Calle de Magia (41 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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—Entonces es allí donde el círculo de hadas tiene que formarse al amanecer —dijo Yolanda—. Exactamente al amanecer.

—Alto. No va a funcionar —dijo Ceese.

—¿Por qué no?

—Century City tiene servicio de seguridad. Si de repente aparecen allí veinte negros formando un círculo que bloquee la avenida, sin permiso para manifestarse, llamarán al Departamento de Policía tan rápido que...

—El círculo no tiene que permanecer formado mucho rato —dijo Yolanda.

—¿Cuánto tiempo?

—Depende de lo rápido que vuele Oberón cuando se libere. Y de lo rápido que puedas correr tú.

—¿Yo? —preguntó Ceese.

—No estarás en ese círculo. Ni Mack. Tengo otro trabajo para vosotros dos.

—Así que se supone que tenemos que ir a Century City al amanecer

—dijo Miz Smitcher—, y formar un círculo que bloquee la avenida de las Estrellas y mantener ese círculo el tiempo suficiente para que captures a tu esposo
en el País de las Hadas,
¿y ni siquiera podremos saber cuándo habrás terminado?

—Oh, lo veréis de sobra. Y sabréis con seguridad cuándo habré acabado. Sea cual sea el resultado.

—Entonces, ¿puedes no ganar? —preguntó Grand.

—Si fuera fácil no necesitaría la ayuda de todos vosotros.

—¿Es peligroso? —preguntó Moses Jones.

—Oh, cállate, nenaza—dijo Madeline Tucker.

—Sí, es peligroso —respondió Yolanda.

—¿Podríamos... morir? —preguntó Kim Hiatt.

—Sois mortales —dijo Yolanda—. ¿No se os ha ocurrido pensar que vais a morir algún día, pase lo que pase?

Decir eso fue una estupidez. Mack miró a Ceese en busca de ayuda.

Ceese se plantó delante de ella.

—Es peligroso —dijo con firmeza—. Pero no tan peligroso como no detenerlo. Sí, vais a poner vuestras vidas en peligro. Pero si no lo hacéis, entonces los deseos que suelte en los meses y años por venir pondrán en peligro a vuestras familias. Y lo que haga con su poni, su esclavo, pondrá en peligro a toda la humanidad. Así que nosotros somos el ejército. Somos las fuerzas especiales. Si tenemos éxito en nuestra misión, entonces el mundo entero estará a salvo y ni siquiera sabrá que se ha librado una batalla. Y si fracasamos, entonces los que muramos seremos simplemente los primeros de muchos, muchos miles. Somos como la gente de ese avión que se estrelló en Pensilvania el 11-S en vez de volar el Capitolio.

—Todos murieron —observó Grand.

—Y estaban atrapados en un avión —dijo Willie Joe Danés—. No tuvieron elección.

—Tuvieron la elección de quedarse allí sentados y no hacer nada y dejar que muriera todavía más gente —dijo Ceese—. Nosotros tenemos la misma elección. Pero por eso Yolanda White quería que comprendierais lo que hay en juego, antes de que accedierais a estar en el círculo de hadas. Porque quien esté en él no podrá cambiar de opinión y huir. Hay que aguantar hasta el final. ¡Y no os avergoncéis de decir que no podéis hacerlo! ¡No es ninguna vergüenza! Sed sinceros con vosotros mismos.

Quince minutos más tarde sólo se habían marchado cinco de los adultos de Baldwin Hills y había llegado una docena más, así que ya había setenta y cinco personas para formar el círculo. Algunas eran jóvenes, otras muy viejas. Yolanda les aseguró que la fuerza física no importaba.

—Es el fuego de vuestros corazones lo que necesito —dijo—. Ese espíritu de turba que demostrasteis anoche.

