Con todos los días y semanas que Mack había pasado solo en el País de las Hadas, y que nunca ocupaban más de una hora y media en el mundo real, y a menudo menos, se sentía como si al menos fuera un año mayor de lo que pensaba todo el mundo. Tal vez dos. Tenía los fuertes músculos nudosos de un hombre que ha caminado desde Ventura a Newport Beach, desde Malibú a Palm Springs sólo con la comida que lleva en la bolsa.
A medida que se hacía mayor, crecía también más, así que cada zancada lo llevaba más lejos. Creció tan rápido que durante un tiempo se preguntó si no se estaría convirtiendo en un gigante como era Ceese en el País de las Hadas, sólo que más despacio, y a ambos lados de la Casa Estrecha. No es que conociera a ningún pariente que pudiera indicarle cuánto iba a crecer. Pero al cabo del tiempo la cosa se redujo, y aunque era tan alto que sus zancadas podían llevarlo rápido y lejos, nadie lo confundía con una estrella de la NBA. Bueno, tal vez con un base.
Tenía tantos callos en los pies que sentía la piel de las plantas como algo ajeno, pues parecían cascos. Odiaba ponerse zapatos en el colegio: le parecía que lo aprisionaban. Y en el País de las Hadas eran un problema, pues los lazos siempre se enganchaban en algo, las suelas le cubrían los pies y no podía sentir el suelo y aprender lo que le decía de la tierra que atravesaba. Un par de zapatos se le quedaron atascados en un pantano y se convirtieron en un maletín lleno de billetes de cien dólares casi perfectamente falsificados que encontró una pareja de monopatinadores en Venice. Los periódicos especularon acerca de que los billetes eran parte de un plan terrorista para desestabilizar la economía. Ninguna persona en su sano juicio hubiese creído jamás que empezaron siendo un par de Reeboks que se le quedaron atascadas en el barro.
Y de vez en cuando Mack bajaba a un barranco y subía al otro lado y caminaba hasta el claro donde siempre era de noche, y los dos globos chispeaban con las únicas luces que Mack veía en el País de las Hadas que no estaban en el cielo. Se sentaba y contemplaba los globos, sin saber cuál era la reina cautiva de las hadas ni si se llamaba Titania o Mab o si tenía cualquier otro nombre imposible de adivinar.
A veces pensaba en ella como en la Campanita de la película de
Peter Pan:
una descaradilla demasiado peligrosa para dejarla libre en el mundo. Pero en ocasiones era una figura trágica, una gran dama secuestrada y aprisionada por el simple crimen de interponerse en el camino de otro. Titania había salvado a un niño cambiado de las garras de Oberón. Titania había salvado a un niño como Mack. Por eso tenía que ser castigada, al menos en
El sueño de una noche de verano.
¿Era posible que su prisión tuviera algo que ver con Mack?
—¿Te debo algo? —preguntaba.
Pero cuando hablaba en voz alta, la pantera siempre se alertaba y dejaba de caminar. Si seguía hablando, incluso a la pantera y no a las hadas capturadas, el animal empezaba a acecharlo, acercándose, los músculos dispuestos a saltar sobre él. Así que aprendió a guardar silencio.
El cadáver del hombre con cabeza de asno ya era un esqueleto, y la hierba crecía a su alrededor, y las hojas lo cubrían, y antes de que pasara mucho tiempo el terreno se lo tragaría o la lluvia se lo llevaría. Ése soy yo, pensó Mack. Muerto y desaparecido, mientras que las hadas viven para siempre. No me extraña que no se preocupen por nosotros. Somos como coches que pasan veloces por el otro lado de la carretera. Ni siquiera las vemos el tiempo suficiente para preguntarnos quiénes son o adonde van.
Y entonces, un día, Mack volvió a la Casa Estrecha desde el País de las Hadas, con los pies llenos de barro porque allí llovía, y entró en una cocina donde había una mesa y sillas, un frigorífico y un horno, y supo que Puck había regresado.
En efecto, allí estaba en el salón, construyendo un castillo de naipes. Con su aspecto de siempre. Ni siquiera se molestó en levantar la mirada cuando Mack entró.
—Pisa con cuidado —dijo Puck.
—¿Dónde has estado?
—¿Teníamos una cita? Llevas los pies sucios y estás manchando toda la alfombra.
—¿A quién le importa? —dijo Mack—. En cuanto te marches, no habrá ninguna alfombra.
—Ya sabes cómo funciona esto.
Mack suspiró.
—Alguna mujer del barrio tendrá que limpiar su alfombra.
—Es buena cosa que seas limpio —dijo Puck-—. Intento tener alguna consideración con los vecinos.
—¿Tienes toallas y jabón y toda esa mierda en tu cuarto de baño?
—Oh, de repente eres un chico hip-hop y dices «mierda» como si fuera lo más.
—No hay nada hip-hop en «mierda» —murmuró Mack camino del cuarto de baño. Había jabón, una pastilla medio usada con restos de pelo de alguien, y el champú era algo femenino, con olor a frutas. A Mack le pareció que se estaba poniendo caramelo en el pelo. ¿No podía Puck robar esas cosas a alguien que tuviera el jabón limpio? Tendría que frotarse los pelos rizados de otra persona por todo el cuerpo.
