Calle de Magia (45 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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—Si lo he hecho, debo de haberme quedado dormido mientras, porque no lo recuerdo.

Era un viejo chiste entre ellos, y su padre se rió y le dio una palmada en el hombro.

—Supongo que tendrán que apañárselas sin ti hoy en la iglesia.

—Tal vez.

El padre salió de la habitación.

Word vio cómo el helicóptero se dirigía al noroeste, justo por encima de la casa de los Williams.

Era una babosa dragón, pensó Word. Lo he sabido en cuanto la he visto: era la bestia.

Y, sin embargo, era un helicóptero. Y se dirigía al noroeste.

¿Un dragón disfrazado?

Word tenía que verlo. De algún modo era responsable de aquello. Había estado dentro de él. ¿Quién sabía qué se lo había llevado, qué conocimiento le había robado?

Word corrió al despacho de su padre.

—¿Puedo usar tu coche?

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé.

—Estás demasiado cansado para conducir.

—No iré lejos, papá.

Word esperaba estar diciendo la verdad. Pero luego prefirió no estar diciéndola... porque fuera lo que fuese que había venido a hacer aquella babosa voladora, no la quería en su propio barrio, entre sus amigos.

—Llévate el Mercedes —dijo su padre, y Word atrapó las llaves al vuelo y se marchó al garaje.

Ura Lee llevaba el uniforme de enfermera y se encontraba en el paso elevado, con el tráfico de la avenida Olympic pasando por debajo. No había muchos coches a esta hora de la mañana, lo sorprendente era que hubiera alguno. ¿Gente que trabajaba muy temprano? O que prefería llegar dos horas antes y ser productiva en vez de llegar a tiempo después de pasarse hora y media en la Cuatrocientos Cinco o la Diez.

No estaba segura de cómo le sentaba ser una de las personas ancianas que habían bajado de los coches mientras los jóvenes iban a aparcar y volvían andando. Podría haber caminado sin problema: se pasaba todo el día de pie, y el único inconveniente del camino desde Ralph's hasta el paso elevado era que era cuesta arriba y en forma de hoja de trébol.

Gente del valle del Trébol subiendo por una hoja de trébol.

Y antes de seguir divagando se recordó: a veces las coincidenciasno significan nada.

¡Mirad! ¡Pisadlos! ¡Uno en cada uno! ¡Es la señal! ¡Que ningún coche pase por encima de los bloques y los mueva!

Ellos se dispusieron a obedecerla. Ura Lee se volvió hacia Ralph's y agitó los brazos. Entonces recordó que todavía la oscuridad era casi absoluta. Encendió la linterna y apuntó con ella y la hizo parpadear.

Recibió un destello como respuesta y vio que algunas personas empezaban a correr por la acera.

Esto no durará mucho, pensó. No había muchos que estuvieran en forma suficiente para correr cuesta arriba hasta el paso elevado.

Al parecer algunos habían pensado lo mismo con antelación, porque unos cuantos coches arrancaron en el aparcamiento de Ralph's y giraron a la izquierda por Olympic.

Bueno, que vengan cuando vengan. Yo tengo mi cubo donde colocarme.

Los cubos estaban demasiado esparcidos para que pudieran agarrarse de la mano. Y no había diecisiete personas allí arriba, así que no podían cubrirlos todos. ¿Por qué no se nos ha ocurrido asegurarnos de que al menos fuéramos diecisiete?

Un coche llegó por el sur. No pertenecía a su grupo; algún madrugador de una oficina de Century City. Puso las largas cuando vio a los viejos negros de pie en la carretera.

—-¡Dejadlo pasar! —gritó Ura Lee—. Pero permaneced juntos, para que tenga que conducir despacio.

Se echaron atrás, dejando una abertura apenas lo bastante ancha para que el coche pasara. El tipo bajó la ventanilla automática.

—¿Qué demonios están haciendo aquí a esta hora? ¡Apártense de la carretera!

—¡Estamos aquí para conmemorar la muerte de un gilipollas que gritaba a las personas mayores desde su coche! —gritó Eva Sweet Fillmore.

