Calle de Magia (17 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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Pero no, la Casa Estrecha se materializó y la mano de Ceese permaneció en la suya, y en un momento los dos estuvieron delante del porche y Ceese miraba de un lado a otro entre las casas vecinas y tocó la puerta y las paredes, diciendo:

—Buen Dios.

—Ceese, creo que Dios no tiene nada que ver con esto y estoy bastante seguro de que no es nada bueno.

10

Word

Mack y Ceese se encontraban en el porche trasero de la Casa Estrecha contemplando los naranjos y la barbacoa oxidada
y
el tendedero circular.

—Así que de verdad hay un bosque ahí atrás. —En la voz de Ceese no había una pizca de sarcasmo, pero Mack lo conocía demasiado bien para no reconocer la ironía en la forma en que hablaba.

—¿Estamos en el porche trasero de una casa invisible y sigues sin creerme ?

—Bueno, tampoco hay un frigorífico en la cocina.

—Porque estaba en la cocina de tu madre. Probablemente todas las cosas eran de tu madre. Ya te he enseñado los pantalones. Te he enseñado las marcas de garras y las manchas de sangre. Te he enseñado los billetes de cinco dólares que he sacado de todos los bolsillos.

—Eso no demuestra nada. Mucha gente tiene billetes de cinco dólares.

—Pero yo no.

—¿Miz Smitcher no te da paga?

—Ceese, tú me diste los cinco dólares originales.

Ceese silbó.

—¡Eso fue hace tres años!

—No gasto mucho.

—Mack, te creo, por supuesto que sí. Pero cuesta trabajo acostumbrarse.

—¿A qué hay que acostumbrarse? O lo tienes delante de las narices o no lo tienes. O sea, tienes que creerlo.

—¿Y si no lo tengo delante de las narices?

—Entonces tienes que tener fe.

—Cuando tienes fe en algo en lo que cree un montón de gente, entonces eres miembro de la Iglesia—dijo Ceese—. Cuando tienes fe en algo que nadie cree, entonces eres un completo majara.

—Bueno, yo lo creo y tú también, así que los dos estamos majaras.

—¿Y has estado guardando secretos como éste toda la vida?

—Como éste no. Encontré este sitio ayer mismo.

—Y había un hombre en la casa.

—Lo llamo Señor Navidad.

Por el momento, a Mack no le interesaba mencionar el verdadero nombre de Puck en la conversación. Tenía la sensación de que eso podría volver las cosas demasiado extrañas para Ceese.

—Porque se parece a Santa Claus.

—Se parece a Bob Marley, sólo que no está muerto.

—Bueno, entonces el nombre Señor Navidad tiene todo el sentido del mundo. Siempre pienso en Bob Marley en Navidad.

—Ojalá supiera dónde está —dijo Mack—. Podría explicarte las cosas mucho mejor que yo. Aunque no para de mentir.


¿No para
de mentir?

—No. Dice la verdad sólo lo suficiente para que no puedas saber qué es qué.

—Bueno, entonces no tengo el más mínimo interés en conocerlo. Ya he tenido suficientes mentirosos en mi vida.

—Sal al bosque conmigo. Sólo un poquito —dijo Mack.

—¿Porqué?

—Para que puedas ver que no me lo estoy inventando.

—Ahora te creo, Mack. De verdad.

—¿Te da miedo el bosque?

—Me da miedo esa pantera. Si a ti te gusta, vale, pero no quiero comprobar si mi pistola puede matar un gato mágico. Además, que un poli le dispare a una «pantera» negra es todo un estereotipo racial.

—Ja, ja —dijo Mack—. No es esa clase de pantera, y todavía no eres poli.

—Ni siquiera tengo pistola todavía.

—Entonces, ¿por qué te preocupa dispararle a una pantera?

—Pensaba con antelación.