No pudo soportarlo, y se quedó allí de pie en la ducha quitando pelos del jabón y luego tratando de frotarse las manos. Cuando terminó de limpiar el jabón el agua estaba tibia y, cuando se enjuagó, ya estaba fría.
Salió de la ducha y Puck estaba allí mirándolo. Mack dio un grito.
—¿Qué haces? ¿Es que un negro no puede tener intimidad aquí?
—¿Aprendes a decir esa mierda de «negro» en el instituto? Creciste en Baldwin Hills, no en el gueto.
—¿Qué eres, mi padre? ¿Y cómo es que tú puedes decir «mierda»?
—Yo inventé la mierda, Mack —dijo Puck—. Soy más viejo que la mierda. Cuando era niño, nadie cagaba, vomitaban durante una hora después de comer. Era
asqueroso.
La mierda es una gran mejora.
—Te salvé la vida, gilipollas, y luego huiste y te escondiste durante cuatro años.
—El estatuto de limitaciones se ha agotado, así que he vuelto —dijo Puck.
—No hay ningún estatuto de limitaciones por estar en deuda con alguien que te ha salvado la vida.
—No hay abogados en el País de las Hadas —repuso Puck—. Es una de sus mejores características.
—No estamos en el País de las Hadas.
—Pues desde luego ni tus polis ni tus tribunales mortales tienen jurisdicción aquí —dijo Puck—. Pero dime qué quieres que haga por ti, y veré si quiero hacerlo.
—Quiero saber cosas sobre la reina de las hadas.
Puck sacudió la cabeza y chasqueó la lengua tres veces.
—¿Es que no hay chicas
jóvenes
en el instituto? ¿Por qué te interesa una mujer más vieja que la falla de San Andrés y mucho más problemática?
—¿Así que causa más problemas que tú?
—Eso piensa alguna gente —dijo Puck—. Aunque tal vez sea una exageración.
Mack no iba a dejar que el duende lo desviara de su objetivo.
—¿Se llama Titania o Mab?
—Creía que habíamos dejado esa cuestión zanjada hace años. No digo nombres.
—Entonces se lo preguntaré a la casa.
—Ella no está aquí. No funcionará.
—Creo que estás mintiendo.
—Estoy fuera cuatro años y lo primero que haces es llamarme mentiroso. No tienes modales, chaval.
Mack echó atrás la cabeza y le habló al techo.
—¿Cómo se llama la reina de las hadas?
No sucedió nada. Mack siguió secándose con la toalla.
—Ya te lo había dicho.
—A lo mejor la casa está intentando descubrirlo para decirme su nombre. Su nombre no es una palabra, como el tuyo.
—Fácil —dijo Puck—. Te enseña una tetita con uno de esos bronceados
tan
apañados que se ven tanto por Brentwood... y luego a un niño boquiabierto diciendo
ah.
—Así que se llama Titania.
Puck hizo como si se sintiera desfallecer.
—¡Oh, no! ¡Se me escapó!
—¿Entonces
no
se llama Titania?
—Venga ya, Mack. No voy a decírtelo porque no soy yo quien puede decírtelo.
—Muy bien, pues. Entonces di esto: ¿por qué no veo nunca ningún hada en el País de las Hadas?
—Porque esa parte del País de las Hadas es un agujero infernal adonde nadie va a propósito. ¿Por qué si no la exiliaría
él
aquí?
—¿Un agujero infernal? —dijo Mack—. Es precioso. Me encanta estar allí.
—Eso es porque tienes protección. Por si se te ha olvidado, casi la palmo ahí.
—Y yo te salvé, ¿recuerdas?
—¿Cómo voy a olvidarlo, si me lo restriegas siempre?
—¡No lo he mencionado en cuatro años!
—Oh, sí, enhorabuena por ser veterano ya. Y has sacado buenas notas en gramática, además. No está mal para un chico que no sabe atarse los cordones de los zapatos.
—¿Vas a dejarme pasar por la puerta para que pueda salir y ponerme la ropa?
Puck se hizo a un lado. Mack entró en el dormitorio y se puso los vaqueros.
—Oh, en plan salvaje —dijo Puck—. No usas ropa interior.
—¿Qué sentido tiene?
—Estás dispuesto a todo —replicó Puck—. Pero si se te caen los pantalones en el centro comercial...
—Llevo ropa interior cuando me acuerdo de lavarla.
—Menos mal que compras vaqueros ceñidos en vez de dejar que te cuelguen del culo como todos esos otros chicos del instituto.
—No me importa no ir de guai.
—Lo cual significa que eres todavía más guai.
Mack se encogió de hombros.
—Lo que tú digas.
—¿Quieres saber por qué he vuelto? —preguntó Puck.
—Quiero saber de la reina de las hadas.
—He vuelto porque
él
está a punto de hacer su movimiento.
—¿Y a mí qué me importa?
Puck se echó a reír.
—Oh, te importará.
