Calle de Magia (12 page)

Read Calle de Magia Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
2.22Mb size Format: txt, pdf, ePub

Daban marcha atrás hasta que el cañón era lo bastante ancho para poder dar media vuelta y corrían hasta encontrar el lugar donde se habían equivocado. Cuando la carretera llegaba al punto más bajo había un paso estrecho a la izquierda; entonces Mack se daba cuenta de que no se trataba de una carretera, sino de un río seco.

En el momento en que pensaba eso, oía un trueno lejano y sabía que llovía en las montañas, y que el hilillo de la cascada al fondo estaba a punto de convertirse en un torrente y habría agua llegando al otro lado del río también, y allí estaban, atrapados en aquel estrecho cañón donde apenas cabía su vehículo, y todo iba a llenarse de agua que los empujaría cañón abajo golpeándolos contra los acantilados, haciéndolos rodar como si fueran una piedra del río.

En efecto, en el sueño ahí llega el agua, y es tan terrible como él pensaba, dan vueltas y más vueltas, chocan aquí y allá y, por las ventanillas, todo lo que puede ver es agua y piedras y luego los cuerpos muertos de las otras personas que van en el vehículo mientras se aplastan y se destrozan contra las paredes del cañón y de repente...

El vehículo sale al espacio abierto y ya no hay acantilados, sólo aire a cada lado y un lago debajo y el vehículo cae al lago y se hunde más y más y Mack piensa tengo que salir de aquí, pero no puede encontrar un modo de abrir ni una puerta ni una ventanilla. Más y más profundo hasta que el vehículo se posa en el fondo del lago con peces nadando y chocando contra las ventanillas y luego se acerca una mujer desnuda, ni sexy ni nada, sólo desnuda porque nunca ha oído hablar de la ropa, se
acerca,
nadando y lo mira y le sonríe y cuando toca la ventana ésta se rompe y el agua se cuela lentamente y lo rodea y él sale nadando y ella besa su mejilla y dice bienvenido a casa, te echaba mucho de menos.

Cuando Mack fue lo bastante mayor para estudiar psicología, no le costó deducir de qué trataba este sueño. Era el nacimiento. Era llegar al punto más bajo, completamente solo, y luego encontrar a su madre, que había ido a verlo y le abría la puerta y le dejaba volver a entrar en su vida.

Él creía tanto en este sueño que estaba seguro de saber cómo era su madre, la piel tan negra que era casi azul, pero con una nariz fina, como esos hombres y mujeres de Sudán que salían en el libro
Pueblos africanos
del colegio. Tal vez soy africano, pensó. No afroamericano, como los otros chicos negros de su clase, sino verdaderamente negro, sin una gota de blanco.

Pero ¿por qué lo había abandonado su madre?

Tal vez no había sido idea suya. Tal vez la drogaron y le quitaron al bebé y se lo llevaron y lo ocultaron y ella ni siquiera sabía que había llegado a vivir, pero Mack sabía que la encontraría algún día, porque el sueño era tan real que tenía que ser cierto.

Sabía que trataba de su madre por lo mucho que deseaba poder tender las manos y tocarla, pero en cambio estaba bajo el agua, nadando hacia la superficie en busca de aire, sólo que el cielo brillante parecía oscurecerse y la superficie quedaba cada vez más lejos, no importaba lo desesperadamente que nadara, y sabía que era así porque los sueños fríos se hacían realidad, pero no
sus
sueños.

Y no le importaba. Como no podía escapar de los sueños fríos, no le gustaba la forma en que se cumplían. Era como si alguien siempre convirtiera el cumplimiento del deseo en una jugarreta. Así que lo último que quería era que su sueño de huir se convirtiera en un deseo también. No quería que le gastaran esa jugarreta.

Aunque sí que deseaba saber quién iba con él en el vehículo.

Ese era el paisaje de sus sueños: la misma carretera cada vez, el mismo cañón, el mismo lago. Y sólo llegaba allí cuando huía del deseo más profundo de otra persona.