El hombre probablemente ni siquiera la oyó: ya había pasado de largo, subiendo la ventanilla.

Los cubos seguían intactos.

Y empezó a llegar más gente, con pancartas. Quedaría claro que se trataba de una manifestación. Ya podrían dejar a los conductores que tocaran el claxon o se dieran la vuelta y volvieran por donde habían venido. No hacía falta dar explicaciones. Los carteles lo dirían todo.

Ura Lee tomó la pancarta que le tendió Ebby DeVries: SALVAD A LOS CRISTIANOS DE SUDÁN, decía. Miró las otras y sonrió. Era una causa que le preocupaba. Después de todo, podían acabar saliendo en la tele, así que bien podían manifestarse por una causa justa.

RECORDAD ÁFRICA

EL SIDA ES MÁS COMÚN EN ÁFRICA QUE LA GRIPE

LIBERAD A LOS ESCLAVOS DE ÁFRICA

SI LA PIEL NEGRA HICIERA ANDAR TU COCHE

LIBERARÍAMOS SUDÁN

¿QUÉ IMPORTA QUE UN MILLÓN DE NEGROS MUERA?

Por lo que Ura Lee sabía, nadie en Los Ángeles sabía siquiera que aquello fuera una causa. Desde luego no esperaban que un puñado de negros detuviera el tráfico en Century City. Así que hizo que añadieran un par de carteles.

¡ÉSTE ES EL SIGLO DE ÁFRICA!

¿POR QUÉ NO HAY NINGUNA ESTRELLA DEFENDIENDO ÁFRICA?

Eso explicaría, más o menos, por qué estaban en Century City, bloqueando la avenida de las Estrellas.

—¿Somos setenta y siete? —gritó Grand Harrison.

Alguien, desde el otro lado, donde estaban los tréboles, respondió:

—No, todavía quedan unos seis que vienen subiendo por la colina.

Ura Lee sintió un extraño cosquilleo en los pies. Se volvió hacia Ebby, ahora agarrada a su mano izquierda.

—¿Lo sientes?

—¿El cosquilleo en los pies?

—Tenemos que bailar—dijo Ura Lee—. ¡No hay más tiempo! ¡Hay que empezar! ¡Tomaos de la mano y que los que vengan más tarde se incorporen a medida que vayan llegando!

El círculo se formó y empezaron a moverse, aunque cuatro o cinco olvidaron hacerlo en sentido contrario a las agujas del reloj y hubo un momento de confusión. Sin embargo, en unos instantes, con las manos unidas alrededor de las pancartas, todo el círculo se movió lenta pero suavemente hacia la derecha mirando al centro. Los rezagados se unieron como pudieron.

Sólo cuando el último (Sondra Brown tenía que ser) ocupó su puesto, el cosquilleo empezó a subir desde los pies de Ura Lee. Los pies empezaron a menearse un poco. Las caderas empezaron a bambolearle mientras caminaba. Un poco de disposición. Un poco de alegría. Unas cuantas personas se rieron de deleite.

El círculo se movió más y más rápido, pero nadie se quedaba sin aliento. El tintineo cubrió todo su cuerpo, cada centímetro de su piel y también su interior.

Yolanda White no podía ser una fulana, ni hablar. Porque si los hombres hubieran podido tener esa sensación por cien pavos, ella nunca habría tenido tiempo para montar aquella moto.

Oyeron el zumbido, el rugido, el
tud-tud-tud
de un helicóptero. Ura Lee alzó la cabeza.

—Santo Dios —dijo—. ¿Cómo es que llega ya un helicóptero de las noticias?

—Ahí viene —dijo Mack—. Puedo verlo.

—Bueno, ¿has acabado con tus flores y tus corazoncitos?

—Sólo son corazones.

—¿Has acabado? —dijo ella, impaciente.

—Uno en cada columna.

—Muy bien. Ponte aquí en el centro. Y... cómo puedo expresar esto... cuando él llegue...

—He de mantenerme entre tú y él.

