Calle de Magia (44 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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Mack pensó en eso.

—¿Y para qué estoy yo aquí? ¿Por qué no me has enviado de vuelta con Ceese?

No hubo respuesta.

—¿Yo Yo?

No hubo respuesta.

—Titania, dímelo. Debo saberlo.

—Tú eres
su
círculo de hadas —dijo ella—. El poder que ha estado almacenando durante años.

—¿Entonces estoy de su parte?

—En cierto modo. Pero al tenerte cerca de mí, no puede hacerme nada realmente horrible.

Ahora él lo comprendió.

—Soy tu rehén.

—Es una relación similar. Aparte de que, normalmente, los rehenes no son devorados.

—¿Vas a devorarme?

—No, tonto. Yo te amo.
Él
quiere devorarte. O a los sueños almacenados en ti, más bien. Escupirá el resto.

—¿Entonces viviré?

—Eso no sucederá, así que no te preocupes.

—¿Por qué no sucederá?

—Porque él sabe que mientras estuviera comiéndose los sueños que hay en ti, yo te reuniría con él. Restauraría las virtudes que expulsó de sí.

—¿Y él no quiere eso?

—De repente volvería a tener conciencia. Recordaría cuánto me ama. Estropearía por completo su bando de esta pequeña guerra.

—¿Qué me sucedería a mí?

—Te has hecho más fuerte en estos años que has estado separado de él. Su malicia ha estado aumentando constantemente también, pero tú te has vuelto muy sabio y fuerte. Estoy orgullosa de ti.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé. Como te he dicho, chico, no sé cuál será el resultado. Jugamos con las causalidades que nos lanza y le lanzamos nuestras realidades.

Se posó suavemente en el terreno en medio del círculo de diecisiete columnas. Se soltó del cuerpo de Mack.

—Es hora de expresar tu arte, chico.

Mack se puso a trabajar de inmediato con un rotulador rojo, dibujando un corazoncito en cada columna antes de pasar rápidamente a la siguiente.

Cuando acabó el sermón, Word estaba exhausto. Sus oyentes no: después de todo, todavía era de día cuando terminó y todos estaban esperando que su toque curador llegara también a sus vidas. Pero terminó porque la mano invisible que le corría por la espalda lo había soltado por fin. No le quedaba nada.

Habría ido al despacho del reverendo Theo a descansar, pero recordó el uso que le habían dado recientemente, así que se sentó en una de las sillas plegables, al fondo del santuario y cerró los ojos.

Lo que le poseía había vuelvo a hablar. Esta vez Word no se dejó llevar por la sorpresa y se mostró fatalista al respecto. O vendría o no vendría. O recibiría las palabras que decir, o no.

Pero ¿de quién era? No le gustaba la sensación de que tuviera algo que ver con Mack y Yolanda. Lo que ocurría con ellos no provenía de Dios: eso lo sabía, al menos. Entonces, ¿por qué el espíritu sólo había empezado a obrar a través de él cuando los dos habían salido de su encuentro semisagrado? Fuera lo que fuese aquel espíritu, todavía le preocupaba que no fuese el Espíritu Santo.

Si no sirvo a Jesús en lo que hago, entonces, ¿al servicio de quién estoy?

Todas las cosas que le he dicho a la gente. ¿Eran verdad? ¿O se volvieron verdad porque yo las dije?

Eso era lo que Word había creído cuando estudiaba psicología en la facultad. Llegó a la conclusión de que Freud no descubría las cosas, sino que las creaba. No había complejos de Edipo hasta que Freud empezó a contar esa historia y la gente empezó a interpretar su vida a través de esa lente. Como la neuralgia o los vapores o los ovnis o los humores o cualquier otra teoría extraña: una vez la historia estaba ahí, la gente empezaba a creerla.

¿Y yo estoy haciendo lo mismo ahora? ¿Digo cosas y entonces se vuelven verdad porque yo las he dicho? ¿O ya son verdad y este espíritu que me posee revela esa verdad y cura lo que puede ser curado? ¿Estoy proporcionando paz o creando caos?

¿Es mío en parte esto, es mi propio deseo de encontrar sentido a las cosas? ¿O una necesidad aún más profunda que no conocía... un deseo de dominar? Porque eso es lo que está sucediendo. La manera en que me miran. Con adoración. Con agradecimiento. Es la mirada de la fe. Les he dado algo que yo mismo no tengo: certeza. Confianza.

Alguien le dio la vuelta a la silla que tenía delante y se sentó. Era algo que hacía el reverendo Theo cuando quería aconsejar a alguien. Así que Word no abrió los ojos.

—Buen sermón el de esta noche —dijo.

—No sé cuándo va a suceder —respondió Word—. Por lo que sé, ésta ha sido la última vez.

—Lo estabas haciendo bien antes de que el espíritu viniera a ti.

—¿Notó cuándo vino?

—Te diste la vuelta y miraste hacia la puerta, como si hubieras oído al Espíritu de Dios colocarse detrás de ti, y entonces te giraste y le dijiste a esa mujer que su hijo le estaba mintiendo. No creo que hubiera un momento más claro que ése.

