—Muy bien.
—No tardo nada.
—Aquí te espero.
Miriam le sonríe y sale de la nave mientras el chico desmenuza la marihuana que saca de una bolsita de plástico y la mezcla con el tabaco.
La chica se da prisa por llegar a la caseta. Se mete dentro rápidamente y cierra la puerta. Ese idiota no se ha dado cuenta de que cuando cogía el paquetito con el papel, también se hacía con su nuevo móvil. Resopla. Muy nerviosa, marca el número de información, pero le da que no hay señal.
—¡Joder! ¡Maldita sea! —exclama, moviéndose por la caseta para ver si encuentra alguna rayita de cobertura.
No lo consigue. Tendrá que salir y llamar desde fuera. Eso supone un gran riesgo. Si Ricky la oye, está perdida. La música de Paramore sigue sonando a todo volumen dentro de la nave. Eso le alivia. Así es más difícil que la escuche.
Despacio, para no hacer ruido, camina hasta la parte de atrás. No hay mucha cobertura, pero sí un par de rayitas esperanzadoras. Vuelve a teclear el número de información ¡y en esta ocasión funciona! Tras dos «bips» contestan. Miriam, hablando muy deprisa, pide sin alzar la voz el número que necesita. La mujer que le atiende le pregunta que si le pasa directamente con la centralita. Esta asiente. Se mueve inquieta, vigilando que la cobertura siga estable. Está hecha un flan. Son escasos segundos. Tres nuevos «bips» y una señora con acento andaluz aparece al otro lado de la línea. Se presenta y le pregunta la dirección a la que desea que le envíe el taxi.
—¿Qué coño haces?
Miriam no puede hablar. Ni con la señora ni con Ricky. Se ha puesto blanca y está muy asustada. El joven rapado se dirige hacia ella y le arrebata el móvil. Se lo pone en la oreja y escucha cómo una mujer habla al otro lado. Está preguntando que si continúa ahí o si ya no quiere el taxi. Cuelga.
—Yo… solo… quería ir a mi… casa —indica temblorosa.
El miedo se apodera de ella cuando se enfrenta a los ojos del chico, que parecen ensangrentados de rabia.
—¿Me has querido engañar?
—No.
—¿No? ¿Y por qué no me has dicho que ibas a llamar por teléfono?
—No lo sé.
La joven solloza. Ricky entonces la agarra por un brazo y la arrastra hacia la nave. Miriam se queja porque no quiere entrar. Sin embargo, la fuerza del chico es muy superior a la de ella y termina cediendo.
—Como se te ocurra llamar otra vez sin mi permiso, me voy a tener que cargar también este móvil.
—¿Qué? ¿Fuiste tú?
—Claro que fui yo. No sé cómo pensaste que la pobre Laura podía haberlo hecho. No eres tan lista como quieres aparentar. Si fueras solo un poco inteligente, no te habrías venido aquí a vivir y no habrías pensado que algún día Fabián podía enamorarse de ti. Eso sí que es de tontos.
En eso tiene razón. Ha sido muy tonta. Y aquello debe ser una pesadilla. Está atrapada en un lugar alejado de todo, con un tipo que está loco y con otro loco que se ha hecho pasar por su novio para beneficiarse de todo cuanto pudiera de ella. Ni siquiera sabe qué ha hecho con las joyas de su abuela. ¡Cómo ha estado tan ciega para no descubrirlo antes!
Las drogas, el alcohol, los porros… y el peor de los vicios, su amor por Fabián, han hecho que haya perdido el rumbo por completo y que se haya metido en un camino sin salida ni retorno.
¡Sus padres tenían razón! Y ella no lo vio.
Miriam camina despacio hacia la cama. Hasta le cuesta ir en línea recta. Se sienta en el colchón y se recoge sobre sus rodillas, agachando la cabeza. Tiene ganas de llorar. No sabe qué va a pasar con ella ahora que se ha enterado de todo. Siente miedo. Mucho miedo. No de aquel estúpido musculado de la cabeza rapada. Su verdadero enemigo es el joven de quien está enamorada.
Porque, cuando llegue Fabián…, ¿qué sucederá?
Esa tarde de diciembre, en un lugar de la ciudad
Los dos caminan sin hablar. Han estado en la casa de ella primero y ahora van a la de él. En unos minutos se tienen que reunir con Cris y Alan, con quienes han quedado para ir a la nave de Fabián a por Miriam. Lo harán en el coche del francés, que ha ido junto a su novia a sustituirlo por la moto con la que habían acudido hasta allí.
—¿En qué piensas? —le pregunta Mario, cansado por todo lo acontecido durante el día.
Primero fue lo de Claudia, luego la discusión con Diana y finalmente la historia de su hermana. Está agotado mentalmente. Y le afecta, especialmente, que su novia apenas le dirija la palabra.
—En muchas cosas —contesta Diana, mirando hacia el frente.
—Alguna tendrá que ver conmigo, imagino.
—Todas. Todas tienen que ver contigo.