¿Era eso el agua que lo perseguía por el cañón? ¿Una inundación de los deseos de los demás?

Sus deseos eran parte de su mapa de Baldwin Hills. Conocía las calles, conocía las casas, pero no por las direcciones o los nombres, sino por el recuerdo de los sueños que salían de allí.

Estaba Ophelia McCallister, una viuda que sólo deseaba reunirse con su marido, que había muerto de un ataque al corazón justo después de terminar un acuerdo económico que la hizo rica. Mack odiaba esa ansiedad suya, porque temía todas las formas en que su deseo podía cumplirse.

Lo mismo sucedía con Sabrina Chum, que odiaba su enorme nariz y deseaba deshacerse de ella. Y con su amigo Nathaniel Brady, cuyo sueño consciente de jugar a hacer mates nacía, a nivel más profundo, de un deseo de volar.

La intensa ansia del profesor Williams de que leyeran su poesía y se hiciera famosa parecía bastante inofensiva. Pero Mack sabía bien que cualquier anhelo en un sueño frío podía cumplirse y convertirse en algo maligno.

Como Sherita Banks, que simplemente quería que los hombres la desearan. ¿No sabía lo fácilmente que ese deseo podía cumplirse
sin
magia? No tenía que ser anhelado, invitando al perverso humor de la fuerza malévola que saqueaba los sueños de Mack y destruía las vidas de sus vecinos.

Era como un cuento de hadas que Ceese le había leído una vez sobre el pescador que capturó un pez que le concedió tres deseos. Sin pensarlo, deseó un gran budín. Y cuando su esposa le reprendió por desperdiciar un deseo, deseó furioso que se le pegara a la nariz. Hizo falta el tercer deseo para que todo volviera a la normalidad.

Cuando Mack vio a Sondra Brown empujando a Tamika en su sillita de ruedas, con todas las correas y varas y alfombrillas que mantenían recto el cuerpo espástico de la niña, pensó: ¿dónde está el tercer deseo, el que puedo usar para deshacerlo todo?

Cuando Ceese y él vieron en DVD
Darby O'Gill y la gente pequeña,
Mack se pasó semanas susurrando para sí cada vez que se despistaba: «El cuarto deseo y todo desaparece.»

Pero se habían concedido más de cuatro deseos en aquel barrio. Además, ¿cómo podía funcionar lo de «todo desaparece» con el padre arquitecto de Romaine Tyler, que quedó lisiado por una viga que se
cayó
de una grúa en la construcción de su nuevo edificio para concederle a ella el deseo de que estuviera en casa todo el tiempo y poder verlo siempre que quisiera? Ahora lo veía sufriendo constantemente, con la espalda y el hombro tan destrozados que sobrevivía en una bruma de medicamentos y nunca se levantaba de la cama.

¿Lo de «todo desaparece» lo sanaría de nuevo, podría volver al trabajo, pero tan atareado que nunca estaría en casa para ver a su hijita solitaria? O simplemente le dejaría morir, garantizando el deseo de
su
corazón, tan profundo que lo desconocía, convencido como estaba de que Jesús le había salvado la vida en aquel accidente por algún motivo.

No es Jesús, señor Tyler. Son los sueños enfermizos del hijo de una bolsa de la compra, que comió en su mesa y no quería que esto le sucediera.

Mack veía a Romaine en el colegio con frecuencia, y seguía pensando: ¿por qué tienes que aparecer tan a menudo en mis sueños? Traté de apartarme de tus ansias, pero no puedo resistirme a un sueño como ese eternamente. No es culpa mía.

Y, por debajo, el verdadero convencimiento: todo es culpa mía.

Sin embargo, cuando dejaba aquel barrio, acosado como estaba por todos los deseos que había soñado, Mack se sentía vagamente perdido. Al ir al norte por La Ciénega o La Brea hacia la autopista, o al este hacia el viejo centro comercial y la creciente pobreza, o al sur hacia la tierra de los pozos de petróleo, los edificios le parecían más y más vacíos. Seguía habiendo bastante gente, pero todos eran extraños que nunca habían anhelado en sus sueños. Por mucho que temiera los sueños fríos, al menos conocía a los soñadores.

