—Nosotros no le hemos dado ninguna paliza, señor —respondió Ceese—. Y no nos estábamos refiriendo a ninguna orientación sexual de nadie, señor.
—Oh, entonces, ¿le estabas contando cuentos de hadas aquí a tu amigo pequeño?
Mack ya no se consideraba tan pequeño. Pero entonces se dio cuenta de que el policía se estaba mostrando sarcástico.
—Da la casualidad, señor, de que yo cuidaba de este chico cuando era pequeño. Lo cuidaba mientras su madre, que es enfermera en este mismo hospital, trabajaba en el turno de noche. Así que le he leído un montón de cuentos de hadas.
El policía entornó los ojos, dudando de si se estaba burlando de él.
—Yo también he oído un montón de cuentos.
—No de mi boca, señor.
—Así que habéis encontrado a este hombre inconsciente junto a la calzada y habéis llamado al único hombre en el universo capaz de entregaros las llaves de su coche y dejaros conducir su lindo automóvil hasta el hospital con un viejo sangrando y con una pierna y cinco costillas rotas y todo tipo de contusiones y raspaduras manchando el bonito interior de cuero.
—Bueno, señor, es lo que ha pasado —dijo Ceese.
—Sólo que... —dijo Mack.
Ceese se volvió hacia él, con la expresión más inocente y amablemente interesada posible, pero Mack sabía lo que significaba en realidad esa expresión: no toques mi historia, chico, es la mejor que tenemos.
—No estaba inconsciente cuando lo encontramos —dijo Mack—. Cuando yo lo encontré, quiero decir. Lo oí. Pedía ayuda. Por eso lo encontramos en los matorrales y lo arrastramos hasta la acera y fue así como supimos que no podíamos cargar con él, y tal vez le causamos más dolor porque se quedó inconsciente después de eso. Pero no sabíamos qué más hacer.
—Podríais haber llamado al 911 y no haberlo movido.
—No sabíamos lo malherido que estaba al principio —dijo Ceese—. Hemos pensado que estaba borracho.
—¿Dónde ha sido eso? —preguntó el policía, y a partir de ese momento fue al grano y tomó notas y luego apuntó sus nombres y direcciones.
Cuando terminó y estaba a punto de marcharse, dijo:
—¿Sabéis por qué creo vuestra historia?
—¿Por qué? —preguntó Mack, ya que él mismo no la creía.
—Porque tenéis que ser tontos de remate para inventar esa chorrada. Porque va a ser fácil comprobarlo. Lo primero será llamar al profesor Williams.
—No sabemos su número en Pepperdine, señor —dijo Ceese.
—Soy policía, un profesional altamente cualificado. Voy a usar ese sutil instrumento de detección, la guía telefónica, para averiguar el número de Pepperdine, y luego voy a pedirle a la amable señora que atiende al teléfono que me pase con el profesor Williams. Mientras tanto, creo que voy a quedarme con estas llaves del coche, ya que podrían ser una prueba si las cosas salen mal.
—Así que no nos cree —dijo Ceese.
—Casi os creo.
—Si se lleva las llaves, ¿cómo volveremos a casa?
El policía se echó a reír.
Ceese se lo explicó a Mack.
—Si no le satisface la respuesta del profesor Williams, no nos iremos a casa.
El policía hizo un guiño y luego los hizo salir al pasillo, donde sacó un teléfono móvil y llamó a información y luego habló con la centralita de Pepperdine y debió encontrarse con el buzón de voz, porque dejó un mensaje preguntando por el profesor Williams, para que lo llamara por un asunto referido a su Mercedes y luego dio el número de matrícula.
—Mala suerte para vosotros, chicos —dijo—. El profesor Williams no responde al teléfono.
—Pues claro que no —dijo Ceese—. Es profesor. Estará en clase, no en su despacho.
—¿Por dónde sigo pues?
—Bueno, podría preguntarle a Miz Smitcher —dijo Mack.
—¿Y ésa quién es? —preguntó el policía.
—Su madre —contestó Ceese.
—¿Llama a su
madre
Miz Smitcher?
—Es adoptado —dijo Ceese—. Y Miz Smitcher no es de las que aceptan un título que no se ha ganado. Así que le enseñó a llamarla Miz Smitcher, como todos los otros niños del barrio.
El policía sacudió la cabeza.
—Las cosas que pasan en Baldwin Hills. —Sonrió impertinente—. Yo no crecí con tanto dinero.
—Ni nosotros tampoco —dijo Ceese—. Crecimos en la parte llana de Baldwin Hills.
—¿Igual que la parte llana de Beverly Hills? Medio millón sigue siendo muchísimo más de lo que yo tuve cuando era niño.
—De modo que es eso —dijo Ceese—. Nos lo está poniendo difícil después de haber traído a la víctima de un delito al hospital, no porque crea que hayamos hecho nada malo, sino porque no le gusta nuestra dirección. ¿En qué se diferencia eso de acosarnos porque somos negros?
El policía dio un paso hacia él, luego se detuvo y se lo quedó mirando con mala cara.