Mack lo agarró de la mano y lo arrastró al borde del patio. Pero el cemento no se convirtió en ladrillo bajo sus pies y, cuando pasaron a la hierba, aplastaron naranjas podridas, cosa que a Ceese le dio igual porque llevaba zapatos pero que le pareció asquerosa a Mack, que iba descalzo.

—Supongo que no tengo permiso para entrar en el País de las Hadas —dijo Ceese.

—Entonces, ¿por qué has podido entrar en la casa?

—Tal vez sólo puedo llegar hasta la mitad.

—No, intenta entrar de lado.

Intentaron cruzar el patio mientras Ceese cerraba los ojos, y con Ceese caminando de espaldas, pero no había bosque ni sendero de ladrillos y finalmente a Mack se le ocurrió que tal vez el problema no era Ceese.

—Veamos si todavía está ahí para mí —dijo. Soltó la mano de Ceese y cruzó corriendo el patio y, en efecto, había ladrillo bajo las plantas de sus pies, pegajosas de naranja, y luego hierba y tierra. Sólo dio una docena de pasos hacia el bosque y luego miró atrás.

Mientras que Puck se había vuelto pequeño y delgado y vestido de verde, Ceese había cambiado de manera completamente diferente. Era como si la casa se hubiera encogido tras él. Ceese era al menos el doble de alto que el edificio, y parecía enormemente fuerte, con manos capaces de aplastar rocas.

Ahora sé de dónde vienen todas esas historias de gigantes, pensó Mack. Los gigantes no son más que gente corriente que entra en el País de las Hadas.

Pero Ceese no puede entrar. ¿Y yo? Soy una persona normal y sigo teniendo el mismo tamaño que siempre.

—¡Mack!

La voz era lejana y débil y, por un momento, Mack pensó que era Ceese quien lo llamaba. Pero no, Ceese miraba hacia otra parte y además alguien tan grande no podía emitir un sonido tan fino y agudo.

Mack miró a su alrededor y acabó por encontrar lo que estaba buscando. Entre las hojas caídas, la hierba, el musgo, las setas, con mariposas revoloteando por encima, estaba Puck. No el hombretón con el peinado rasta, sino el duendecillo esbelto y vestido de verde que había visto la noche anterior en el porche de la Casa Estrecha.

Parecía muerto. Aunque tenía que haber estado vivo hacía un momento cuando lo había llamado. Tal vez para hacerlo había agotado sus últimas fuerzas. Tal vez su último aliento.

Puck estaba cubierto de sangre y tenía las alas rotas. Su pecho parecía aplastado. Tenía una pierna doblada en un ángulo imposible donde se suponía que debía haber una rodilla.

Mack lo recogió con cuidado y empezó a llevarlo hacia la casa.

El problema era que Puck se hacía más grande en sus manos. Más pesado. Más parecido a su yo humano rastafari. Era demasiado corpulento para que Mack lo pusiera a salvo.

Al principio intentó cargárselo al hombro, pero unos pasos más allá Mack se desplomó bajo el peso. Luego lo agarró por las axilas y lo arrastró. Pero fue un trabajo difícil. Sus zapatos se enganchaban en las piedras y las raíces. El corazón de Mack latía tan rápido que podía oírlo redoblar en sus oídos. Tuvo que pararse a descansar. Y mientras tanto se daba cuenta de que Puck seguía sangrando y probablemente muriéndose con cada sacudida y cada minuto de retraso.

Si al menos Ceese pudiera entrar en el bosque del País de las Hadas, podría coger a Puck como a un bebé y cargarlo.

Y entonces a Mack se le ocurrió por qué Ceese no podía entrar.

Dejó a Puck en el sendero y corrió hasta el patio.

—Ceese —llamó.

—¿Qué?

—El Señor Navidad está ahí, malherido, y no puedo sacarlo.

—Pues yo no puedo entrar.

—Creo que tal vez no puedes porque la entrada al País de las Hadas no es lo bastante alta para ti.

—No soy tan alto —dijo Ceese.

