Ralph sabía vagamente que Cecil era policía. Sabrina lo había mencionado: en otros tiempos ella estuvo enamoriscada de él, pero la cosa quedó en nada.
Un policía llama a esta hora de la noche...
—¿Le ocurre algo a Barbara? ¿Ha habido un accidente?
—Nada de eso —dijo Ceese—. Señor, ¿está su hija Sabrina en casa?
—Está dormida, Ceese.
¿Llamaba para pedirle para salir, tanto tiempo después de aquellos amores juveniles?
—Ya lo sé, señor. Sólo quería asegurarme de que está en casa. Señor, ¿podría ir a comprobar cómo se encuentra?
—¿Cómo se encuentra? ¿De qué estás hablando?
—Señor, esto va a parecer una locura. O una broma cruel. Pero le aseguro que no es una broma, y no estoy loco. Por favor, vaya a su cuarto y mírele la cara.
—Que le mire la...
—Asegúrese de que no le ha pasado nada en la cara.
—¿Qué podría pasarle en la cara?
—Ya le he dicho que parecería una locura. Todo lo que puedo decirle es que piense cuánto desearía Curtis Brown haber comprobado un poco antes cómo se encontraba su hija.
—¿Qué tiene esto que ver con...? ¡Curtis está en la cárcel!
—Por favor, vaya a ver cómo está su hija, señor.
Ralph sabía que era una locura, pero Ceese parecía tan serio... y la idea de que aquello estuviera de algún modo relacionado con lo que le había pasado a la pobre Tamika Brown...
—De acuerdo —dijo, pero la molestia todavía se le notaba en la voz.
—Con la luz encendida, señor —dijo Ceese.
—¡Sí, con la luz encendida!
Enfadado, Ralph Chum se levantó de la mesa, salió del despacho y recorrió la casa hasta llegar a la habitación de Sabrina. Desde la puerta vio que estaba bien. No había ninguna necesidad de encender la luz. Aquello era una estúpida broma pesada, y ahora que Ceese era policía Ralph podría presentar quejas a alguien con más influencia sobre él que sus padres.
Se dio la vuelta pero entonces el miedo llegó a la superficie. ¿Era posible que Curtis Brown estuviera diciendo la verdad? ¿Que algo extraño y terrible le había sucedido a Tamika y, como decía cuando lloraba en el estrado, podría haberla salvado a tiempo si hubiera creído que ese tipo de cosas eran posibles?
¿Qué era lo que Ceese quería que comprobara? Pobre Sabrina, con esa nariz que parecía cubrirle media cara. ¿Debería despertarla encendiendo la luz, y luego decirle que Ceese Tucker quería que le mirara la cara para ver si le pasaba algo? Sabía que Sabrina diría: «Pues claro que le pasa algo. Incluso los cirujanos plásticos se niegan a operarme porque estrechar los agujeros de la nariz lo suficiente me dejaría cicatriz y me haría parecer un monstruo en vez de una rareza.» Y entonces lloraría. Y cuando Barbara regresara a casa de su turno de noche se pondría furiosa con él y...
Tenía que mirar.
Encendió la luz. Sabrina se agitó un poco, pero no se despertó. Ralph entró en la habitación y la miró. Estaba acostada de lado, de cara a la pared. Ralph no podía verla bien. Cuando se inclinó sobre ella, su sombra oscureció sus rasgos.
Así que suspiró, extendió la mano y le tiró del hombro.
Ella se dio la vuelta y abrió los ojos.
Había algo del tamaño y la textura de una nuez en la parte derecha de su nariz, la parte que había estado apoyada en la almohada.
—¿Qué es eso? —murmuró Ralph.
—¿Qué? —dijo Sabrina.
—Te está creciendo algo ahí. Cerca del... ojo.
Sabrina bizqueó y trató de enfocar la mirada en aquello. Extendió la mano y lo tocó.
—Ay—dijo.