La pareja continúa andando por la calle en aquella fría tarde de diciembre. Cabizbajos. Lo que sucedió por la mañana les ha influido mucho. No van de la mano, como en tantas otras ocasiones, ni se llaman cariñosamente, sino por sus nombres de pila. ¿Será un simple enfado o está en peligro la relación?
—Lo siento. De verdad.
—Déjalo ahora, Mario. No me apetece discutir.
—Tú ya sabes que te quiero.
—Has besado a otra. No estoy tan segura de eso.
—Fue un accidente. Me obligó.
—Te pueden obligar a muchas cosas, pero una persona no besa a otra si no quiere… o está borracha. Y tú lo único que habías bebido era un Cola Cao.
El chico suspira. Tiene razones para estar dolida con él. Deberá tomarlo con calma y esperar.
Llegan a la casa, saludan a los padres de Mario y suben rápidamente a la habitación. El joven abre el armario y busca lo que han ido a coger. Allí está. Es un bate de béisbol que le regalaron unos familiares norteamericanos a los que solo ha visto una vez en su vida. Nunca lo utilizó… y espera que hoy tampoco sea el día. Sin embargo, es mejor ir prevenidos. Diana también ha cogido de su casa un martillo que lleva escondido en un bolsillo interior de su abrigo.
—¿Cómo vamos a sacar esto de aquí? —pregunta el joven examinándolo detenidamente. Hasta ahora no se había dado cuenta de lo que pesaba.
—Trae —dice la chica arrebatándoselo. Abre la ventana del cuarto, observa que no hay nadie debajo, apunta y lo lanza—. Ale, ya está.
Mario se pasa una mano por la cara y mueve la cabeza de un lado para el otro. Qué sutileza. Sin embargo, ha sido eficaz. No ha sonado demasiado al golpear contra la hierba del jardín y por esa zona de la calle no pasa mucha gente. Nadie la ha visto.
Se despiden de sus padres y salen de la casa a toda velocidad. Van hacia el lugar donde está el bate de béisbol. Diana es quien lo coge. No se ha roto.
—Con esto puedes cargarte a alguien —indica su novio, quitándoselo y dando golpecitos en su mano.
—No me des ideas.
—Espero no estar incluido en esas ideas.
En ese instante, suena el móvil del chico. Acaba de recibir un SMS. Diana lo mira expectante. ¿No será ella otra vez? A Mario le da miedo sacar el teléfono del bolsillo de su cazadora y comprobar de quién es el mensaje.
—¿No vas a mirarlo?
—¿El qué?
—El móvil, ¿qué va a ser?
—Luego. Ahora vamos a…
Pero la chica no está dispuesta a soportar más tonterías. Se acerca hasta él, mete la mano en el bolsillo y coge el teléfono. «Un mensaje recibido». Y quien lo envía es…
—¡Oh! ¡Si es tu querida Claudia…! ¿Qué querrá ahora esa robanovios?
—Déjalo. No le contesté antes y…
—A ver qué dice… —Cambia su voz, a una más suave y aguda, y empieza a leer—: «¿Estás enfadado conmigo? ¿Por qué no me respondiste el otro SMS? Siento si mi beso te molestó. Pero a mí me hizo la chica más feliz del mundo».
Los dos se miran cuando Diana termina de leer. Apenas puede sostener un segundo sus ojos en los suyos, así que levanta la cabeza y observa el cielo. Está oscureciendo. El frío penetra en su cuerpo y le roza la cara. Y siente ganas de llorar.
—No le voy a responder.
—¿Y qué más da eso? —comenta, dolida—. ¿Cómo voy a quitarme de la cabeza que me has estado ocultando esto durante tres meses?
—Lo siento.
—Aunque lo sientas, que no lo dudo. ¿Cómo me olvido de que la has besado?
—No te vale de nada que el lunes pida un cambio de clase, ¿verdad?
—No, Mario. No me vale.
El joven agacha la cabeza y camina hacia la esquina en la que han quedado con Cris y con Alan. Diana le sigue. Se pone a su altura e introduce el móvil en el bolsillo de la cazadora en el que lo llevaba antes. No ha borrado el SMS de Claudia.
—¿Y qué vamos a hacer?
—No lo sé. Tú siempre te has portado tan bien conmigo…, siempre has estado a mi lado en los peores momentos. Soportaste mis paranoias, mis comeduras de coco, mis problemas con la comida… Jamás imaginé que hicieras algo así.
Silencio. Hay poco más que decir. Por muchas veces que le pida perdón, no habrá forma de solucionarlo. Ha metido la pata y será difícil que ella vuelva a confiar en él otra vez. Se lo merece por estúpido.
Un BMW de color negro se detiene junto a ellos. La ventanilla del copiloto se baja y Cristina los saluda.
—Subid —indica con una sonrisa—. ¡Vamos a derrotar a los malos!
La pareja obedece y se monta en la parte de atrás de aquel lujoso cochazo.
—Desde luego está claro que con los hoteles os va bien, ¿eh? —comenta Diana tratando de recuperar algo de ánimo—. ¿Este coche es tuyo o de tu tío?
—Este es mío. Es el único que tengo.
—Ya quisiera yo que el único coche que tuviera fuera la mitad que este.
