Azabache (15 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Azabache
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Por ello, una calurosa noche de luna llena en la que se diría que el sol no había acabado de ocultarse en el horizonte, tal era la claridad con que se distinguían hasta los más mínimos detalles del bosque de palafitos que sostenían las cabañas, ni siquiera se molestó en protestar cuando la africana acudió a pedirle con susurros que embarcase en una de las dos canoas que se balanceaban silenciosamente bajo ellos.

—¿A qué viene tanto misterio? —quiso saber el gomero—. ¿Acaso estamos huyendo?

—No —musitó la negra sin alzar la voz—. Pero no quiero que Yakaré descubra que nos vamos. Probablemente intentaría detenernos.

El cabrero llegó a la conclusión de que más bien lo que en verdad deseaba era no llevarse la terrible decepción de descubrir que el padre de su hijo no hacía nada por impedir tan peligrosa aventura, pero optó por recoger sus cosas y descender en silencio a la piragua, convencido de que jamás regresaría al pacífico poblado en el que transcurrieran algunos de los más hermosos meses de su existencia.

A medida que se alejaban remando mansamente y la quebrada línea de irregulares techos de hojas de palma iban quedando atrás bellamente iluminados por aquella inmensa luna, el canario
Cienfuegos
abrigó una vez más la desagradable sensación de que se lanzaba al abismo dejando de ser dueño de su destino, para pasar a ser de nuevo víctima de los caprichos de alguien que se divertía en zarandearle sin compasión alguna.

Dijera lo que dijera
Azabache
, el largo periplo a través de selvas, pantanos y montañas en procura de un mítico hechicero no podría convertirse nunca en un tranquilo paseo, sino que constituiría sin duda la reanudación de la difícil existencia, repleta de sobresaltos e imprevistos a que parecía estar abocado desde el día en que se le ocurrió la estúpida idea de colarse como polizón en una de las tres carabelas que se disponían a cruzar por primera vez el inmenso «Océano Tenebroso».

La estancia en el acogedor poblado «cuprigueri» no había sido por tanto más que un paréntesis de paz, y su eterna mala suerte exigía ahora que se precipitase una vez más en la vorágine de un mundo exterior plagado de peligros.

Pisar tierra después de tantos meses viviendo sobre las aguas se le antojó por ello como chocar bruscamente con la desagradable realidad, y comprendió por qué tantas mujeres nacían y vivían en el centro del lago sin demostrar el más mínimo interés por visitar siquiera sus orillas, y por qué eran cada día más los hombres que se recluían en los palafitos renunciando a cuanto no fuera la inconcebible paz de una existencia hecha de hermosos amaneceres, calurosos días de pesca, y dulces noches de amor y risas.

Apenas se vislumbraba una primera claridad hacia levante, cuando ya las tres mujeres que les habían acompañado iniciaron la ceremoniosa tarea de prepararles para el viaje, para lo cual les obligaron a desnudarse por completo, y tras un largo baño en las tibias aguas les embadurnaron de un oloroso aceite de palma que dejó sus cuerpos tan suaves como una sedosa tela sobre la que se aplicaron a la tarea de dibujar pacientemente infinidad de signos mágicos empleando principalmente para ello negra tintura de «genipapo» y roja de semilla de «achiote».

El delicado trabajo sobre la blanca piel del gomero no ofrecía al parecer especiales dificultades, pero el cuerpo de
Azabache
enfrentó a las improvisadas artistas a irresolubles problemas ya que el «genipapo» desaparecía pronto a la vista, mientras que el rojo no destacaba con la fuerza que hubiera sido de desear.

Por desgracia la ciencia pictórica «cuprigueri» no iba mucho más allá en cuestión de colores básicos por lo que dado el escaso éxito obtenido con la mujer, decidieron compensarlo cargando las tintas sobre
Cienfuegos
, hasta el punto de que cuando se sintieron satisfechas no quedaba prácticamente un solo centímetro de la enorme anatomía del isleño que recordase su tonalidad de origen.

Al observar la forma en que
Azabache
le miraba, el cabrero agitó la mano negativamente:

—Mejor no digas nada —suplicó—. Imagino la pinta que debo tener y me entran ganas de echarme a llorar.

Pero si el pobre hombre suponía que con la pintura habían acabado sus desdichas, muy pronto averiguó que se encontraba equivocado, ya que por último las mujeres extrajeron de una de las canoas dos inmensas capas de blancas plumas, así como sendos tocados que les ajustaron a la cabeza de tal forma que al concluir semejaban un par de zanquilargos pajarracos de ridículo aspecto.

—¡Dios! —sollozó el canario—. ¡No puedo creer que pretendan que vayamos de esta guisa por el mundo!

—A partir de ahora sois aves peregrinas en busca del «Gran Blanco» —fue la respuesta de la más vieja de las «cuprigueri»—. Pacíficas garzas del lago en largo vuelo durante el que nada ven, nada oyen y nada dicen.

—Su tono de voz era profundo y grave, sin opción a réplica—. ¿Entendéis a lo que me refiero? —concluyó.

