Ceese extendió ambas manos a la vez y agarró las linternas. Se quedaron quietas. Las sujetó.
Arrodillado en la hierba, metió las uñas de los pulgares bajo las tapas y trató de abrirlas exactamente al mismo tiempo.
—Alguien tendría que introducir la tecnología abrefácil en el País de las Hadas —dijo.
—Rómpelas. Aplástalas —susurró Yolanda, temporalmente agotada por la palabra que había murmurado—. No puedes hacernos daño. Lo que está dentro de ese cristal es nuestra parte más inmortal.
—¿Cómo puede una parte ser más inmortal que otra? —rezongó Ceese mientras empujaba.
—Haz lo que dice la señora —ordenó Puck, como si fuera un maestro de escuela.
Todavía arrodillado en la hierba, Ceese sujetó cada linterna entre el pulgar y el índice y las aplastó.
Con un fuerte crujido de cristal haciéndose astillas, las linternas explotaron.
Dos luces diminutas surgieron del destrozo entre los dedos de Ceese.
Debía de haber un millar de pájaros esperando en los árboles. Y todos echaron a volar hacia las luces.
Mack se movió con la misma rapidez. Sujetando a Puck en una mano y a Yolanda en la otra, empujó sus cuerpos diminutos hacia las luces titilantes.
Cuando se acercaron, se convirtieron en imanes. Las luces cruzaron el rumbo de cada una y alcanzaron en el aire los cuerpos de las dos hadas.
Hubo una explosión de luz.
Los pájaros viraron y revolotearon por todo el claro, como un remolino de plumas negras. Pero a medida que volaban sus colores cambiaron, se volvieron más vivos. De repente hubo tantos pájaros rojos y azules y amarillos como marrones y negros, y entre ellos había loros de fantásticos colores y sus llamadas pasaron de ser ásperos graznidos a convertirse en sonidos musicales.
Las hojas de los árboles cambiaron también, de los colores del otoño a un millar de tonos distintos de verde, y muchos árboles florecieron simultáneamente.
En mitad del claro se alzó Yolanda, de nuevo de tamaño normal, con la cabeza gacha y los brazos cruzados sobre el pecho. Entonces, cuando levantó la cabeza, a su espalda se desplegaron alas de mariposa, finas y brillantes como el cristal de una vidriera. Abrió los ojos y miró los pájaros. Luego abrió los brazos, abrió las manos y los pájaros se alzaron de nuevo en las ramas cubiertas de verde y cantaron al unísono, como un coro. La reina de las hadas abrió la boca y se unió a la canción, la voz rica y hermosa como el cálido sol de una mañana radiante.
Y entonces volvió las palmas hacia abajo y la canción terminó. Miró a Mack y dijo, alegremente:
—Cariño, estoy en casa.
Mack dio un paso hacia ella, que sonreía.
Entonces se volvió hacia el hada masculina alta y fuerte y de negras alas en que se había convertido Puck. Con un rápido movimiento de la mano y un breve «lo siento, muñeco», lo encogió y con un dedo lo enganchó como si le hubiera echado el lazo. A medida que se acercaba, él se encogía, hasta que quedó en su puño, como un niño agarra una libélula.
—Dame una caja de película —dijo.
Mack las tenía en los bolsillos.
Sostuvo la caja en el puño y sopló encima. En un momento puso la tapa.
Sopló de nuevo y la caja se convirtió en una pequeña jaula de alambre dorado, hermosamente trenzado.
Dentro, Puck se apoyó contra los alambres, maldiciéndola.
Otro soplido y su voz calló.
Entonces ella se volvió hacia Ceese y le ofreció la jaula dorada que contenía a Puck.
—Oberón está libre ahora—dijo—. Y Puck es su esclavo. Tendría que haber sabido que no me quedaba más remedio que hacer esto.
—Si Oberón está despierto, no tenemos mucho tiempo —le recordó Mack.