Y así pasaron los años. A un adulto, su infancia le habría parecido idílica. Como algo salido de una vieja serie de televisión. Libertad todos los veranos, amigos con los que charlar acerca del colegio. Correr aventuras en Hahn Park y los bosques de más allá de la tubería de desagüe o jugar en la maleza de las colinas. Cuanto mayor se hacía, más libertad tenía... aunque siempre tuvo al parecer toda la libertad que quiso. Ceese se graduó en el instituto y luego en la universidad, y para entonces Miz Smitcher sabía que no era insustituible. Todo el barrio cuidaba de Mack.

La señora Tucker, la madre de Ceese, seguía hablando de que era hora de mudarse a algún sitio más pequeño, ya que el último de sus hijos se había marchado, pero seguía allí día tras día, año tras año, cada vez que Mack se pasaba a verla. A veces Ceese estaba, pero no a menudo: se encontraba siempre ocupado trabajando para el Departamento de Aguas, haciendo cosas con los ordenadores mientras se graduaba como ingeniero. Lo más probable era que Mack se encontrara con alguno de los hermanos mayores de Ceese, que siempre parecían haberse divorciado recientemente o acababan de quedarse sin trabajo o venían muy pomposos a ver por qué, fuera lo que fuese que estuviera haciendo la señora Tucker, lo hacía siempre mal.

Y Miz Smitcher era también más vieja. Era algo que Mack sólo advertía de vez en cuando, pero la miraba y veía que había gris acero en su pelo y que la piel de su cara se ajaba y gruñía más cuando se quitaba los zapatos, y tenía la veteranía suficiente para no tener turnos de noche, a menos que sustituyera a alguien.

Mack nunca intentaba expresar con palabras lo que sentía por ella. Sabía que lo había acogido cuando bien podría haberlo entregado a un hogar adoptivo. Y aunque era Ceese quien lo había educado cuando era pequeño, sabía que estaba tan unido a ella que nunca la dejaría, nunca querría marcharse no importaba lo vieja que se hiciera, no importaba lo mucho que él recorriera el barrio: volvía a casa con ella.

Porque ése era su deseo. Él era su deseo. Tenerlo por hijo.

Había ocasiones en que incluso se preguntaba si ella lo había conjurado en su propio sueño frío. Si apareció mágicamente junto a aquella tubería de desagüe en la curva cerrada de Cloverdale, arrancado de los brazos de su madre real y puesto en el sitio donde lo encontrarían y lo llevarían a Miz Smitcher, exactamente como habían arrancado a Tamika Brown de las sábanas y la habían metido en la cama de agua bajo sus padres dormidos. En respuesta a un deseo tan profundo que no podía ser negado.

El conocía también el sueño frío de ella. Era ella misma, tendida en la cama de un hospital, rodeada por el mismo equipo que controlaba para unos desconocidos. Médicos y enfermeras se movían a su alrededor, murmurando, y ninguna de sus palabras significaba nada, porque lo único que importaba era que, cuando abriera los ojos, allí estaría Mack Street, ya un hombre adulto, sosteniéndole la mano, mirándola a los ojos y diciendo: «Estoy aquí, Miz Smitcher. No te preocupes, estoy aquí.»

8

Casa Estrecha

El verano que cumplió los trece años, Mack se puso tan alto que Miz Smitcher se quejaba de que llevaba vaqueros un día y luego tenía que dárselos a la beneficencia y comprarle un par más grande. Y su voz estaba cambiando, así que cuando hablaba todo eran gallos.

No encontraba a tantos chicos cuando recorría el barrio esos días. O, más bien, no encontraba a los conocidos, ni a los de su edad. Todos estaban en casa, conectados a Internet, jugando o chateando, o frecuentando otros sitios donde otros chicos pudieran mirarlos y evaluarlos y decidir que eran guais.