—No oí al Espíritu de Dios. Oí a Mack y Yolanda salir de la iglesia.

—Vaya, ¿y cómo oíste eso? —dijo el reverendo Theo—. Con tanto ruido... y la puerta ya estaba abierta y ellos no caminaban llamando la atención.

—No lo sé. Ni siquiera sé si es el Espíritu de Dios lo que acude a mí.

—Es el espíritu de la verdad. El espíritu de la curación. Ten fe.

—Está demasiado cerca de las cosas que quiero y deseo —dijo Word.

—Es lo que quiere y desea Su Majestad, el rey Jesús. Dijo «venid y seguidme», y tú lo estás haciendo, Word. Incluso tu nombre. En el principio fue la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y...

—No termine de decirlo. O me cambiaré el nombre.

—No estoy diciendo que esa última parte se refiera a ti. Pero es cierto que la Palabra está con Dios. No lo dudes.

—Reverendo Theo, no me fío.

—Si viene, bien. Cuando no venga, diles simplemente que el Espíritu Santo viene cuando viene, pero las palabras de Jesús están siempre con nosotros. No estamos en esto para dar un espectáculo, Word. Estamos en esto para salvar almas.

—Lo sé —dijo Word—. De lo que no me fío es... No sé si esto es bueno o malo.

—Oh, es bueno, Word.

—A la larga. Me adoran, reverendo Theo.

—No te preocupes por eso. Pueden verte a ti. No pueden ver a Dios. Pero pronto aprenderán a mirar más allá de ti y a ver a Dios sobre tu hombro.

—Lo que entra dentro de mí... creo que es su adoración lo que pretende.

—Por supuesto —dijo el reverendo—. ¿No nos dijo «amarás al Señor tu Dios con todo tu...»?

—No, reverendo Theo. Lo que quiere es que me adoren
a mí.
Que me obedezcan. Que me eleven. Que me den poder en este mundo. Quiere que yo gobierne sobre la gente porque la gente piense que Dios está en mí. Es ansia. Ambición. Orgullo.

—Si tienes esos pecados, podemos hacer penitencia...

—Yo no cometo esos pecados, reverendo Theo. O si los cometo no son tan fuertes. No es una sensación propia. Es lo que recibo de la cosa que está dentro de mí. No me parece buena. Me parece maligna.

El reverendo Theo no le ofreció una palabra de consuelo. Ninguna.

Word abrió los ojos. El reverendo Theo lo estaba estudiando.

—Eres un muchacho complicado, Word.

—No tan complicado. Sólo quiero ser bueno. Por buenos motivos.

—A veces la gente hace el mal por buenos motivos, y Dios los perdona. Y a veces hacen el bien por malos motivos, y Dios los perdona. Y cuando hacen el mal por malos motivos, Dios los perdona si se arrepienten y acuden a él. No tienes nada que temer, Word.

Word fingió que ésta era la respuesta que necesitaba, porque sabía que, por sabio que fuera el reverendo Theo, no lo comprendía. No había sentido aquella mano caliente en su espalda. No había sentido la alegría que irradiaba de ella cuando la gente lloraba al aclamarlo: «Word, Word, Word.»

Es la bestia, y yo soy el profeta de la bestia. Ahora lo sé. Está fingiendo ser el Espíritu Santo, pero no lo es. Así que no estoy sirviendo a Dios, aunque eso es lo que pretendo. Estoy sirviendo... a otro. Tal vez a alguien como el Hombre de las Bolsas. Excepto que no es como papá dijo que le pasó con él. El Hombre de las Bolsas le hizo querer cosas que no quería. Esta cosa que hay dentro de mí no cambia lo que yo quiero. Sigo siendo la misma persona que era.

Word dejó que el reverendo lo acercara a casa en su desvencijado coche, un viejo Volvo que parecía una caja de cartón con ruedas y manchas de óxido.

—Lo que hace que me sienta más orgulloso de este coche —le gustaba decir al reverendo Theo— es que no queda un mecánico en Los Ángeles que sepa arreglarlo. Por eso sé que anda sólo gracias a la fe.

El reverendo Theo lo dejó en la parada del autobús y, poco después, Word subió al que bajaba por La Brea y que lo dejó en Coliseum. Word había insistido: no hacía falta que el reverendo lo llevara hasta Baldwin Hills, le quedaba demasiado lejos. Así que cuando Word llegó era casi medianoche.

Mientras recorría Cloverdale, Word vio el coche patrulla de Ceese Tucker y la motocicleta de Yolanda aparcados delante de la casa de los Chandress. Pero la casa estaba a oscuras, como si no hubiera nadie o al menos no hubiera nadie levantado.

Word siguió caminando calle arriba y se encontró con tanta gente que se preguntó si había habido alguna fiesta. O tal vez un mitin político, ya que algunos llevaban sábanas o cartones como los que se usan para hacer pancartas. Pero ¿qué causa podía unir a gente tan dispar? Gente de la zona alta de la colina hablando con gente del llano, cosa que no era tan corriente. No en la calle al menos.