Mack y Ceese, que no iban a formar parte del círculo, vieron a Yolanda llevar a los voluntarios a terreno descubierto alrededor de la tubería de desagüe. Hizo que se unieran de la mano en un gran círculo. Se situó junto a la tubería, observándolos, midiéndolos. Luego empezó a caminar lentamente alrededor de la tubería, señalando a cada cual por turno. Sin dar un paso ni moverse, cada persona se deslizó un paso o dos hasta que todos estuvieron a la misma distancia de la tubería y exactamente a la misma distancia entre sí.

—No os mováis —dijo Yolanda—. Y seguid tomados de la mano.

Recorrió el círculo entonces, besando a cada uno firme y bruscamente en los labios.

Mack observaba desde la cima de la colina y, cuando ella hubo completado el círculo, le dijo a Ceese:

—¿Lo ves? ¿Ves cómo a cada uno de los que ella ha besado le sale una chispita de luz sobre la cabeza?

—No, no lo veo —dijo Ceese.

—Pues está ahí.

—Lo que yo estaba pensando es cómo hacer que el Departamento de Policía se mantenga lo bastante apartado para que este círculo de hadas cumpla su función.

—¿Se te ocurre algo?

-—Estoy en ello.

—¿Estás tan asustado como yo?

—Si tuviera suficiente cerebro para asustarme, ¿sería policía?

—No quiero que Miz Smitcher salga herida. Ni tu madre. Ni ninguno de ellos.

—Tú no has traído ningún peligro a este barrio —dijo Ceese—. Eres parte de la solución, tío, no parte del problema.

—Lo siento dentro de mí—dijo Mack—. Todos sus sueños. Todos tan... anhelantes. Y ansiosos. O furiosos. Y llenos de amor. Tan mezclados.

—Cuando todo esto termine, tal vez recuperen sus propios sueños y quedarás libre de ellos. Libre para volver a ser sólo Mack Street.

—Sea lo que demonios sea eso —dijo Mack.

22

Rompiendo el cristal

Dejaron el círculo de hadas a cargo de Grand Harrison y Miz Smitcher, con un plan que a Ceese le parecía tan descabellado que sería un milagro si algo salía bien.

La parte de Mack del plan era que todos ellos se reunieran media hora antes del amanecer, dejaran a los miembros mayores del círculo de hadas y aparcaran en el solar de Ralph's, al lado del paso elevado que daba a la colina. Sería una buena caminata desde allí, pero no se podía aparcar en la calle, en Century City. No querían dar al servicio de seguridad una excusa para expulsarlos de inmediato. Sólo unos cuantos vigías se adelantarían hasta el puente, esperando la señal de Mack. Y ésa era la parte más extraña: no tenían ni idea de cuál iba a ser.

—La vez que escribí un mensaje, las palabras aparecieron, pero unas diez veces más grandes y a lo largo de los lados del paso elevado. Todas las otras cosas que dejé se transformaron. Todo lo que puedo deciros es: buscad algún cambio. Podría incluso ser un cambio natural. Pero hay diecisiete columnas, así que buscad diecisiete... cosas.

¿Y luego qué?

—Luego formad un círculo. Diecisiete de vosotros justo encima de las marcas, y los otros en medio. Y ya no sé más.

Yolanda lo sabía.

—Lo sentiréis —dijo—. Sabréis cuándo estaré yo en el círculo.

—Pero tú no estarás en el círculo —objetó Ophelia, sensatamente.

—Estaré, pero en el otro lado. Lo veréis. O... no veréis, pero lo sentiréis. Y cuando eso suceda, empezad a moveros. En sentido contrario a las agujas del reloj. Lo que significa que, si estáis mirando hacia dentro, a la derecha.

— 294

—Todos sabemos lo que es el sentido contrario a las agujas del reloj —dijo Moses Jones.

—Excepto aquellos que sienten demasiada vergüenza para preguntarlo —dijo Yolanda, mostrando los dientes en una sonrisa.

—Pero no sabemos el baile —dijo Miz Smitcher.

—En un círculo de hadas, el baile te lleva.

La otra parte del plan era la contribución de Ceese.