—Cuando te saques el carné, te lo dejo conducir.
—¿En serio?
—No. Claro que no.
—Capullo.
Todos ríen menos Mario. Él no tiene ganas de nada. La culpabilidad lo está matando. No puede dejar de pensar en que tal vez su historia con Diana se haya terminado. Es difícil saber qué es lo que pasará entre ellos, pero cabe la posibilidad de que nada vaya a ser como antes.
Sin embargo, ahora tiene que tratar de centrarse en otro asunto. Es muy importante hacer las cosas bien. Sacar a su hermana de aquella nave no va a ser nada fácil. Y cualquier fallo o despiste resultaría fatal. Esos tipos no se andarán con juegos.
—¿Es por ahí? —pregunta Alan señalando hacia la izquierda.
—Sí. En cuanto puedas, coges el desvío para la autovía.
—Perfecto.
En los minutos que dura el trayecto hasta la nave de Fabián, los cuatro conversan sobre lo que van a hacer y cómo lo van a hacer. El plan es llevarse a Miriam de allí y, si ella se negara, por lo menos que llame a sus padres para decirles que está bien. Barajan alguna que otra alternativa, pero esos son sus objetivos principales.
—Ese es el camino que tienes que tomar, Alan —interviene Diana, indicándole por dónde tiene que ir.
El BMW gira a la derecha y se adentra por una carretera muy estrecha y bacheada. Conforme avanzan, la noche va haciendo acto de presencia. Todo se vuelve más siniestro en aquel terreno por el que no pasa ni un alma.
—Menudo sitio. Da miedo —dice Cris, mirando a través del cristal de la ventana.
—Pues miedo es precisamente lo que no debemos tener —le indica su novio sonriéndole—. Todo irá bien.
—Eso espero.
Los continuos baches de la carretera hacen que el coche vaya dando botes y que Alan sufra por la carrocería y los amortiguadores de su BMW.
—¿Queda mucho para llegar? —pregunta el francés algo desesperado.
—No. Allí es.
Las palabras de Diana alertan al resto, que se pone en guardia. Es como un toque de corneta antes de la batalla. A unos metros de distancia pueden ver la enorme nave en la que Miriam lleva viviendo desde el martes y de donde sus amigos y su hermano van a intentar sacarla. Los cuatro saben que la empresa no será fácil, pero ninguno de ellos se imagina lo que el destino les tiene preparado.
Porque, si lo supieran, tal vez darían marcha atrás.
Ese día de diciembre, en un lugar de Londres
Luca enamorado de Valentina. ¿Quién lo iba a decir? Tantas discusiones por el tema, tantas intuiciones, y todas ellas equivocadas.
Paula tiene la tentación de bajar a la cocina a ver qué tal le ha ido al joven del parche. ¿Se habrá atrevido a confesarle sus sentimientos?
En el fondo no es tan mal tipo. Las circunstancias de la vida han hecho que se convierta en alguien arisco, desagradable e insolente, especialmente con personas que cree que se sienten superiores al resto. Sin embargo, el amor le ha cambiado. En realidad ella tiene poco que ver con su transformación. Ha sido su compañera de habitación, sin pretenderlo, la que ha conseguido que Luca Valor sea otro completamente distinto al que era.
Mira la hora. Se ha hecho tarde y casi no ha estudiado hoy tampoco. ¡Qué exámenes trimestrales le esperan! No va a aprobar ni uno como siga sin concentrarse. Pero es que tiene tantas cosas en la cabeza…
Le apetece chocolate. Azúcar. ¿Quedará algo dulzón en la máquina? Qué golosa se está volviendo. Esta mañana, los churros; al medio día, la tarta de manzana, y ahora quiere una chocolatina. Se levanta el jersey y se mira la tripa. Está algo hinchada, pero… ¡qué más da!
Decidido. Necesita comer algo con muchas calorías.
Busca en su bolso el monederito donde guarda el dinero y, cuando lo encuentra, sale disparada con él a por alguna chuchería que sacie sus ganas de glucosa. Camina deprisa por el pasillo de la tercera planta. Baja la escalera a toda velocidad.
Va tan rápido que en el último escalón de la segunda planta tropieza y casi cae encima de alguien que la sujeta antes de que se dé un buen golpe.
—
I´m sorry
—dice en inglés, levantando la mirada.
—Señorita García, ¿dónde iba tan deprisa?
Quien la ha ayudado es nada más ni nada menos que el director de la residencia. Paula se pone muy colorada cuando se da cuenta de lo torpe que ha sido y de que casi cae encima de aquel hombre. Pero Robert Hanson no está solo. Detrás de él hay un señor de más o menos su edad, elegantemente vestido. Es moreno, de ojos oscuros y bastante alto. Tiene un porte envidiable para sus años.
—Perdón, señor Hanson. Iba a comprar una chocolatina a la máquina de abajo y no le vi venir.
—Pues precisamente nosotros íbamos a verla usted.
—¿A mí? ¿Para qué?
—Le presento a Philipp Valor.
—¿Valor? —pregunta la joven mientras le da la mano a aquel hombre, que sonríe.