Muchos lo saludaron, pero no le ofrecieron ninguna información y Word no preguntó. Tal vez pudieron ver en su rostro lo abstraído y preocupado que estaba. Fuera lo que fuese lo que estuvieran haciendo, Word no formaba parte de ello.

Llegó a casa y encontró a su madre tomando té en la cocina.

—Tu padre está en el despacho y no quiere que le molesten.

—Estoy cansado —dijo Word—. ¿Todavía está preocupado por lo de esos poemas?

—La verdad es que ha recibido algunos correos de felicitación hoy. Hay gente a quien le gusta el tipo de poesía anticuada que al parecer tu padre lleva escribiendo desde hace veinte años sin decírmelo a mí ni decírselo a nadie.

—Eso está bien —dijo Word.

—Así que supongo que su deseo se hace realidad. No me importaría que a unos cuantos deseos míos les pasara lo mismo.

Word se sentó a la mesa frente a ella.

—¿Cuál es el deseo de tu corazón, mamá?

—Que mis hijos sean felices.

—Ya eres Miss América para mí, mamá —dijo él, sonriendo.

—Bueno, eso quiero. Pero supongo que no te referías a eso. Sinceramente, no sé cuál es el deseo de mi corazón. Tal vez me gusta mi vida tal como es. Estoy bastante contenta.

—Eso es lo que significa ser feliz en este mundo, mamá.

—Vaya, nos has salido filósofo.

—No, me aprobaron por los pelos en el instituto.

Se levantó y le besó la mejilla y la dejó con su té y su contento de la vida. Tal vez se hubiera sentido de otro modo de haber sabido que un hijo de sus entrañas había vivido en el barrio durante los últimos diecisiete años y esa noche se había acostado con una mujer que era al menos diez años mayor que él después de una especie de matrimonio falso. Tal vez eso estropeara su felicidad un poco. Sobre todo lo de no recordar haber dado a luz a ese niño.

Word se desnudó y se metió en la cama, pero no le sirvió de nada. Bueno, tal vez diera alguna que otra cabezada, pero no paraba de abrir los ojos y mirar el reloj. La una y media. Las dos y diez. Cosas así.

Finalmente, casi a las cuatro, se puso de rodillas y rezó. Hizo todas sus preguntas. Suplicó respuestas. Si esto es cosa tuya, Señor, házmelo saber. Permíteme confiar. Pero si no es cosa tuya, entonces, por favor, Dios, libérame de esto. No me hagas ser parte de un espíritu maligno que ansia poseer las almas de la gente.

Y entonces, en mitad de la plegaria a Dios, sintió que la mano en su espalda empezaba a moverse.

Lo he despertado. Voy a ser castigado por pedirle a Dios que se lleve este espíritu.

Lo sintió deslizarse hacia arriba y salir. Y, entonces, desapareció.

—Oh, Dios —dijo en voz alta—. ¿Qué es tu espíritu? ¿Lo has retirado de mí por mi incredulidad?

Pero un instante después de que la presencia en su espalda hubiera desaparecido sintió una enorme ligereza, como si la mano que le agarraba el corazón hubiera sido un gran peso que lo arrastraba consigo. Y ahora estaba en paz.

—Te doy las gracias, oh, Señor Misericordioso —susurró—. Has expulsado el espíritu del mal.

Rezó un poco más, dando gracias. Y con el agradecimiento todavía en su corazón y una plegaria en los labios, se levantó y se acercó a la ventana y subió las persianas y contempló la luz grisácea.

Había un brillo rojo tras las casas, a la derecha de su ventana. Un brillo tan intenso que sólo podía proceder de un incendio. Pero ¿de qué casa? Veía todas las casas de Cloverdale y tras ellas no había nada. Sólo la cuenca vacía alrededor de la tubería de desagüe.

En ese momento, una columna de luz roja se disparó hacia arriba y algo oscuro se alzó con ella. Word vio fascinado cómo la cosa se rebullía un poco. Como una babosa.

Una babosa con alas. Las vio desplegarse. Vio los ojos brillantes y aterradores. Vio las alas extenderse y batir contra el aire rojo y humeante y alzar al gran gusano al aire.

No era un gusano, en realidad. Era demasiado grueso y rechoncho. No era un gusano, sino lo que en el antiguo folclore se llamaba un
Wyrm.
El gran enemigo de Dios. El que había sido expulsado del cielo por Miguel el arcángel.

Oyó pasos tras él. Se volvió y vio a su padre.
Tenía
los ojos enrojecidos como si hubiera estado levantado hasta muy tarde. O como si hubiera estado llorando.

—¿Has visto, papá?

—¿Qué puede estar haciendo un helicóptero sobrevolando el barrio a estas horas de la noche?

—¿Helicóptero?

Word volvió a mirar por la ventana. Y, en efecto, la gran babosa voladora había desaparecido. Y en su lugar había un helicóptero. No de la policía, sino de una cadena de televisión, aunque Word no la reconoció por las iniciales.

—¿Qué estabas mirando, pues?

—No, es que... estoy un poco mareado. No sabía que era un helicóptero.

—Puede oírsele —dijo su padre—. Está despertando a la gente de todo el barrio. ¿Has dormido algo esta noche, hijo?

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