—Si seis docenas de negros, incluso negros bien vestidos, empezáis a bloquear la carretera, llamarán al Departamento de Policía y os dispersarán. Pero si lleváis carteles, seréis activistas negros. Manifestantes en protesta. Os tratarán de un modo distinto. Querrán saber por qué protestáis. Un par de vosotros puede llevar cámaras de vídeo... y que se vean bien. El Departamento de Policía de Los Ángeles siente un gran respeto por las videocámaras.

—¿Carteles diciendo qué? —preguntó Grand Harrison.

Eso era más de lo que había planeado Ceese.

—Algo por lo que tenga sentido protestar en Century City.

—¿«Abajo la Fox»? —sugirió alguien.

—No olvidéis que allí hay también un gran edificio de la MGM.

—«No hay suficientes actores negros en las películas.»

—¡«Estereotipos raciales»!

—Sí—dijo secamente Miz Smitcher—. Vaya estereotipo de negros con carteles manifestándose.

—¿Podemos cantar
No nos moverán?
—preguntó Ebby DeVries—. Siempre he querido ir a una manifestación y cantarlo.

—No —dijo Sondra Brown—. Esa canción es sagrada. No se canta en una... actuación.

—Se canta para cambiar el mundo, Sistah, y
eso
es lo que vamos a hacer —dijo Cooky Peabody, hablando con todo el énfasis racial posible. De una forma que había aprendido en la televisión.

A Ceese no le importaba. Dejó que Grand y Miz Smitcher y (¿por qué no?) la democracia tomaran la decisión, mientras él conducía su coche patrulla hasta el portal entre mundos. Pero antes vio cómo Mack se montaba en la moto tras... su
esposa.
Tío, sólo de pensarlo a Ceese le rechinaban todavía los dientes. Esposa. Mack se casa con una buscona motera antes de cumplir los dieciocho años y Ceese ni siquiera tiene novia fija a los treinta.

De acuerdo, no era una buscona. Era la reina de las hadas y se suponía que Mack era una excrecencia del rey de las hadas. Para Ceese era todavía un niño que no tenía nada que hacer comportándose de esa manera tan libre y familiar con un cuerpo tan voluptuoso.

Ceese permaneció junto a su coche patrulla viendo cómo la moto se marchaba. Fue entonces cuando Miz Smitcher se le acercó.

—Ni siquiera nos invitaron a la boda —dijo.

—No creo que valga como boda. Por lo que sé, fue un reconocimiento.

—Esa sí que es una palabra que nunca había oído. «Eh, chica, vamos a tener un poco de reconocimiento.»

Ceese se echó a reír.

Ella se inclinó hacia él.

—Ceese, dame tu arma —dijo en voz baja.

—¿Está loca? Un policía no le da su arma a nadie.

—No puedes llevártela encima al País de las Hadas, ¿verdad? Tengo un presentimiento, Ceese. Sabes que no estoy loca. Tengo la sensación de que esa pistola va a hacer falta en algún otro sitio antes que guardada en la guantera de tu coche patrulla aquí en Baldwin Hills. ¿Lo captas?

—No puedo creer que la esté oyendo decir «lo captas».

—He escuchado a Ray Charles.

—¿Solía decirlo?

—No lo sé. Sólo sé que cuando yo
empecé
a escuchar a Ray, todos decíamos «lo captas».

—Miz Smitcher, lo próximo que va a decirme es que fue joven y todo.

—Fui joven —dijo ella—. Dame la pistola.

—Si la dispara y alguien lleva la bala a balística, se sabrá que fue mi arma la que dispararon en un sitio donde yo no estaba.

—Eso sucederá, si te la robo. —Parecía decidida—. Ceese. Te confié a mi bebé. Ahora confíame tu arma. No te arruinaré la vida ni mataré a nadie a quien no haya que matar.

El la metió en el coche y sacó el arma. Le enseñó a manejar el seguro y le dio munición de repuesto.