—En el País de las Hadas lo eres. Te he visto desde el bosque y eres un gigante, Ceese.

Ceese se rió (no era tan alto, sólo mediano), pero pronto hizo lo que Mack sugería y se arrastró a cuatro patas mientras se agarraba al tobillo de Mack y miraba hacia un lado y, ya fuera porque todo eso era necesario o porque se arrastró, llegó al sendero de ladrillo (cosa que no fue ningún placer para sus rodillas) y luego a la zona de hierba.

—Abre los ojos —dijo Mack.

Ceese lo hizo y, en efecto, era un gigante que miraba a Mack como si fuera una muñeca repollo. Y allí, a dos pasos de distancia, había un viejo negro con peinado rasta, tal como Mack lo había descrito.

—¿Cómo es que yo soy un gigante crecido y él no es un duende diminuto, aquí en el bosque?

—¿Cómo sabes que has crecido todo lo posible? —preguntó Mack.

No lo sabía, y no había crecido del todo. En las dos zancadas que le hicieron falta para alcanzar al Señor Navidad, Ceese se volvió tan alto que su cabeza llegaba a las ramas de los árboles y tuvo que arrodillarse para ver el camino.

Recogió en la mano al Señor Navidad tal como Mack había hecho
y
luego, unos pasos más tarde, se encogió tanto que tuvo que cargarlo al hombro. Cuando llegaron a la puerta trasera, con Mack sosteniendo la puerta de rejilla abierta para que Ceese pudiera entrar, el hombre era tan pesado y grande que Ceese jadeaba
y
se tambaleaba.

Pero recordó la sensación de ser tan enorme,
y
le gustó.

La casa volvía a estar llena de muebles. Ceese avanzó y dejó al Señor Navidad en el sofá. Comprobó sus signos vitales.

—Tiene pulso. Supongo que no
habrá,
un teléfono por aquí.

—Yo no
contaría,
con eso —dijo Mack.

—Entonces llevémoslo fuera, a la calle, donde alguien pueda vernos, y tratemos de llevarlo a un hospital.

—Esperaba que su magia pudiera curarlo.

—¿Ves alguna señal de eso ? ¿Estás dispuesto a apostar su vida a que será así?

Mack ayudó a Ceese a cargárselo de nuevo a la espalda, haciendo que los brazos del viejo colgaran sobre los hombros de su amigo.

—Abre la puerta, Mack, y luego sal corriendo a la calle y llama a alguien.

Mack obedeció. El primer coche que pasó era grande y bonito. Lo conducía el profesor Williams, que vivía colina arriba. Paró el coche cuando Mack lo llamó.

—¡Tenemos que llevar a un hombre al hospital!

—No soy de ese tipo de doctores —dijo el profesor Williams—. Soy doctor en literatura.

—Conduce un coche grande y puede llevar a este hombre al hospital.

Ceese había llegado ya a la acera, así que era visible.

—Ese hombre parece herido —dijo el profesor Williams.

—Eso creo yo también —contestó Mack.

—Me manchará de sangre toda la tapicería.

—¿Eso va a impedirle ayudar a un hombre en apuros? —preguntó Mack.

El profesor Williams se quedó cortado.

—No, por supuesto que no.

Un momento después, abrió la puerta trasera del coche y luego ayudó a Ceese a subir al hombre sin dejarlo caer ni golpearle la cabeza contra el techo. No fue fácil.

Y al final, cuando el Señor Navidad estuvo tendido en el asiento, el profesor Williams le echó un buen vistazo a su rostro.

—El Hombre de las Bolsas —susurró.

—¿Conoce a este tipo? —preguntó Ceese.

El profesor Williams le tendió las llaves a Ceese.

—Llevad vosotros mi coche al hospital. Iré caminando a casa y le pediré a mi hijo Word que me lleve al trabajo.

—¿Está seguro de que quiere confiarme un coche tan bonito? —dijo Ceese.

El profesor Williams miró al Señor Navidad y luego a Mack y después a Ceese.

