Parecía muerta.
—Hemos llegado demasiado tarde —dijo Grand.
—No —respondió Yo Yo—. Sólo está aterrada. Ayudadla a salir.Sacadla de ahí. Que respire.
Unos minutos más tarde Ophelia McCallister estaba llorando en el suelo, junto al montón de tierra de la tumba de su esposo.
—Llévala al cuatro por cuatro —dijo Yo Yo—. Sólo podré distraer al tipo de seguridad un ratito antes de agotarme.
—¿No deberíamos rellenar el agujero? —preguntó Mack.
—Lo único que importa es que cuando miren en el ataúd no encuentren un cadáver de más —dijo Yo Yo.
Mack llevó a Ophelia McCallister al coche. Era ligera como una pluma. No sabía que la gente vieja fuera tan... vacía. Ella se aferraba a su cuello y lloraba, pero sus sollozos eran como el temblor de las alas de un pajarillo y sus brazos alrededor de su cuello eran como las manos de un bebé, tan débil era su tenaza.
—No podía respirar —susurraba entre sollozos—. No podía respirar. Gracias. Gracias a Dios.
He salvado a una, pensó Mack. He salvado a una. Así que tal vez me mostraban esos sueños por un motivo. Tal vez no soy sólo la herramienta de Oberón en este mundo.
Nadine Williams abrió la puerta. Allí había un oficial de policía. Supo inmediatamente que algo terrible le había sucedido a su Word. Le había advertido que no se hiciera ministro en una parte de la ciudad tan dejada de la mano de Dios. Te matarán. No tienen ningún respeto por la religión. ¡Y Dios no te protegerá, puedes contar con eso! Cuando confías en Dios, estás solo.
Y ahora un policía venía a decirles que Word estaba muerto.
Tomó aire y se negó a llorar.
—¿Puedo ayudarle, agente?
—Señora Williams —dijo el policía—, soy Ceese Tucker. ¿Está su marido?
—¿Mi marido? Está dormido. O lo estaba, hasta que llamó usted a la puerta.
—Necesito hablar con él.
—Puede decírmelo a mí.
—¿Decirle qué? —Parecía auténticamente sorprendido.
—Pensaba... ¿no viene aquí por Word?
—¿Qué pasa con Word? —preguntó Ceese.
—Iba a predicar su primer sermón esta noche en esa pequeña iglesia de ese barrio horrible y pensé... ¿Se encuentra bien?
—No sé nada de Word esta noche, señora—dijo Ceese—. Necesito ver a su esposo.
Nadine habría continuado discutiendo, pero sintió la mano de Byron en el hombro.
—¿Qué ocurre, Ceese? —preguntó Byron.
—Profesor Williams, ¿se acuerda del Hombre de las Bolsas?
—No quiero saber nada más de él.
—Lo sé, señor. Sólo vengo a decirle que el tipo de cosas que suceden alrededor de ese hombre le están sucediendo esta noche a un montón de gente, y tenemos motivos para pensar que podría haberle sucedido a usted.
Nadine miró a Byron, desconcertada. ¿Sabía de qué estaba hablando este joven?
—Nada de eso —dijo Byron.
—¿Ha tenido un sueño esta noche, señor? —preguntó Ceese.
—¿Un sueño? —dijo Nadine—. ¿Es de la policía del sueño?
Pero Byron le contestó:
—Sí.
—Un sueño poderoso. Sobre su poesía, señor.
Nadine escrutó el rostro de su marido y pudo ver que sí, que había soñado ese sueño.
—Pero Byron, no sabía que escribieras poesía.
—Señor —dijo Ceese—, creo que hay un motivo para temer que su sueño se haya vuelto realidad. De un modo desagradable.
—He soñado esto otras veces y nunca...
—Esta noche es diferente. Para varias personas que conocemos.
El móvil de Ceese sonó.
—Disculpe un momento, señor —dijo Ceese.
Byron se quedó un momento en la puerta, viendo cómo Ceese empezaba a hablar por teléfono. Nadine los miraba de hito en hito.
—Así que llegaste a tiempo —decía Ceese—. ¿Ella está bien? —Parecía aliviado.
Byron de repente se apartó de la puerta y corrió hacia el «despacho»: el dormitorio libre, donde el ordenador estaba siempre encendido.
Cuando Ceese guardó el móvil, entró en la casa.
—¿Sabe adonde ha ido su marido?
—Supongo que al ordenador.
Ceese no preguntó si podía pasar, simplemente lo hizo y Nadine ni siquiera protestó. Era una noche muy extraña y lo que había oído de la conversación por el móvil le había hecho pensar que algo muy malo había estado a punto de pasarle a una chica llamada Sherita, y ésa sería probablemente Sherita Banks, la chica que había heredado los muslos y el culo de hipopótamo de su madre a una edad trágicamente temprana. Sus padres habían intentado repetidamente tener un bebé antes de que naciera Sherita. Eso demostraba que incluso las bendiciones de tu vida venían con sus propias cargas. Como Word, con su súbita conversión al cristianismo hacía tres años y dos intentos fracasados en la escuela evangélica, y ahora aquel peligroso y alocado intento de convertirse en predicador de una congregación en un barrio infernal. Todas las esperanzas y sueños que ambos habían tenido para aquel precioso muchacho, y eso era lo que estaba haciendo con su vida.