—Tómalo —le dijo ella a Ceese—. Llévalo de vuelta a la casa. No lo pierdas de vista. No quiero que nadie lo robe y trate de controlarlo como a las pobres hadas que dieron origen a esas historias de genios en la botella.
Ceese tomó la jaula, mirando al enfurecido Puck, cuyas alas se movían enloquecidas mientras daba vueltas y vueltas dentro por las paredes y el techo de la jaula esférica como si todo fuera suelo y no hubiera arriba ni abajo.
—Trátalo bien —dijo Titania—. Le debo mucho. Y cuando esto acabe, será libre. No sólo de esa jaula, sino de Oberón también. Volverá a ser su propio dueño. Un duende libre. —Suave, amablemente, se inclinó hacia la jaula—. Tienes mi palabra, travieso y hermoso niño hada. —Miró a Ceese a la cara—. En marcha. Los animales deberían dejarte en paz ahora, pero querrás estar fuera del País de las Hadas cuando llegue el dragón.
—Buena idea.
Sujetando la jaula en su mano gigantesca como un guisante en una almohada, Ceese se irguió. Su
cabeza,
sobresalía por encima de las copas de los árboles. Miró hacia el camino por donde habían venido. Distinguió la ruta que había seguido para llegar allí por las ramas rotas y los árboles torcidos y, en vez de ponerse a cuatro patas y arrastrarse, avanzó directamente. El abismo no fue imposible de cruzar esta vez: las defensas mágicas habían caído. Lo pasó.
Cuando se acercaba al lugar donde empezaba el camino de ladrillo, se detuvo una última vez para contemplar el hermoso verde de la primavera en el País de las Hadas. Sabía que probablemente nunca volvería a ver esa tierra. Ni sería tan alto, ni vería hasta tan lejos.
Cuando miró al sur, hacia donde Cloverdale escalaba la montaña en su mundo natal, vio una lanza de luz al rojo vivo dispararse hacia arriba, rodeada de humo.
Y en la
lanza,
una enorme forma negra y serpentina empezó a enroscarse hacia arriba. Incluso a esa distancia, Ceese vio que la piel viscosa de la criatura brillaba con muchos colores, como una mancha de aceite en un charco.
Dos grandes alas se desplegaron, en forma de enormes alas de murciélago, pero eran reticulares como las de una libélula. Siguieron desplegándose hasta que se extendieron hasta una distancia imposible.
Y dos ojos rojos se abrieron y parpadearon.
Del interior de la jaula que Ceese tenía en la mano, una vocecita gritó:
—¡Aquí, amo! ¡Estoy aquí! ¡Ella se ha ido por allí! ¡Está por allí! ¡Se dirige al templo de Pan! ¡Libérame para que te ayude!
Ceese se puso de rodillas y cerró el puño sobre la jaula dorada. Luego se arrastró hasta el sendero de ladrillo hasta que fue lo bastante pequeño para levantarse y caminar.
Cruzó el patio y abrió la puerta trasera. La jaula dorada era del tamaño de una uva en su mano. Dentro del entramado de alambres dorados, Puck colgaba de las manos y su cuerpo se estremecía con grandes sollozos.
—¡Que Dios me ayude! —gemía, una y otra vez—. ¡Lo odio! ¡Lo odio! —Y luego, más bajo—: Querido amo, hermoso rey.
¿Volvería a ver a Mack Street?
Mi hijo, pensó. Lo más parecido a un hijo que podría haber tenido. Lo eduqué lo mejor que pude. No estoy hecha para ser madre a tiempo completo, eso es cierto. Gracias a Dios que he podido contar con Ceese. Ese chico le dio a Mack Street una infancia magnífica, llena de libertad y, sin embargo, completamente segura, con alguien vigilándolo siempre.