Un poco de sangre brotó donde se había tocado.
—¿Qué es esto, papá? Duele. Oh,
duele.
—Levántate y vístete —dijo él—. Vamos a llevarte a Urgencias.
—¡Qué es esto!
—Te está creciendo algo ahí —dijo Ralph—. Y te vamos a llevar a un médico ahora mismo. Despertaré a tu hermana. No podemos dejarla aquí sola.
Sin embargo, antes de entrar en la habitación de Keisha, se acordó de Ceese Tucker y volvió a su despacho y tomó de nuevo el auricular.
—¿Cómo lo sabías? —preguntó.
—¿Se encuentra bien?
—¿No sabes ya que no?
—Esperaba estar equivocado. ¿Qué es?
—Le ha crecido algo en la nariz. Sangra cuando se toca.
—Llévela a un hospital ahora mismo.
—Es lo que voy a hacer. Voy a colgar. Pero tenemos que charlar, tú y yo.
—Sí, señor. Que Dios esté con su hija, señor. Ralph colgó el teléfono y fue a despertar a Keisha para poder llevar a Sabrina al hospital.
Cuando Mike Herald aparcó su coche patrulla delante de la casa quedó claro que había algún tipo de fiesta dentro: la música sonaba tan fuerte que la oyó incluso antes de apagar el motor. Pero nadie había llamado para quejarse. Aquél era un barrio de bandas y sabían bien que no era conveniente llamar a la policía.
Pero al parecer Ceese Tucker no estaba enterado. ¿Una violación en curso? ¿Cómo podía saber eso? ¿Quién habría llamado? Esos pandilleros violaban chicas continuamente. Era como una iniciación para la chica. Una fiesta para los chicos. Nadie lo denunciaba nunca. Y podía costarle la vida sólo acercarse a aquella puerta.
Venían refuerzos. Tal vez dos minutos más.
Pero Ceese había insistido mucho.
-—Te prometo que esta chica no quiere que le pase eso. Si está en esa casa. La señora Banks dijo que sale con una chica que vive allí. Su hermano es un Paladín. De los más jóvenes. Querrá impresionar a los tipos mayores.
Ya había un par de chicos en la calle y, naturalmente, advirtieron el coche patrulla. Uno de ellos empezó a deslizarse hacia la casa. Para avisarlos.
Mike salió del coche, desenfundó su arma y señaló al chaval con la otra mano. No le apuntaba, tan sólo lo señalaba. El chico se quedó quieto.
Mike miró rápidamente alrededor. No le apuntaba ningún arma. Nadie estaba alerta: aquello no era un trapicheo de drogas o algo que hubieran planeado. Sólo una fiesta. No esperaban que apareciera la poli.
Otro vehículo del Departamento de Policía dobló la esquina, moviéndose con rapidez. Ahí estaban sus refuerzos. Todavía tendría que esperar a que salieran del coche, a que cubrieran la puerta trasera y entraran por la fuerza. Pero la chica estaba allí dentro, y cabía la posibilidad de detener aquello antes de que las cosas se le pusieran demasiado mal.
Así que corrió hacia la puerta. Era una basura como todos los materiales utilizados en estas casas. Retrocedió un paso y dio una fuerte patada justo al lado del pomo. El marco se rompió y la puerta se abrió. La música estaba tan fuerte que nadie lo oyó. Mike tampoco pudo oír si los otros policías corrían hacia él o no. No oía más que la música.
Entró en la casa. No había nadie en el salón, donde el aparato de música hacía que los muebles baratos temblaran como si hubiera un terremoto.
En la cocina había una chica preparándose un sandwich. Probablemente la amiga. Su hermano estaba violando a su amiga en la habitación de atrás y ella se estaba preparando un sandwich. Estaba de espaldas a la puerta de la cocina y no lo oyó entrar. Mike sabía que tendría que neutralizarla primero (tumbarla en el suelo, apartarla para que no sufriera ningún daño), pero la dejó tranquila y continuó hacia los dormitorios.
