmarán a condición de que te dejen libre —escupió una vez más—. Es un buen trato —concluyó.
—¿Tanto miedo le tienes a
Tamekán
?
La desdentada bruja alzó el dedo indicando con un gesto hacia su izquierda al tiempo que inclinaba ligeramente la cabeza:
—¡Escucha! —pidió—. Escucha cómo ruge y cómo babea devorando cuanto encuentra a su paso… ¿Imaginas lo que debe ser sentirse entre sus tripas sabiendo que jamás volverás a ver los árboles ni el cielo? Si me quemas, Acarigua se quedará para siempre allá arriba, junto a los cóndores, pero si me atrapa, Acarigua sufrirá para siempre allá abajo, en las tinieblas —el tono de su voz se humanizó—. ¡Por favor! —suplicó.
—Déjame pensarlo.
—¡No queda tiempo! —alzó en el cuenco de la mano un puñado de barro que semejaba mantequilla derretida—. No queda tiempo —replicó—. La tierra ya no es tierra, el agua ya no es agua: ¡Todo es
Tamekán
!
Cienfuegos
meditó con aquella paciencia aprendida de los propios indígenas para los que el tiempo jamás parecía tener medida, y llegó a la conclusión de que, en efecto, el temido corrimiento de tierras debía estar a punto de producirse, y quien no abandonara la montaña perecería con ella.
Tal vez los acobardados «motilones», odiados y perseguidos por sus vecinos, no tenían lugar alguno adonde encaminarse y preferían quedarse allí aun a costa de acabar bajo toneladas de fango, pero él, pastor gomero arrojado por los caprichos del destino a tan espantoso lugar, no tenía por qué sufrir su misma suerte, y cualquier punto hacia el que se dirigiera —¡cualquiera!— se le antojaba mil veces mejor que aquella putrefacta serranía.
—¡Está bien! —admitió al fin poniéndose en pie cansinamente—. Te prepararé una hermosa pira funeraria pero habla antes con ellos…
Necesitó casi dos días para reunir suficiente leña y ramas de «akolé», y otros tres para malsecarla sobre un pequeño fuego e irla amontonando en el interior del «matapalo», haciendo que la bruja se sentara sobre ellas o la rodearan de tal forma que llegó un momento en que se la podría considerar auténticamente emparedada sin apenas espacio para moverse.
Un último sentimiento que le impedía ver morir a un ser humano, aunque se tratase de una vida tan carente de sentido cómo la de la semiinválida aborigen, obligó sin embargo al isleño a acuclillarse por última vez frente a ella y tratar de convencerla de que eligiera una forma menos dolorosa de abandonar este mundo.
—Mátate y luego te quemo —suplicó—. De otra forma te llevaré siempre sobre mi conciencia.
Pero la vieja no tenía ni la menor idea de lo que significaba la palabra «conciencia», ni era aquel el momento de explicárselo, ya que lo único que deseaba era acabar cuanto antes teniendo la plena seguridad de que el fuego y el humo envolverían su cuerpo definitivamente.
—Hazlo y vete —fue su respuesta—. Por grande que sea el dolor, será sólo un momento. —Se observó largamente unas uñas que de tan engarfiadas le rozaban las palmas de las manos—. Probablemente el «curare» ya esté viejo y no haga efecto, pero no importa: Acarigua ha de pagar de algún modo…
Quedó en silencio para dirigir una larga mirada a
Cienfuegos
con la que parecía querer hacerle entender que por su parte daba por concluido su paso por el mundo, y tras permanecer unos instantes absorto y casi incapaz de comprender qué era lo que tenía que hacer exactamente, el infeliz canario consiguió reaccionar, para tomar una brasa de la pequeña hoguera y aplicarla a la hojarasca.
El empeño se convirtió en una ceremonia dantesca macabra y tragicómica, puesto que entre la humedad del ambiente y una leña aún verde, no parecía existir fuerza humana capaz de conseguir que el fuego cobrase intensidad, y el gomero parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía de tanto soplar y resoplar intentando avivar la llama.
Acarigua le observaba con la impasibilidad de un tótem, tan ajena a cuanto estaba ocurriendo en torno suyo que a no ser por el levísimo brillo del fondo de sus ojos, podría llegar a creerse que en realidad estaba muerta.
Cuando casi media hora después un humo negro y denso la envolvió por completo, y tímidas llamas comenzaron a lamer la fláccida y rugosa piel de sus muslos para ascender a lo largo de la esquelética espalda chamuscándole en el acto su único mechón de ralos cabellos, se limitó a cerrar los ojos y quedar muy quieta con las manos cruzadas sobre el pubis.
El impresionado
Cienfuegos
le dirigió una última mirada de horror y lástima, dio media vuelta y se alejó montaña abajo, resbalando y maldiciendo, tropezando y arañándose, cubierto de fango de los pies a la cabeza, cansado, hambriento, asqueado de la vida e incapaz de preguntarse hacia dónde demonios se dirigía, y para qué.
Estaba una vez más perdido y nadie estuvo nunca tan perdido como él.
Un sol de fuego abrasaba las incipientes «calles» de la recién nacida ciudad de Santo Domingo, haciendo que a la terrible hora de la sagrada siesta, hombres y bestias buscasen refugio en la penumbra de sus viviendas o bajo los floridos «flamboyanes» que lo pintaban todo de rojo y amarillo.
No lejos de la ancha curva del río que se desperezaba a punto ya de unir sus turbias aguas con la cristalina transparencia de un mar de color verde manzana podían distinguirse los cimientos de una iglesia que con el tiempo llegaría a convertirse en Catedral Primada del Nuevo Mundo, y los enormes bloques de piedra que configurarían sus gruesos muros aparecían esparcidos aquí y allá, a semejanza de tantos otros como servían para levantar mansiones, fortalezas y conventos que dejaban clara constancia de que los invasores habían tomado la firme decisión de establecerse definitivamente a aquella orilla del océano.