Un montón de chicos habían decidido que pertenecían al gueto y hablaban como si procedieran de las calles difíciles de Compton o South Central, y caminaban con los contoneos y la ropa y la jerga que veían en las películas en vez de hablar como los chicos californianos de clase media alta que en realidad eran.

A Mack no le importaba y seguía hablándoles como siempre, pero no adoptó esa misma actitud, ni en el habla ni en el vestir ni en los andares, así que eso lo convirtió en un extraño que parecía algo más joven que sus amigos. O más viejo, si lo mirabas de otra forma, ya que no mostraba signos de preocuparle pertenecer a algún grupo o no.

Incluso sus notas en el colegio habían seguido siendo bastante buenas, ya que los profesores le pedían que estudiara y aprendiera, y eso hacía. Pero nadie le daba la coña diciendo que «actuaba como los blancos» ni pensaban que era mejor que ellos cuando sacaba buenas notas en los exámenes y siempre entregaba a tiempo sus deberes. Era el mismo Mack de siempre. Ninguna amenaza para nadie. Siempre buena compañía, si estaba. Pero no alguien a quien llamaras si no estaba. Así que nunca parecía que estuviera compitiendo con ellos, ni por las notas, ni por las chicas, ni por nada.

Cuando recorría el barrio veía a chicos más jóvenes. Pero cada vez menos. Baldwin Hills era la clase de barrio donde, cuando una persona negra compraba allí su casa, se acabó. Si hubieran querido «ascender» a un barrio blanco, ya lo habrían hecho. Una casa en Baldwin Hills era como tener un puesto en la universidad. Una vez que lo conseguías, no ibas a otra parte. No ibas a mudarte porque tus hijos se hubieran ido ya de casa. Incluso si, como la señora Tucker, no parabas de decirlo. Así que, cuando los hijos crecían, las casas no volvían a llenarse de nuevos bebés y niños y escolares, a menos que los nietos vinieran de visita.

Baldwin Hills estaba envejeciendo. Con el tiempo, a medida que la gente se muriera o se fuera a vivir a un asilo, llegarían nuevas familias. Pero en aquel momento, mientras Mack deambulaba por las calles de su barrio, estaba sólo un poco... más vacío.

Y cuando a Mack se le ocurría visitar a alguien a la hora de la cena, no lo rechazaban. Simplemente, no estaban en casa. Demasiado ocupados.

No era íntimo de nadie: ni en el colegio, ni en casa. No se había dado cuenta de que nadie confiaba en él. Nunca hacía preguntas porque, con diferencia, ya lo sabía. Y nunca confiaba en nadie sobre nada que le resultara profundamente importante porque no podía. Las cosas más importantes para él tenían que ser mantenidas en secreto por el bien de la gente que podía sentirse traicionada si quebraba esa norma.

Así que sus paseos por el barrio eran cada vez más solitarios, o con niños más pequeños siguiéndolo. Eso tampoco le importaba mucho a Mack. Le gustaba estar solo. Le gustaban los niños más pequeños.

Lo que no le gustaba era pasar por cierto punto concreto de Cloverdale, apenas unas casas más arriba de Coliseum. Y no sabía por qué no le gustaba. Estaba pasando por allí, pensando en sus cosas o mirando las cosas que le daba por mirar, y entonces, justo cuando pasaba entre la casa de Missy Snipe y la de los Chandress, de repente se distraía y miraba alrededor y se preguntaba qué acababa de ver. Sólo que no había visto nada. Todo parecía normal. Se quedaba en la acera, mirando alrededor. No había nadie haciendo nada, excepto tal vez algún vecino en otro patio, mirándolo, preguntándose probablemente por qué el extraño chico de Miz Ura Lee Smitcher estaba allí plantado y embobado como si alguien le hubiera dado un palo en la cabeza.

Other books

Corona by Greg Bear
Boulevard by Jim Grimsley
One of the Guys by Strassner, Jessica
The Old Magic by James Mallory
Playing God by Sarah Zettel
Friends with Benefits by Melody Mayer
Two Down by Nero Blanc