—¿Pretendes decir que no podremos hablar con nadie? —se asombró
Cienfuegos
—. ¿Cómo averiguaremos entonces el camino?

—Preguntando con el canto del pájaro sagrado: ¡«Yaaaa-cabo»! —fue la respuesta—. Ese es el único sonido que los peregrinos pueden emitir durante el tiempo que permanecen en territorio enemigo: ¡«Yaaaa-cabo», «Yaaaa-cabo»! Gritadlo y sabrán que viajáis en son de paz. Os indicarán el camino, pero recordad que no podéis pronunciar ninguna otra palabra ni intervenir en nada de cuanto suceda a vuestro alrededor. Sois como aves.

—¡Mierda!

—¿Cómo has dicho?

—He dicho mierda —insistió
Cienfuegos
—. De todas las cosas absurdas que me han ocurrido, ésta es sin duda la más ridícula. ¿A quién se le ocurre, que tenga que convertirme en pájaro y volar en compañía de una negra preñada?

—Es la ley. ¿Acaso no existen en tu país los peregrinos?

—No lo sé —admitió sinceramente el gomero—. Imagino que sí.

—Pues para que un peregrino viaje sin riesgos, debe aceptar determinadas condiciones. Estas son las que imponen los «pemeno» y, sobre todo, los sanguinarios «motilones». ¡Ojo con ellos! Odian a los extranjeros.

—¡Si llevan esta pinta no me extraña!

Intentó por última vez resistirse a la idea de emprender un largo viaje por tierras ignotas disfrazado de aquel modo, pero las «cuprigueri» se mostraron inflexibles en cuanto se refería a tan primitivos hábitos de penitente, recalcando una y otra vez la advertencia de que, sin ellos, su vida no valdría una brizna de paja de allí en adelante.

Por último, y ya cansada de tanta protesta, la que parecía llevar la voz cantante señaló un verde montículo distante unas cuatro leguas y añadió dando por concluida la discusión:

—En aquella colina empieza el territorio de los «pemeno» y vivir o morir depende de vosotros.

Reembarcaron sin molestarse en volver ni tan siquiera una vez el rostro, y
Cienfuegos
se limitó por tanto a tomar asiento en una piedra y, mascullar:

—Sería un buen momento para decir aquello de que es preferible morir con dignidad a vivir en el oprobio, pero la verdad es que sin testigos la frase no merece la pena… —Movió los brazos de forma que las plumas de la capa se agitaran como las alas de un desmañado avestruz que intentara volar y añadió desabridamente—. Este año sí que ha llegado pronto él carnaval.

—Te advertí que no te gustaría el viaje —le hizo notar la negra—. Si hay algo que los hombres soportáis mal es el ridículo… —No pudo evitar una leve sonrisa al tiempo que agitaba de un lado a otro la cabeza—. Y lo cierto es que estás hecho un adefesio.

—Pues tú, con esa tripa y esas plumas tampoco ganarías un concurso. —Chasqueó la lengua malhumorado—. Puede que no nos tiren flechas —admitió—. ¡Pero lo que son piedras…!

Inició la marcha con la misma desgana que hubiera empleado si se encaminase directamente al matadero, pero a los pocos metros dio un cómico salto, agitó de nuevo las alas, y graznó sonoramente:

—¡«Yaaaa-cabo»! ¡«Yaaaa-cabo…»!

Su Excelencia el Capitán León de Luna, vizconde de Teguise, dueño de una tercera parte de la isla de La Gomera y una fastuosa casa solariega en Calatayud, primo lejano del Rey Fernando y ex esposo de Ingrid Grass, conocida ahora como
Doña Mariana Montenegro
, a punto estuvo de morir de un ataque de apoplejía el día en que descubrió que había sido engañado por Alonso de Ojeda y sus compinches, quienes le habían reembarcado rumbo a Cádiz haciéndole creer que navegaba hacia una portentosa isla en la que había sido descubierta la mágica «Fuente de la Eterna Juventud».

Su cólera hacia quienes le burlaran de forma tan ignominiosa dejó paso bien pronto a una profunda ira hacia sí mismo, ya que era lo suficientemente inteligente como para reconocer que cuanto le había ocurrido en «Isabela» era en el fondo culpa suya.

Mareado a todas horas, vomitando y con la cabeza a punto de estallarle, el interminable viaje de regreso a Europa se convirtió en un auténtico martirio, hasta el punto de que tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no tomar la drástica decisión de lanzarse por la borda y poner fin así a sus innumerables padecimientos.

Traicionado por la mujer que amaba con un cabrero analfabeto que a su modo de ver más semejaba un simio que un auténtico ser humano, descubriendo luego cómo ella era capaz de seguirle al confín del Universo, aun a costa de renunciar a todo cuanto de valioso le había dado en este mundo, y escarnecido más tarde por los que debían ser sin duda sus amigos, la moral del Capitán se encontraba tan malparada, que desaparecer para siempre se le antojaba la única salida digna para un hombre de su rango.