—No voy a viajar en coche con ese hombre nunca más —dijo—. Si estáis decididos a salvarle la vida, adelante, no os detendré.

—Espero llegar al hospital a tiempo. A menos que tenga una sirena en el coche.

El profesor Williams soltó una risita amarga.

—Tengo la sensación de que pillaréis todos los semáforos en verde, hijo.

El Señor Navidad ni se despertó ni nada en todo el camino hasta el hospital, ni cuando los celadores salieron y lo sacaron del coche y lo colocaron en una camilla y lo llevaron a la sala de Urgencias.

Ceese sabía lo suficiente sobre cómo funcionaban las cosas, así que le dijo a la gente del hospital:

—No, no sabemos cómo se llama. Estaba tendido en la acera cuando el profesor Williams lo vio y nos dijo que no tenía tiempo de traerlo, pero nos prestó su coche para que lo hiciéramos.

Eso provocó algún que otro alzamiento de cejas y, cuando inscribieron al Señor Navidad como John Doe, Ceese se volvió hacia Mack y dijo:

—Cuidado, vendrá un policía a preguntarnos si somos nosotros los que le hemos dado una paliza a este hombre.

—¿Por qué iban a hacer eso?

—Échale un vistazo al color de tu piel.

Mack sonrió.

—Esto no es más que bronceado, Ceese. Sabes que me paso todo el día al aire libre en verano.

—Lo que estoy diciendo, Mack, es que nos vayamos a casa. No estemos aquí cuando aparezca la poli.

—No puedo hacer eso.

Ceese sacudió la cabeza.

—¿Qué es este hombre para ti?

—Es el hombre de la Casa Estrecha —dijo Mack—. Es el hombre que me condujo a...

—No lo digas.

—¿Que no diga qué ?

—El País de las Hadas. Hace que parezca que tienes dos años.

—El tiene más de dos años y lo llamó así.

—Entonces, ¿no te preguntas cómo lo han dejado en ese estado?

—Puede haberle pasado cualquier cosa, era tan pequeño...

—¿Qué tamaño tenía? —preguntó Ceese.

—¿Sabes lo pequeñito que era en tus manos cuando lo recogiste?

—Sí, pero eso era porque... —Ceese miró alrededor a la otra gente en la sala de espera de Urgencias—. Bueno, yo era lo que era entonces.

—Así de pequeño era él para mí, y yo era de tamaño normal.

Ceese se volvió y se acercó al oído de Mack.

—Hay algo que quiero saber. Yo me hice grande y ese tipo pequeño, pero a ti no te pasó nada.

—¿Y qué?

—Pues eso,
¿por qué?

—Supongo que no leí el manual de instrucciones.

—Sólo estoy intentando encontrarle algún sentido a todo esto.

—No tiene sentido, Ceese.

—Quiero decir, si los humanos se convierten en gigantes y... lo que sea él se vuelve pequeño, ¿qué eres tú?

—Ojalá lo supiera —dijo Mack—. No llegué a conocer a mi madre. Tal vez era de tamaño normal también.

Ceese desvió la mirada, luego volvió la cara al frente.

—No estaba hablando de tus padres. No te pongas sentimental conmigo de buenas a primeras.

—No lo hago —dijo Mack—. Es que no lo sé. Yo podría ser cualquier cosa. Quiero decir, si un vagabundo corriente con peinado rasta puede ser un hada.

Una nueva voz salió procedente de ninguna parte.

—¿Por eso le disteis la paliza? ¿Porque creíais que era gay?

Era un policía que se encontraba a tres metros de distancia, de modo que su voz se extendió por toda la sala. Mack nunca había sido acosado por un policía, aunque había escuchado un montón de historias y se sabía las reglas: decir siempre señor y responder amablemente y nunca, nunca, nunca cabrearte, no importaba la estupidez que dijeran. ¿Había alguna diferencia en el hecho de que aquel policía fuera negro?

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