—Entonces dime su nombre. —Puck guardó silencio—. ¿No hay adivinanzas? —dijo Mack.
—Ni siquiera pienses en cómo se llama.
—No puedo. Ni siquiera sé qué es.
—No pienses en pensar ahora. Bien podrías tener luces destellantes y una sierra.
—¿Qué, él no sabe ya dónde estoy?
—No quieras que se fije en ti
en particular.
—¿He estado vagabundeando por todo el País de las Hadas y sólo con preguntarte su nombre va a ver lo que no ha visto hasta ahora?
—Haz lo que quieras, entonces. Sólo te estoy dando un buen consejo.
—No tengo miedo de él como lo tienes tú —dijo Mack.
—Porque eres más tonto que un Chevy del 57.
—No sería tonto si respondieras a mis preguntas.
—Chico, si respondiera a tus preguntas probablemente ya estarías muerto.
—¿Qué te pasó cuando te llevamos al hospital...? Te lo hizo él, ¿verdad?
—Lo hicieron los pájaros.
Había un motivo por el que Puck le tenía tanto miedo.
—Los pájaros son de él, ¿verdad?
—¿De quién si no? Ese lugar es el País de las Hadas, y él es el
rey
del País de las Hadas.
—Bush es presidente y los pájaros americanos no hacen lo que él dice.
—Ser presidente no es ser rey, y Estados Unidos no es el País de las Hadas.
—Entonces, ¿por qué no acabó el trabajo y te mató?
—¿No tienes ningún sitio adonde ir esta mañana? —preguntó Puck—. ¿Al colegio, por ejemplo?
—Tengo tiempo de sobra para tomar el autobús. Sobre todo porque no tengo que volver a casa a ducharme.
—¿No vas con ninguno de los otros chicos de Baldwin Hills? Todos tienen coche, ¿no?
—Qué va —dijo Mack—. No todo el mundo es rico en Baldwin Hills. E incluso los ricos van en autobús para no tener que soportar el coñazo de la gente cuando llegan al colegio.
—Todo esto del dinero en tu mundo —dijo Puck—. El dinero es
magia.
—Sí, como si tú fueras un gran crítico social. «Qué necios son estos mortales.»
—Oh, sí. Will Shakespeare. Me encantaba ese chaval.
—Creía que opinabas que era un gilipollas.
—Incluso los gilipollas tienen a alguien que los ama.
—Sigo queriendo respuestas—dijo Mack—. ¿Estarás aquí cuando vuelva?
—Estaré en alguna parte. Tal vez sea aquí.
Mack estaba harto de largas. No es que hubiera anhelado la compañía de Puck en los últimos cuatro años.
—Será mejor que estés aquí cuando vuelva, ¿entendido?
Puck se echó a reír y Mack salió por la puerta.
Como Mack sabía, ni siquiera eran las siete todavía, y su autobús no llegaría hasta al cabo de quince minutos. Tenía tiempo de pasarse por casa y recoger la mochila con los libros, lo que haría que el día fuera más fácil.
Miz Smitcher estaba desayunando.
—¿Adonde vas tan temprano por la mañana?
—A hacer ejercicio —dijo Mack—. Me gusta pasear.
—Eso dices siempre.
Mack se subió la pernera del pantalón y meneó los dedos de los pies para que ella pudiera ver los músculos perfectamente definidos de la pantorrilla contraerse y distenderse.
—Éstas son las piernas de un hombre que podría ir caminando hasta la Luna, si alguien construyera una carretera.
—Un hombre —suspiró ella—. ¿De verdad han pasado ya diecisiete años desde que te trajo la cigüeña?
—No es un apelativo muy amable para Ceese. —Mack se sirvió un vaso de leche y se lo tomó de cuatro grandes sorbos.
—¿ Qué mides ya? —preguntó Miz Smitcher.
—Un metro ochenta y seis —respondió Mack—. Y creciendo.
—Antes eras más pequeño.
—Tú también.
—Sí, pero tú no me conociste cuando era pequeña. —Le tendió diez dólares—. Toma. Invita a alguna chica a una hamburguesa.
—Gracias, Miz Smitcher. Pero no salgo con ninguna chica.
—Nunca lo harás, si no se lo pides a alguna.
—No se lo pido, no vaya a ser que me diga que sí.
—Entonces, ¿tienes a alguien en mente?
—Toda chica que miro está en mi mente —dijo Mack—. Pero ellas siempre miran a otro.
—No lo entiendo —dijo Miz Smitcher—. Fueran quienes fueran tus padres, debieron ser gente guapa.
—A veces la gente guapa tiene hijos feos, a veces la gente fea tiene hijos guapísimos. Las cartas se barajan y cuando naces tienes que quedarte con la mano que te ha tocado.
—Vaya, sí que eres todo un filósofo.
—Estoy en el curso avanzado —dijo Mack—. Ahora lo sé todo.
Ella se echó a reír.
En la distancia, Mack oyó el motor de una motocicleta de gran cilindrada.
Miz Smitcher sacudió la cabeza.
—Hay gente a la que no le importa el ruido que hace.