Lo que sufrió durante aquellos largos meses de cielo y mar sólo lo supo él mismo, y el odio que sentía por la mujer a la que tan profundamente había adorado se enconó a tal extremo que le pudrió el espíritu, convirtiéndole de un capitán antaño valiente y generoso, en un ser reconcentrado en su obsesión por la más cruel de las venganzas, a tal extremo que en su imaginación no cabían otras escenas que aquellas en las que se viese a sí mismo torturando a Ingrid Grass durante años.

Matarla no bastaba.

Si hubo un tiempo en que las ofensas se lavaban con sangre, había quedado atrás definitivamente puesto que ya no era cuestión de recuperar un trasnochado honor que había dejado de importarle, sino que tenía el convencimiento de que continuar viviendo resultaría una carga insoportable mientras no hubiese hecho padecer a la alemana una milésima parte de lo que había padecido por su causa.

El hombre es sin duda el único animal en el que un sentimiento consigue anular los instintos y sentidos logrando que objetos, olores y sonidos pierdan su auténtica dimensión para transformar en irreal la realidad, otorgando a las fantasías el protagonismo absoluto de la existencia, y sobre esa base, para el Capitán León de Luna; todo cuanto no estuviese relacionado con su imperiosa necesidad de hacer daño a su ex esposa, pasó por tanto a formar parte de una especie de universo secundario al que no merecía la pena prestar la más mínima atención por el momento.

El sol no calentaba, el viento no refrescaba, el pan no aplacaba el hambre, ni aun el agua calmaba la sed, puesto que no existían calor, frío, sed o hambre mientras continuase bullendo en su interior un odio incombustible que amenazaba con reducir su espíritu a cenizas.

Durante aquellos meses el océano fue más profundo que nunca.

Y el cielo más alto y más injusto.

Cuando por fin consiguió poner de nuevo el pie en tierra firme fue para buscar falso consuelo en las más sucias tabernas y hediondos prostíbulos de Cádiz, viendo zarpar las naves que seguían la ruta de su venganza, pero sabiéndose incapaz por el momento de encarar una nueva e insufrible travesía.

Los barcos se iban, él se quedaba, y transcurrió casi un año sin que ello significase que remitieran sus ansias de desquite, sino que, por el contrario, el rencor amasado con mimo día tras día, fue haciendo madurar un plan que habría de proporcionarle la seguridad de que nadie le impediría en esta ocasión el desagravio.

Por fin, el día en que un extremeño recién llegado de la isla le proporcionó la certeza de una tal
Doña Mariana Montenegro
no podía ser otra que su ex esposa, malvendió «La Casona» y las tierras de La Gomera, fletó la más veloz carabela de la costa andaluza, buscó un piloto que había hecho por dos veces el viaje de ida y vuelta a «La Española», y contrató los servicios de media docena de facinerosos que no hubieran dudado a la hora de asesinar a su propia madre por tres piezas de oro.

Zarparon una noche de agosto, sin luces y en silencio, pusieron rumbo al suroeste dejando a los diez días las islas Canarias por la banda de babor, y tras una movida travesía en la que su estómago no cesó ni un solo momento de incordiarle, fondearon una brumosa tarde de octubre en una tranquila ensenada a unas quince millas de «Isabela».

Aún aguardó tres días hasta saberse repuesto por completo, y por último armó a su tropa y emprendió la marcha con tanto o más sigilo que el que empleaba cuando acudía a la isla de Tenerife a tratar de sorprender a los salvajes «guanches».

Desembocaron a media noche en la amplia bahía, y lo primero que le sorprendió fue la quietud y el silencio de la ciudad dormida, sin una luz en las casas, una nave en el «puerto», una voz alertando a los centinelas, o el ladrido de un perro vagabundo.

—Esto no me gusta —oyó mascullar a sus espaldas—. Esa ciudad parece muerta.

—Olvida la ciudad —musitó autoritario—. Lo que importa es la granja que se alza entre la arboleda al final de la playa.

—¿Y si todo esto se encuentra repleto de salvajes?

—Habremos venido a morir lejos de casa.

—No era ése el trato —rezongó un gigantón que hedía a sudor y vómitos—. Pero ya que estamos aquí, no es cuestión de volverse con las manos vacías.

Continuaron su sigiloso avance, cada vez con más miedo, atentos a un rumor o un simple movimiento, convencidos de que en cualquier instante caería sobre ellos una sanguinaria banda de aborígenes armados y lamentando la mayoría de los malencarados asesinos la pésima ocurrencia de haber aceptado acompañar a un marido celoso en su infernal travesía del océano.

Creían ver fantasmas en todas partes, aunque tan sólo el manso rumor de las olas al acariciar la pacífica playa llegaba a sus oídos, y penetraron por fin en el amplio recinto de la granja, saltando como sombras las cercas de las cochiqueras ahora abandonadas, para introducirse sigilosamente en unas vacías cabañas que debía hacer ya semanas que se encontraban deshabitadas.

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