La música ya no estaba tan alta y oyó la voz de una muchacha.
—Por favor, Dios, no.
¿O estaba diciendo: «Por favor, Don, no»? ¿No se llamaba el chico Don?
La puerta estaba levemente entornada. Seis chicos, ninguno de más de catorce años, estaban reunidos en torno a una cama, riendo y apoyándose unos en otros y algunos sujetaban los brazos y las piernas de una chica a la que habían desnudado de cintura para arriba. Estaba llorando, y uno de los chicos más jóvenes estaba encaramado sobre ella.
—Vamos, Sherita, te quiero tanto...
Por la forma en que ella sollozó, fue como si le hubieran clavado una daga en el corazón. Pero también se quedó inmóvil. Se rendía.
Mike empujó al chico que tenía más cerca y lo envió contra el cuerpo de Sherita, haciendo caer a Don a un lado. Los otros muchachos se volvieron para encontrarse a Mike apuntándolos con la pistola.
—Todos vosotros, hijos de puta, al suelo con las manos sobre la cabeza. ¡Vamos!
Ninguna oportunidad para que pusieran cara de valientes. Ninguna oportunidad de empuñar las armas que pudieran tener.
—¡Ella quería! —gritaba Don—. ¡Apareció por aquí, apareció por aquí y no llevaba bragas!
Mike le plantó el cañón de la pistola en la cara y Don cayó al suelo.
Mike miró al más joven de los muchachos.
—Tú. Levántate y cúbrela con algo. ¡Vamos!
El chico obedeció.
El tocadiscos guardó silencio en el salón.
Otro agente apareció entonces, empuñando la pistola.
—¿Estás loco? ¿Cómo entras sin refuerzos?
—Los detuve antes de que la violaran —dijo Mike.
—Entonces sólo es intento de violación, ¿no, idiota? —dijo el otro policía.
—Pregúntale a ella si quería que esperara —dijo Mike.
Sherita se encogió en postura fetal, llorando. El chico más joven la cubrió con un extremo de la sábana. Su culo era tan grande que la sábana no aguantó y resbaló.
—Tranquila —dijo Mike, enfundando su arma y pasándole una mano por el hombro. La ayudó a levantarse de la cama. Luego arrancó la sábana entera y la ayudó a envolverse en ella. Entonces apartó a patadas a un par de chicos para poder salir de la habitación.
La chica de la cocina estaba de pie en el pasillo, con el sandwich a medio comer en la mano. Parecía verdaderamente horrorizada.
—Sherita —dijo—, ¿cuándo has llegado? ¿Qué está pasando?
—Don ha estado a punto de violar a tu amiga —respondió Mike con fiereza—. Y no finjas que no lo sabías. No finjas que no lo ayudaste a prepararlo.
—¡Lo juro por Dios! —dijo ella—. ¿Ese pequeño mierda iba a violarla?
Mike la apartó, haciendo que chocara levemente contra la pared mientras seguía conduciendo a Sherita Banks por el pasillo y hasta el salón, donde esperaba otro policía, el que había apagado la música.
—Voy a llevarla a casa —dijo Mike—. Le tomaré la declaración.
Ceese terminó sus llamadas con su madre exigiendo frenética que le explicara qué estaba pasando.
—No me creerías si te lo dijera.
—¡Inténtalo!
—Mack ha tenido unos cuantos sueños. Los deseos de la gente sevuelven realidad de forma fea.
—¿Estás levantando a la gente de la cama porque Mack ha tenido una pesadilla?
—El mismo tipo de pesadilla que tuvo la noche que Tamika Brown se metió ella sola dentro de la cama de agua dé sus padres —dijo Ceese—. El mismo tipo de sueño que tuvo cuando el señor Tyler se golpeó la cabeza contra una viga porque su hija Romaine deseaba que estuviera con ella en casa todo el tiempo.