—No servirá de mucho contra las hadas —dijo Ceese—. Sobre todo si son realmente pequeñas.

—Tengo esa impresión —dijo Miz Smitcher. Lo guardó todo en el bolso.

Unos cuantos minutos más tarde, Ceese estaba ya en la parte baja de Cloverdale, aparcando el coche entre las casas de los Snipes y los Chandress. Yolanda y Mack ya lo estaban esperando.

—¿Por qué has tardado? ¿Te has parado a echar una meada? —preguntó Mack—. Tenemos bosques enteros ahí dentro.

—Sí—respondió Ceese—, pero como has dicho, las cosas que dejas allí pueden ser cualquier cosa a este lado. Odiaría dejar una bolsa de malvaviscos o un carrito de bebé en mitad de una carretera sólo porque haya tenido que hacer pis.

—¿Voy a tener que escucharos hacer chistes sobre hacer pis todo el camino? —preguntó Yolanda.

Mack los tomó a los dos de la mano y los hizo pasar a la casa.

Puck los estaba esperando dentro con dos cajitas de película de 35 milímetros.

—¿Piensas sacar fotos? —le preguntó Ceese.

—Están vacías —respondió Puck—. Y mira... agujeros para el aire.

—¿Agujeros para el aire?

—Vamos a hacernos muy pequeñitos cuando entremos en el País de las Hadas —dijo Puck—. Y todas las criaturas que Oberón pueda reunir van a venir a intentar matarnos. Si nos llevas en la mano, no las podrás espantar. O puedes entusiasmarte y aplastarnos. Así que métenos dentro de las cajas y luego guárdatelas en los bolsillos. En el bolsillo más seguro, uno del que no podamos caernos.

—Oh, Puck, eres tan dulce y atento... —dijo Yolanda. Sólo que allí ya no era Yolanda, ¿no? Era Titania. O Mab. O Hera. O Ishtar. El nombre que tuviera.

—Y una cosa más —dijo Puck—. Cuando somos pequeños, no podemos oír sonidos graves. Habla bien agudo, Ceese, o no te entenderemos. Y de vez en cuando, cállate para poder oír si te estamos gritando algo.

—¿En qué bolsillo? —preguntó Yolanda—. No será en el bolsillo del culo, ¿no?

—Has dado en el clavo —dijo Ceese.

—Bien —dijo Mack. Y se echó a reír, por motivos que Ceese no se molestó en preguntar.

—¿Tienes tus cosas? ¿Para las columnas? —le preguntó Ceese a Mack.

Mack palpó sus propios bolsillos.

—¿Y una navaja?

Mack negó con la cabeza.

—En mi sueño no llevaba navaja.

—En tu sueño luchabas con una babosa alada, no con el rey de las hadas.

—Hummm —dijo Yolanda.

—¿Qué?

—Esa es la forma que tenía cuando lo aprisionamos —dijo—. Es una de las formas que puede adoptar, y la única sin manos diestras.

—No querías que tuviera manos. ¿Qué tiene entonces?

—Espolones afilados como cuchillas —dijo Yolanda—. Pero no pensábamos combatir con él en carne y hueso, cuando lo hicimos.

—Y alas —intervino Puck—. Con deditos delgados, como un murciélago. Pueden arrancarte la mejilla de la cara en combate. Pero no podrías anudarte los cordones de los zapatos con ellos.

—Ojalá fuera al revés —dijo Ceese—. Esos otros animales... ¿qué van a hacerme?

—No mucho, dado el tamaño que tendrás ahí dentro.

—¿Y yo? —preguntó Mack.

—No te tocarán, Mack. ¿Lo han hecho alguna vez?

—La pantera me rugió una vez.

—Buuuu —dijo Puck.

—¿Así que todo ese tiempo que me pasé vigilando depredadores y carroñeros y reptiles que buscaban calor en la noche no tenía nada de lo que preocuparme?

—Obedecen a Oberón y, para sus mentes diminutas, tú eres Oberón.

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