Nadie conseguiría detener ya el afán de construcción y destrucción de «los hombres vestidos» y salvo por el tórrido y húmedo calor, y por la exuberancia del selvático paisaje circundante se podría creer que la nueva urbe no era en realidad más que la transposición de cualquier otra de las muchas que se habían fundado en el transcurso de los últimos siglos allá en Europa.
La maciza fortificación que habría de defender la bocana del puerto de los navíos enemigos; el palacio del gobernador, la iglesia, los caserones de la nobleza y las chozas de adobe y paja del pueblo llano estaban ya allí, pero todo ello sé había edificado sin tener en cuenta las peculiaridades del nuevo asentamiento, puesto que no sería hasta casi un siglo más tarde cuando los recién llegados tomarían conciencia de que tenían que crear una nueva arquitectura más acorde con el entorno colonial.
Habría que pasar mucho tiempo antes de que la lógica se impusiera a las prisas, porque de momento lo que el Virrey buscaba era consolidar su cabeza de puente, a la par que impresionar a los nativos con el poderío de los recién llegados, y ambas cosas se conseguían a costa de levantar pesadas edificaciones en las que el hombre se agobiaba víctima de un húmedo calor desesperante.
Corría el mes de agosto, y durante unas fechas en las que la ciudad parecía transformarse en una inmensa sauna, y a unas horas en las que un sol vertical podía matar a cualquier ser viviente que se expusiera a sus rayos, Ingrid Grass experimentaba con más fuerza que nunca una profunda nostalgia de su país de origen, evocando los días en que su padre la llevaba a dar largos paseos por la nieve.
Había llegado el momento de regresar y lo sabía.
Nada le ofrecía el Nuevo Mundo, más que riquezas que de poco le servían, y superados ya los treinta años había llegado al convencimiento de que su larga espera no tenía razón de ser, y el hombre al que viera por última vez siete años atrás jamás regresaría.
¡Siete años!
Casi la quinta parte de su vida —lo mejor de ella— se habían perdido en una espera inútil y en querer convencerse de que la evidencia no existía. Aquel al que tanto amaba estaba muerto, y aun en el caso de seguir con vida ya no sería sin duda el mismo que tan apasionadamente le poseyera en una laguna de la lejana isla de La Gomera.
No se sentía frustrada sin embargo, ni se arrepentía por haberse mantenido fiel a un bello recuerdo, puesto que siempre tuvo la plena seguridad de que entregarse a otro en ese tiempo, la hubiera hecho más infeliz aún que su absoluta soledad.
Se mostraba orgullosa de haber amado con tanta intensidad durante tanto tiempo, pero como siempre se había considerado una mujer inteligente, pese a que hubiera perdido la cabeza por un hermosísimo pastor canario, se sintió igualmente orgullosa de sí misma por ser capaz de plantearse la necesidad de tomar la difícil decisión de romper definitivamente con el pasado por daño que le hiciera.
No aspiraba a que nadie ocupase el lugar que en su corazón ocupara
Cienfuegos
, y le repelía la simple idea de que otras manos que no fueran las del isleño la rozaran, pero a falta de un mes para que esos siete años se cumplieran; había llegado el momento de dejar de hacerse estúpidas ilusiones.
Necesitaba imperiosamente recuperar una paz de espíritu que durante todo aquel tiempo le había estado vedada, y abrigaba la absoluta seguridad de que tan sólo la encontraría en su Munich natal, allí donde nadie hablara nunca de exploraciones y conquistas, y donde no sintiera tan próximo el mundo al que su amado había pertenecido.
La vida en la colonia se le estaba volviendo, por otra parte, insoportable, puesto que ni siquiera el hecho de contratar a media docena de hambrientos caballeros que protegieran su hacienda y su honor había servido de gran cosa, dado que las murmuraciones y malquerencias continuaban siendo las mismas si es que no habían aumentado.
Se la tachaba de prostituta, lesbiana, espía portuguesa y vendida a los intereses del ex alcalde Roldán y los celos y envidias hacia su persona se extendían de tal forma, que empezaba a temer que cualquier día el inquisidor Obispo decidiera tomar cartas en el asunto:
Alguien había corrido la voz de que su esposo, un noble aragonés emparentado con el Rey Fernando pretendía «ajusticiarla» por los «crímenes» que antaño cometiera, y era cosa sabida que el propio Almirante, que se encontraba de nuevo en la isla se había interesado a menudo por su vida y su pasado.
Incluso el fiel y siempre ecuánime Luis de Torres se mostraba seriamente preocupado por el cariz que estaban tomando los acontecimientos, y su inquietud alcanzó las más altas cotas cuando tuvo conocimiento de que los dominicos pretendían alzar su convento justamente a espaldas de la enorme casa de su amiga.
—Malos vecinos serán por santos hombres que sean —sentenció—. Porque en cuanto descubran que el terreno que han elegido se les quedará pronto pequeño, tratarán de apoderarse del vuestro, dado que al río no existe forma de robarle espacio.
—Esta ya no es tierra para mí, querido amigo —admitió la alemana con gesto de resignación—. Llegaré a un acuerdo con Don Bartolomé y Miguel Díaz sobre la parte del oro que me corresponde, venderé la casa y volveré a mi país.
—¿Y Haitiké?
—Vendrá conmigo, naturalmente.
—¿En verdad creéis que Baviera es el lugar idóneo para un niño nacido en tierras cálidas y cuyo único sueño es el mar?