Pero al menos no se había hecho policía, como Ceese Tucker. ¿Cómo dormía su madre por las noches? No importaba lo mal que fueran las cosas, siempre había alguien que estaba peor.
Byron, sentado ante el ordenador, tenía el rostro enterrado en las manos.
Ceese lo rodeó por detrás y miró la pantalla. Nadine lo siguió.
Byron había buscado en Google «poemas de Byron Williams» y la pantalla mostraba las primeras siete entradas de más de tres mil.
¿Cómo podía haber tres mil entradas sobre los poemas de Byron en la red, si ella ni siquiera sabía que hubiera escrito ninguno?
Ceese se inclinó hacia delante y usó el ratón para pinchar la primera entrada. Un momento después, apareció una página web.
Era una crítica.
«Ahora que los poemas del profesor de Pepperdine Byron Williams se han esparcido por la red como un virus, ¿puede alguien decirnos si esto es el último grito en publicar por vanidad o una broma cruel? Sea lo que sea, todos estamos de acuerdo en que el profesor Williams se merece nuestra más profunda lástima. Porque es dudoso que ninguno de sus alumnos pueda tomárselo de nuevo en serio después de leer estas cosas.»
—Oh, Dios mío —dijo Nadine—. ¿De verdad escribes poemas y los publicas en la red?
—No he publicado nada —susurró Byron Williams—. Ha sido algún
hacker.
—No —dijo Ceese, y su voz estaba llena de compasión—. Ha sido el deseo más profundo de su corazón.
Bruja
Se reunieron en casa de Ophelia, donde Mack y Grand la ayudaron a calmarse.
—No hay nadie a quien se pueda llamar por esto, Miz McCallister —dijo Mack.
—Alguien me ha secuestrado y me ha metido allí abajo. —Se estremeció y sorbió un poco más de té.
—No —dijo Mack—. No ha sido así. Ha sido su deseo de estar con su marido.
—De lo que estás hablando es de magia. Ya eres lo bastante mayor para saber que no existe.
—Señora McCallister —dijo Grand—. No sé cómo, pero llegó usted ahí abajo sin que la tierra fuera removida. Nadie cavó para meterla allí dentro. Tuvimos que cavar para sacarla.
—¿Por qué desearía yo estar con el cadáver de mi marido?
—Soñaba usted que bailaba con él cuando era soldado y llevaba ese bonito uniforme —dijo Mack—. Se marchaba a Alemania, destinado allí, en la misma época que Elvis. Usted lo llamaba «mi Elvis» y no paraba de decir «quiero estar contigo eternamente», y él decía siempre «podrás estar conmigo, Feely».
Ophelia McCallister tendió el brazo sobre la mesa y trató de abofetearlo, pero Mack retrocedió a tiempo.
—¡Eso es privado! —dijo. La taza de té tembló en su mano y Grand la recogió antes de que se volcara o se derramara o se rompiera.
—Señora —dijo Mack—, he visto sus sueños. Sé que esos sueños se hacen realidad. De manera fea. De una forma que odiará. Una forma que te hace desear no haber deseado nunca. Como...
—Como Tamika Brown —dijo Ophelia, impaciente—. Pero lo que le hizo su padre no tiene nada que ver con...
—Su padre la sacó de esa cama de agua y le salvó la vida, igual que el señor Harrison y yo le hemos salvado a usted la vida esta noche. Nosotros no la hemos metido ahí dentro, y el señor Brown no metió a Tamika allí dentro tampoco. Si quiere creer que no existe la magia, bien. Pero yo sé que existe y que ha estado a punto de matarla esta noche.
Ophelia intentó un buen rato aferrarse a un mundo racional. Luego se rindió y estalló en lágrimas.
—Quiero acostarme.
—Ya hemos intentado que se acostara antes —dijo Grand.
—¡Nada tiene sentido!
—Usted ama a su marido —dijo Mack—. Era el centro de su mundo y lo perdió. Pero hay una fuerza maligna suelta por el mundo que hace que los deseos se cumplan.
—¡Es esa bruja! —exclamó Ophelia.
—¿Qué bruja?
—¡La bruja de la moto! ¡Ella lo ha hecho!
Grand la ayudó a sentarse en el sofá del salón.
—Señora McCallister, Yolanda White estaba allí ayudándonos. Sujetaba la linterna mientras nosotros cavábamos. Impidió que el guardia de seguridad se acercara y descubriera lo que estábamos haciendo.
—¡Que ayude ahora no significa que no lo causara ella!
Mack y Grand se miraron. ¿Por qué creía una cosa tan ridícula? ¿De dónde sacaba esa idea?
—Me odia —dijo Ophelia, tumbándose en el sofá. El señor Harrison le quitó los zapatos—. Desháganse de esa bruja... —murmuró. Estaba casi dormida, aunque no tranquila del todo todavía.
—Tengo que irme —dijo Mack—. Me preocupa Yolanda. Si la gente empieza a pensar que es una bruja...