—Bueno, supongo que vamos a tener que ir a la comisaría central y buscar vuestro nombre en los archivos. El chico es menor, pero tú (¿Cecil, no es así?)... supongo que serás otro negro con una ficha de arrestos.
—Así que te dan un poco de poder y te vuelves blanco.
—Toda esa charla racista no va ayudarte mucho en la cárcel del condado, amigo mío —dijo el policía—. Todos los que arrestamos tienen un master en victimismo.
Y fue en ese momento cuando apareció Word Williams.
—Señor—dijo.
El policía se volvió hacia él, dispuesto a enfurecerse con cualquiera.
—¿Quién demonios eres tú?
—Creo que tiene usted las llaves del coche de mi padre —dijo. La manera en que Word hablaba, como un joven blanco y educado, hizo que la actitud del policía cambiara un poquito. Menos amenazador, más controlado... pero ni una pizca más amable.
El policía sopesó las llaves.
—No sé —dijo—. ¿Quién es tu padre?
—El doctor Byron Williams, catedrático de la Universidad Pepperdine. Me llamó por el móvil y me dijo que Ceese y Mack iban a llevar en su coche a un vagabundo herido al hospital. Me pidió que intercambiara coches con ellos y llevara el suyo a limpiar.
—No había demasiada sangre en la tapicería —dijo Ceese—, y la limpié lo mejor que pude.
El policía esbozó de nuevo aquella sonrisa.
—Supongo que todo el mundo en Baldwin Hills es amigo íntimo.
Ceese puso los ojos en blanco.
Pero Mack le respondió con sinceridad.
—No, señor, la mayoría de la gente sólo conoce a sus vecinos. Puede que yo sea el único que conoce a todo el mundo.
El policía se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Por qué será que eso no me sorprende?
—Tal vez quiera usted llamar a mi padre —dijo Word.
—Ya lo he hecho, pero no ha respondido al teléfono.
—¿Al móvil?
—¿Cómo sabré que es realmente él?
Word miró a Ceese.
—Sí que tenéis que haber fastidiado a este hombre. Mire, le daré el número de su móvil. Pero llame a la centralita de Pepperdine, pregunte por la jefa del Departamento de Inglés, y luego pregúntele a ella si éste es de verdad el número del móvil del profesor Williams. Usted sabrá que ella es de verdad la jefa de departamento, ella confirmará el número, y entonces estaremos en paz, ¿de acuerdo?
—Dame el número —dijo el policía. Lo marcó, sin molestarse en hablar con la centralita y la jefa de departamento. Después de escuchar durante un minuto al profesor Williams, le entregó las llaves a Word con un gracias bastante brusco. Ni siquiera se despidió de Mack y Ceese.
Cuando el policía ya no podía oírlos, Word se volvió hacia ellos y dijo:
—Así es como actúa siempre la gente que tiene un poco de autoridad. Cuando se les demuestra que están siendo injustos, la única manera en que pueden vivir consigo mismos es seguir tratándote mal porque
tienen
que creer que te lo mereces.
—Ha sido bastante amable al principio —dijo Mack.
—No. Tan sólo se ha hecho el amable —lo corrigió Ceese.
—Pero es que eso es ser amable —dijo Mack—. Hacerse el amable. Quiero decir, si eres amable de verdad, pero te comportas de modo antipático, no eres amable, eres antipático, porque tú actúas siendo amable o siendo antipático.
—¿Va a la Facultad de Derecho por las noches? —preguntó Word.
—No, es tan joven que el mundo debería tener sentido —dijo Ceese—. Entonces, ¿quieres que yo lleve a casa el coche con el que has venido?
—He pedido a un amigo que me trajera —respondió Word—. Quiero decir, no puedo conducir dos coches.
—¿Cómo vamos a irnos a casa? —preguntó Mack.
—Nos llevará tu madre, supongo —dijo Ceese.
—No termina hasta la tarde.
—Buscaré a tu madre, le pediré las llaves, conduciré su coche y luego volveré y la recogeré después del trabajo —dijo Ceese.
—No, no —dijo Word—. Dejad que os lleve yo. Somos prácticamente vecinos.
Mack no sabía por qué eso le parecía mal, pero así era. Había algo en Word que lo incomodaba. Lo cual era una locura, porque nadie hablaba mal de él.
Ceese tenía sus propios motivos para rechazar la invitación.
—Queremos quedarnos el tiempo suficiente para averiguar qué va a pasarle al Señor... al tipo que hemos traído.
—¿Señor qué? —preguntó Word, sonriendo—. Creía que era un vagabundo. ¿Sabéis su nombre?
—No —contestó Ceese.
—Teníamos que llamarlo de algún modo —dijo Mack—. Así que empecé a llamarlo Señor Navidad.
—¿Se parece a Santa Claus?
—Más que Tim Allen, desde luego.
Word se echó a reír y le dio una leve palmada a Mack en el hombro.
—Mack Street. Te he visto recorriendo el barrio toda la vida, pero creo que nunca te he escuchado decir ni una palabra.
—Digo muchas. Pero sobre todo cuando la gente me hace preguntas.