—¿Qué estás diciendo? ¿Que hay alguien asesinando a gente?
—Estoy diciendo que alguien está haciendo que los deseos se vuelvan realidad de una forma fea, retorcida y maligna, y está sucediendo esta noche.
—¿Deseos? —dijo ella—. ¿Como en los cuentos de hadas?
—No. Deseos como en el infierno, donde el diablo tortura a los pecadores haciendo que sus deseos se vuelvan realidad.
—¡Pero Tamika Brown no era una pecadora!
Ceese no podía creer que estuviera discutiendo de religión con ella.
—¿Quién dice que el diablo juega limpio? Tengo que irme.
—¿Adonde, a esta hora de la noche?
Ceese tenía las llaves en la mano y estaba ya en la puerta.
—El profesor Williams no responde al teléfono.
—¿Y todo esto es por los sueños de Mack?
—Hay más en ese chico de lo que la gente piensa.
—Tiene el mal de ojo, eso es lo que pasa.
Ceese se volvió hacia ella.
—No digas eso. Es mentira.
Ella se enfureció.
—¿Estás llamando a tu madre mentirosa?
—No vuelvas a hablar mal de Mack Street. Es Mack quien le está salvando la vida a toda esa gente. Si llegamos a tiempo de salvarla.
Grand Harrison llevaba la linterna porque conocía más o menos el camino. Mack y Yo Yo lo seguían de cerca. Mack había estado en cementerios antes, pero nunca de noche, con sombras acechando y algo feo esperándolos cuando llegaran a la tumba del marido de Ophelia McCallister. Lo acompañaba la reina de las hadas, pero al parecer no tenía todos sus poderes, ya que su alma estaba encerrada en un cristal suspendido en el aire en un claro del País de las Hadas.
No es que tuviera nada que temer. Acababa de descubrir que era inmortal. Así que todas aquellas preocupaciones por no caerse al río y ahogarse eran una completa pérdida de tiempo.
Pero claro, tal vez ella estuviera mintiendo. Puck lo hacía siempre, y era el otro único duende al que Mack conocía personalmente, así que quizá mentir era algo que los duendes hacían. No pretendía dejarse matar sólo para demostrar que ella estaba equivocada.
—Aquí está —dijo Grand—. Pero mirad, el suelo no está alterado. Aquí no han hecho nada.
—Cava —dijo Yo Yo.
—¡No! Eso...
Yo Yo le puso una mano en la mejilla.
—Por mí.
Mack se sorprendió. El rostro y la postura del hombre cambiaron. Se enamoró de ella, en el acto. Estaba completamente loco por ella. Como un cachorrito.
—¿Quieres que cave? —preguntó—. ¿A qué profundidad?
—Encontremos el ataúd del señor McCallister —dijo Yo Yo.
Y cavaron. Es decir, Mack y Grand cavaron. Grand usaba la azada para aflojar la tierra y Mack la pala, hasta que Grand se unió al trabajo usando la otra pala. Trabajaron rápido: Mack porque sabía que no habría mucho aire en aquel ataúd, y Grand porque alardeaba ante su nuevo amor.
—Yo Yo —dijo Mack—, vas a matar a este hombre si no baja el ritmo.
—Grand —dijo ella perezosamente—, tómatelo con un poco más de calma. No vaya a ser que te dé un ataque al corazón por mi culpa.
Grand Harrison sonrió como una calabaza de Halloween y frenó un poco el ritmo.
Y al cabo de un rato golpearon madera. No pudieron alzar la tapa hasta despejar la tierra de toda la superficie del ataúd, e incluso entonces les costó mucho esfuerzo abrirla con la palanca. No era un ataúd barato.
Yo Yo se asomó al agujero.
—Abridlo —dijo.
Mack abrió la tapa y, en efecto, dentro de la caja estaba el cadáver podrido y reseco del señor McCallister, abrazando a Ophelia, que tenía los ojos muy abiertos.