Tal vez podría haber sido una madre a tiempo completo. A lo mejor no habría acabado con mi paciencia si no hubiera tenido ya una larga experiencia tratando a gente a quien el dolor vuelve frágil. Por no mencionar a la gente marimandona y los parientes pesados y las visitas egoístas que nunca se daban cuenta de que su víctima estaba agotada. El timbre sonando. Los burócratas exigiendo. Los aprendices incompetentes. Los médicos ineptos a quienes había que cubrir las espaldas.
Tal vez Ura Lee hubiera sido una gran madre.
En otra vida.
Iba a perder a Mack esa madrugada. Eso era lo que sentía en la boca del estómago. Y no se había despedido. ¿Sabía siquiera el muchacho que lo amaba? ¿La amaba él? Decía que sí. Lo demostraba.
Se suponía que iba a estar conmigo cuando me muriera. Ese era el único deseo de mi vida. Tener a alguien que me amara, que me sostuviera la mano mientas dejo este mundo. Creía que iba a ser Mack. Creía que Dios me había concedido mi deseo poniendo a este chico en mi vida.
Egoísta. Me lamento más porque él no estará para llorarme que por la vida que podría haber tenido y ya no tendrá.
¡No seas tan aguafiestas, Ura Lee! No se va a morir. ¿Por qué crees de pronto que eres psíquica? ¿Cuándo has podido ver el futuro?
Vio un cubo de ésos de letras con los que juegan los niños, en la acera, a su lado. ¿Cómo demontres podían abandonar algo así, allí nada menos? ¿Lo había arrojado algún niño desde un coche?
Ymira, allí hay otro. ¿Han tirado todo el abecedario?Estúpida. Esos cubos de letras no estaban aquí hace diez minutos.—¡Mirad! —gritó a la otra gente que vigilaba—. ¡Cubos de letras!
Babosa
En cuanto Ceese se marchó del claro, llevándose a Puck en su jaula dorada, Titania rodeó a Mack con sus brazos y se agarró a él.
—Ya viene —susurró—. Lo percibo.
—Tenemos que irnos. Es una caminata larga.
—Te olvidas de que ahora tengo todo mi poder. —Ella lo besó—. Estoy muy asustada.
—¿Existe la posibilidad de que perdamos?
—Si él gana hoy, yo ganaré mañana. No, me temo que si gano, él ya no me amará.
Tú
no me amarás.
—Titania, no estoy seguro de amarte ahora.
—Pero él sí —dijo ella—. El único motivo por el que no me amas es porque estás molesto porque crees que he traicionado a Puck. Eres tan bueno y puro, Mack. Pero si fueras un poco más pícaro y egoísta como yo, te darías cuenta de que Puck era una herramienta que Oberón podría haber utilizado contra mí. Ahora no puede.
—Eso lo entiendo.
—Racionalmente —dijo Titania. Le tocó el pecho—. Pero de corazón nunca habrías podido hacer una cosa así. Eres tan leal y sincero... Vuela conmigo, Mack Street.
—No sé volar.
—Pero yo sí.
Con un rápido y súbito movimiento ella se colocó tras él, lo sujetó por el pecho y por debajo de los brazos, y le rodeó con las piernas. Mientras, batía las alas, así que no pesaba nada. Menos que nada: bajo sus alas los dos se elevaron del suelo.
En un momento estuvieron sobrevolando el claro. Ningún pájaro se les acercó. Mack vio el glorioso bosque primaveral extendiéndose en todas direcciones. Sólo entonces se dio cuenta de que en todos sus vagabundeos nunca había visto la primavera. Tal vez no hubiese primavera cuando Titania no estaba libre en aquel mundo.
No muy lejos se
alzaba,
humo de una abertura entre las montañas: en el lugar donde la tubería de desagüe se hallaba en el otro mundo.
—Ya viene —dijo Titania—. Vámonos.