—Eso sería de mucha ayuda.

Ella fue pasando de columna en columna, besando los corazones.

—Deberían sentirlo ya.

Corrió al centro del círculo.

La babosa voladora soltó un grito tan fiero que las columnas temblaron.

—¡Ponte delante de mí, Mack! ¡No me dejes aquí sola!

Mack corrió para colocarse entre la reina y su esposo.

¿Es ésa la consecución de su sueño?

En el sueño ni siquiera sabía que yo estaba allí. Pero en la realidad, me necesita.

Eso le hizo sentirse bien.

—Maldición, Mack, ¿qué está pasando aquí? No estamos conectando todavía.

—Tal vez alguno de ellos ha tardado más en subir desde Ralph's de lo que esperábamos —dijo Mack—. No ha pasado tanto tiempo desde que empecé a dibujar los corazones.

—¿Qué es esto, un sistema de telefonía móvil defectuoso? —dijo Titania—. ¿Me oyes ahora? ¿Puedes oírme maldecir, ahora?

—Por favor, no te enfades.

—Tienes razón.

El dragón babosa revoloteó, reconociendo el terreno. Mack se colocó ante Titania, mientras ella señalaba las columnas una por una.

—No me estoy llenando, Mack. La lucha va a ser breve si él te tiene a ti de donde extraer y yo no tengo a nadie.

—¿Por qué no extraes de mí?

—No puedo, Mack, y sabes por qué —contestó ella. Y entonces añadió—: Oh, alabado sea el Señor. Han terminado.

Inmediatamente, Titania volvió a señalar cada columna, pero esta vez cantó una nota baja al hacerlo y las columnas se pusieron a brillar.

—Oh, ahora lo ve —murmuró, con la nota—. Lo sabe. Cuidado, Mack. Ponte delante de mí.

Mack apenas podía pensar en el dragón, porque estaba mirando las columnas. Empezaban a moverse, deslizándose alrededor del círculo. En el sentido de las agujas del reloj.

—Creía que les habías dicho que se movieran en sentido contrario a las agujas del reloj —dijo Mack.

—Si el círculo se moviera igual en ambos lados —respondió Titania, impaciente—, no habría fricción, ¿no?

—Tonto de mí —murmuró Mack.

—Sabes que te quiero, ¿verdad, Mack?

—¿Qué estás haciendo, despidiéndote de mí?

—¡Ahí viene, el hijo de puta!

La babosa voladora se lanzó sobre ellos y un espolón golpeó a Mack, desgarrándole el pecho en diagonal desde la cintura hasta el hombro. Mack gritó de dolor y cayó de rodillas.

—¡Levántate, Mack! —gritó ella—. ¡No puede volver a hacerlo, no puede permitirse debilitarte!

—Con una vez es suficiente —susurró Mack—. ¡Que Dios me ayude!

—¡No puedo ayudarte! ¡Tengo que mantener el círculo en movimiento!

Mack se abrió la camisa para ver la herida. Era profunda en algunos sitios. La piel estaba desgarrada, pero no le había abierto el vientre. Sus tripas estaban todavía a salvo, dentro.

—Sólo es una herida superficial.

—Bueno, eres valiente.

—Ya veremos qué piensas cuando me cague en los pantalones. Ahí vuelve.

—Me estoy haciendo más fuerte, Mack. Está funcionando. Ya lo veras.

El dragón se abalanzó de nuevo, pero esta vez un Cadillac amarillo vivo se alzó de pronto desde un punto interior del círculo y chocó contra la babosa y la desvió de su rumbo. Un momento después, antes de que el Cadillac pudiera volver a la tierra, estalló en pedazos.

No, en pedazos no. Pelotas de golf.

Un millar de pelotas de golf llovían sobre ellos.

—Maldición —dijo Titania—. Tienes un montón de fuerza en ti, chico. Tendrían que haber sido pelotas de ping-pong.

—Qué guai soy —dijo Mack, acariciándose un chichón que le crecía en la cabeza donde lo había golpeado una de las pelotas.