—Nadie va a creer eso.
—Ophelia McCallister lo cree.
—Bueno —dijo Grand—, supongo que hay que creer en algo cuando empiezan a pasar cosas como ésta.
—Señor Harrison, yo...
—Después de lo que acabamos de hacer, Mack Street, creo que puedes tutearme.
—Señor —dijo Mack, que no podía tutear a un hombre mayor que Miz Smitcher no importaba lo que dijera—, lo que está pasando aquí es magia, y Yolanda White es una persona mágica, pero no ha provocado estas cosas esta noche. Ha sido su peor enemigo la causa, y ella está intentando combatirlo, y si le echan la culpa por ello será justo lo que quiere su enemigo.
—Me quedaré aquí con ella —dijo Grand Harrison—. No dejaré que llame bruja a Yolanda White. —Pensó un momento—. Llamaré a mi esposa para que venga.
Mack le dio las gracias y se encaminó hacia la puerta.
Bajó corriendo la empinada colina y al rodear la curva cerrada vio dos cosas.
Primero, la tubería brillaba. Ya no era color óxido, sino de un rojo profundo y brillaba como si la calentara lava de debajo de la tierra.
Y, segundo, había una multitud ante la casa de Yolanda, gritando, y algunos golpeaban la puerta con los puños.
¿Estaba Yolanda allí dentro? Los había dejado en casa de Ophelia diciendo que iba a buscar a Ceese.
Pero, aunque no estuviera allí, podía llegar de un momento a otro y, con el estado de ánimo en el que se encontraba aquella gente, tal vez ni siquiera ella pudiera impedir que la desmontaran a la fuerza de la moto. ¿Podría cambiarlos a todos para que la amaran? Tal vez había un motivo por el que linchaban a las brujas en el pasado: si eran realmente duendes malévolos, hacía falta una multitud para vencerlas.
¿Era todo cierto? Hadas que podían ser diminutas o de tamaño real. Gigantes. Posesión diabólica. Brujas que volaban y maldecían a la gente. Todo ello recuerdos distorsionados de encuentros reales con seres como Puck y Yo Yo, o de viajes reales al País de las Hadas.
Y eran realmente peligrosos. La mayoría de aquellas cazas de brujas del pasado eran probablemente lo que los profesores le habían enseñado en el instituto: una estúpida excusa para un linchamiento; una forma de zanjar viejas disputas o de intentar acallar los temores matando a alguien y sintiendo que se cumplía la misión de Dios al hacerlo.
Pero el motivo por el que la gente creía en brujas... no se lo habían inventado. A lo mejor habían conocido a Yolanda. O a Puck. O a Oberón. Vieron su poder. Sintieron su propia indefensión. Los odiaron, los temieron. Y recordaron.
¿Significaba eso que existían hombres lobo y vampiros también? ¿Y qué había de Superman y Spiderman, y por qué no de Superratón?
No todo podía ser cierto. Pero algo lo era. Había verdadero poder en el mundo, y era oscuro y cruel, y Mack no sabía si hacía bien en confiar en Yo Yo: sabía que no debía confiar en Puck.
Tal vez la raza humana tenía derecho a temer a las pequeñas criaturas que acechaban en los bosques, o a la gente que recorría la tierra con forma humana pero en realidad estaba controlada por crueles entidades que podían obligarte a amarlas, o a seres de luz que podían ser capturados en botellas o frascos y si los soltabas te concedían tus deseos y luego se reían de la agonía que te causaban.
A lo mejor la multitud que se congregaba ante la casa de Yolanda respondía adecuadamente. Tal vez poderes así tenían que ser destruidos cada vez que asomaban a la superficie.
Pero, claro, a él le gustaba Yo Yo.
¿Pero podía fiarse de esa sensación, cuando sabía que ella podía hacer que le gustara, que podía gustarle a
cualquiera?
Los reunidos alrededor de la casa, que golpeaban las puertas y se disponían a romper las ventanas eran sus vecinos. Ella era la extraña.
¿No había dicho Ceese que había intentado matarlo cuando era un bebé? No le debía nada.
Pero cuando intentó imaginarse a sí mismo uniéndose a sus vecinos para atacar a Yolanda supo que no podía. No era ella quien había dejado a Tamika Brown en una silla de ruedas. Había mal en este mundo, pero en aquel preciso instante no era ella.
Era el odio que veía en las caras de sus vecinos. Era el aullido lobuno de sus voces.
Así que siguió corriendo colina abajo hasta que estuvo entre ellos y se abrió paso. Entonces se plantó en el porche, empujando a un lado a los hombres que daban patadas a la puerta.
—¿Dónde están vuestras cruces ardientes? —gritó—. ¡No podéis celebrar un linchamiento sin una cruz ardiente! ¿Dónde están vuestras capuchas blancas? ¡Venga, hacedlo bien! ¡Vais a matar a alguien sin juicio, sólo porque tenéis miedo, pues entonces hacerlo bien, poneos el atuendo, seguid la liturgia!
Para cuando acabó este breve discurso, se habían callado casi todos y lo miraban.
—¿Por qué hacéis esto?