Mack se sorprendió de lo rápido que volaba ella. Como una libélula, no como una mariposa. Podía gravitar sobre un lugar y luego salir disparada como un cohete. Podía sentir los músculos contrayéndose en su pecho y sus brazos mientras equilibraban y respondían a los esfuerzos de los músculos de sus alas. Por femenina que pudiera ser aquella reina de las hadas, era también una criatura magnífica, abrumadoramente fuerte.
—Así que lo del polvillo de hadas no es más que un mito —dijo Mack.
Ella se echó a reír.
—J. M. Barrie sabía de chicos. Pero no sabía nada de hadas. No como Shakespeare. Vio a Puck una vez, y a una de mis hijas. Pensó que las chispas de luz eran polvo de hadas. No tenía ni idea de lo que estaba pasando.
—¿Qué estaba pasando?
—El primer intento de Oberón de crearte —dijo Titania—. Usando a Puck como padre. Y a ningún humano. No funcionó.
—¿Cuántas veces lo ha intentado?
—Cuatro. Cinco, contando contigo. Los dos últimos podrían haberlo conseguido, pero nunca llegaron a conectar con la gente que los rodeaba. Nunca pudieron captar los sueños. Hace falta una comunidad para criar a un cambiado.
—¿Cómo la hacéis? —preguntó Mack—. La magia, quiero decir. ¿Qué tiene que ver con los deseos? Con los sueños. Sigues hablando de ella como si pudiera almacenarse. En mí.
—Eso es lo que los humanos no entienden nunca —respondió Titania—. Los seduce tanto el mundo material que creen que es real. Pero todas las cosas que tocan y ven y miden, sólo son... deseos hechos realidad. La realidad es el anhelo. El deseo. Los únicos que son reales son los seres que
desean.
Y sus deseos se convierten en la causa de las cosas. Los deseos fluyen como los ríos; la causalidad borbotea de la tierra como manantiales. Las hadas bebemos los deseos como si fueran vino, y dentro de nosotras se digieren y se convierten en realidad. Cobran vida. ¡Toda esta vida!
—Más a la derecha —la dirigió Mack—. Esa colina de ahí. Te diriges a Cheviot Hills.
—Nunca le he pillado el tranquillo a Los Ángeles. Demasiado asfalto. Alquitrán rociado sobre la cara de la tierra.
—Asfalto que tú recorrías con tu motocicleta.
—Era lo más parecido a volar. Sólo que nunca me dejaban montar en moto desnuda.
—Así que los sueños que absorbí y acumulé... son reales.
—Los sueños son la materia de la que está hecha la vida—dijo Titania.
—Y entonces, ¿yo de qué estoy hecho? Vine al mundo después de sólo una hora de gestación.
—Tú eres el deseo de Oberón. Todos sus deseos de belleza y verdad y vida. De orden y sistema, de amabilidad y amor. Vertidos en el cuerpo de una mujer y a los que se le permitió crecer en la forma que
ella
soñó.
—Así que realmente era mi madre.
—La madre de tu forma. Pero Oberón fue padre y madre de tu alma.
—Creía que no tenía.
Titania se rió alegremente, como música entre el ulular del viento.
—Bueno —dijo Mack—. ¿Cómo vamos a combatirlo?
—No lo sé.
No era una buena noticia.
—Creía que tenías un plan.
—Tengo un plan para hacerme lo más fuerte posible. Y para debilitarlo a él un poco. Pero, una vez empiezas a lanzar causalidades informes alrededor, nunca sabes del todo qué va a pasar. Yo haré algunas cosas. Él hará otras. Las cosas que hagamos cambiarán la manera en que funcionan las cosas. Así que haremos cosas distintas. Hasta que yo sea lo bastante fuerte para apresarle.
—¿Qué significa eso?
—Atarlo. A las reglas. Lo que la gente de tu mundo considera las leyes de la naturaleza.
—Así que todo es entre tú y él.
—Eso es. Yo extraigo el poder del círculo de hadas. Y él no puede verlo. No sabrá que está allí. Al principio, al menos.