—Supongo que no se me ocurrió nunca que supieras algo que yo tuviera que averiguar —dijo Word—. Tal vez me equivocaba.
Lo que Mack estaba pensando era: nunca has oído una palabra mía y yo nunca he sentido un sueño tuyo.
Eso no era tan extraño: había mucha gente en Baldwin Hills que nunca tenía un deseo tan fuerte que se convirtiera en sueño frío. Pero había algo en Word que decía que tenía un montón de fuertes deseos, una especie de intensidad en él, sobre todo cuando miraba a Mack. Como si estuviera un poco enfadado con Mack pero se lo guardara dentro. O tal vez estaba realmente enfadado y apenas lo controlaba. Algo así. Algo que hacía que Mack se preguntara por qué un tipo con tanto fuego dentro nunca aparecía en un sueño.
—No —dijo Mack—. No te equivocabas. Cuando la gente me pregunta cosas, todo lo que averigua es que no sé mucho de nada.
—Creo que muchos piensan que Mack está enterado de un montón de chismorreos —intervino Ceese—, porque siempre va por el barrio como lo hace. Pero nunca cuenta historias de nadie.
En ese momento, Ceese dejó de hablar y miró por encima del hombro de Word, pasillo abajo.
—¿Qué?—dijo Word.
Mack rodeó a Word para ver qué estaba mirando Ceese. Pero Ceese lo agarró por el cuello de la camisa y lo contuvo, de modo que todo lo que Mack pudo ver fue un atisbo. Parecía un alienígena de un libre de ciencia ficción que le habían hecho leer en el colegio. Una hormiga gigante. Se dio cuenta de que, pensándolo bien, debía de ser alguien vestido de negro con un casco negro. Como un motociclista.
Word se volvió también, pero demasiado tarde. Cuando Mack había mirado, el alienígena o el motociclista se estaba yendo, así que cuando Word se giró el pasillo ya estaba vacío.
A Mack no le gustaba cuando Ceese se comportaba de un modo raro, y desde luego en aquel momento lo estaba haciendo. Lo agarraba tan fuerte por el cuello que era como si intentara romper un lápiz con una mano. Así que Mack se zafó y se marchó por el pasillo en dirección contraria, para preguntarle a la enfermera del mostrador qué estaba pasando con el hombre que habían traído.
—No sé si debería decírtelo —le respondió la enfermera—. No eres familiar suyo ni su tutor legal.
—Bueno, pero le cuidé cuando necesitaba a alguien que lo encontrara en los matorrales y lo llevara a sitio seguro.
—¿ Tú cargaste con él ?
Mack se encogió de hombros. No importaba que ella lo creyese o no.
—No estaría aquí si yo no lo hubiera oído en los matorrales.
—Eres el chico de Ura Lee Smitcher, ¿no?
Mack asintió.
Ella asintió también y descolgó el teléfono.
Unos minutos después, Miz Smitcher estaba con ellos, escuchando su historia.
—Sólo queremos saber qué va a pasarle al viejo, supongo —dijo Ceese, cuando terminaron de contar la verdad imprescindible para evitar tener que ir al psiquiatra.
Así que Miz Smitcher le pidió permiso a un médico, diciendo que eran los niños que habían encontrado al hombre y que ella los acompañaría. No tardaron en estar en un espacio aislado, congregados en torno a la cama del viejo, que tenía una pierna escayolada y el pecho vendado y una aguja en el dorso de la mano conectada por un tubo a una bolsa que colgaba de un gancho.
Pero la escayola y las vendas y las sábanas estaban tan limpias que en realidad era una mejora. Y verlo dormido de esa manera hizo que Mack se sintiera a salvo. No es que se hubiera sentido amenazado cuando Puck estaba despierto, pero bueno, sí que había sentido un poquito de miedo, aunque no quería reconocerlo.
Se quedaron allí mirándolo, sin que nadie dijera gran cosa porque Mack y Ceese no osaban decir nada por miedo a revelar algunas de las cosas raras que habían pasado y convertirse en el hazmerreír del barrio. Pasado un rato, Mack centró su atención en Word. No porque dijera algo (estaba bastante callado), sino por la manera en que miraba a Puck.
Expresa fuego. Expresa intensidad. Es como si se creyera Superman y fuera a usar su visión de rayos X para abrirle un agujero en la cabeza al hombre.
—¿Lo conocías? —preguntó Mack.
Pasó un momento antes de que Word se diera cuenta de que Mack le estaba hablando.
—¿Yo? No.
—Pero lo habías visto antes.
Word se encogió de hombros.
—Entonces, ¿por qué lo odias tanto?
Word lo miró, sobresaltado, y luego se echó a reír.
—Nunca había oído decir que estuvieras loco.
—Entonces no has prestado mucha atención —dijo Ceese.
Miz Smitcher los miró como si todos estuvieran locos.
—Dejemos tranquilo a este pobre hombre —dijo, y se los llevó fuera.
Word los llevó a casa. Ceese iba sentado junto a él en el asiento delantero y Mack detrás, buscando manchas de sangre, pero no había ninguna.