—Déjame salir de esta jaula —gritaba Puck—. Ella me necesita, ¿no lo entiendes? ¡Cree que soy esclavo de él, pero no es así, la amo! ¡Ella es el amor de mi vida! ¡Nunca le haría daño! ¡Déjame salir!

Ceese se arrodilló junto a la jaula.

—Ni siquiera sé cómo.

—Ábrela a la fuerza. ¡Entra ahí donde eres un gigante y ábrela con los dientes!

—No.

De repente el globo empezó a rodar. No era magia. Puck lo movía como un hámster, corriendo dentro de la pelota y haciendo que se deslizara por el suelo hacia la cocina.

—¡No vas a salir de aquí!

—¡Intenta detenerme!

Ceese lo detuvo.

Puck miró el pie de Ceese, que sujetaba la jaula.

—¡Brutalidad policial!

—Oh, calla, nadie te está haciendo daño.

—¡Rodney King!

—Nadie puede oírte, Puck. Y aunque alguien pudiera, ni siquiera
ve
esta casa.

—¡Ella me necesita!

—Te necesita
aquí,
conmigo.

Puck dio marcha atrás y dejó escapar un grito tan penetrante que uno de los paneles de la ventana se rompió. Ceese sintió tanto dolor de oídos que recogió el globo y corrió hacia el fondo de la casa, para intentar meterlo en el lavabo o en la ducha.

Lo que encontró fue un dormitorio con un armario lleno de uniformes de policía. Todos suyos.

—Maldición —dijo Puck—. ¿Qué es esto, el vestidor de Village People?

—Voy a vestirme —respondió Ceese—. Pero antes...

Envolvió el globo en una de las chaquetas de cuero (la que todavía goteaba de haber estado sumergida en agua).

Oyó la voz apagada de Puck.

—Está oscuro.

Ceese sacudió la chaqueta mojada.

—Está lloviendo —dijo Puck.

El helicóptero voló bajo sobre el círculo de hadas. Cuando estuvo exactamente en el centro, un montón de líquido rojo cayó y los salpicó a todos.

—¿Qué es esto, pintura? —gritó alguien.

—¡Calla y sigue bailando! —exclamó Grand.

—Es sangre —dijo Ebby.

—Sigue bailando, cariño —dijo Ura Lee.

Entonces, para sorpresa de Ura Lee, sus pies dejaron de tocar el suelo. Todavía bailando, se alzó en el aire y el círculo empezó a moverse aún más rápido.

El helicóptero regresó, pero esta vez la pintura roja rebotó en el pavimento (y en toda la gente que había alcanzado) y se convirtió en una bola de pintura... o de sangre, o de lo que fuera, que entonces se alzó y se estrelló en el parabrisas del helicóptero.

El helicóptero inmediatamente viró y se alejó.

—Lo ha cegado. Bien —dijo Ura Lee.

—¿Qué está haciendo ese helicóptero? —preguntó Ebby.

—Eso no es ningún helicóptero, cariño —dijo Ura Lee—. Es el diablo. Y esa pintura... eran Mack y Yolanda, en el País de las Hadas, que le están haciendo algo malo y lo obligan a marcharse.

—No por mucho tiempo —dijo Ebby—. Ahí vuelve.

—Baila más rápido.

—¡Quiero volar más alto! —dijo Ebby.

Y lo hizo.

El helicóptero volvió a acercarse y enfiló directamente hacia el círculo de hadas que danzaba, giraba y volaba. Pero en el último momento lo que parecía ser una gigantesca lengua de sapo salió disparada desde más allá del paso elevado y se agarró al helicóptero y lo alejó.

—Ha faltado poco —dijo Ura Lee.

—Qué guai.

Lo mismo sucedió un par de veces más antes de que un coche patrulla de la policía se acercara despacio por el puente y se detuviera bajo el círculo de hadas. Ura Lee miró a los agentes que salían del coche y pensó que era encantadora la manera en que se quitaban las gorras y se rascaban la cabeza y se pasaban un rato largo discutiendo si atreverse o no a informar de lo que estaban viendo.

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