Celebración en el club de los viernes (3 page)

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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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—Date la vuelta —ordenó Catherine haciendo señas con las manos—. Veamos la espalda.

Solícita, Anita se movió lentamente describiendo un círculo con los brazos extendidos. Era la modelo de la última encarnación de su vestido de novia tejido a mano, una prenda color marfil hasta el tobillo con cuello esmoquin y fina como el encaje.

—¿Qué es esto? ¿La tercera versión? —preguntó K.C.—. Quiero que sepas que me compré el dichoso vestido para tu boda y tengo pensado ponérmelo el mes que viene. ¿Me oyes?

Anita esbozó una leve sonrisa. Ella y su prometido, Marty, habían aplazado sus nupcias repetidas veces, y en cada una de ellas le había dado la sensación de que si guardaba su conjunto de boda en el armario sin más tendría mala suerte. Por ello, se había llevado a Catherine de expedición para comprar otro vestido y había deshecho meticulosamente los puntos del abrigo que le acompañaría para empezarlo de nuevo según un patrón actualizado. Su hermana Sarah, quien estaba realizando parte de la labor de punto, había estado de acuerdo con los cambios la primera vez. Pero este nuevo abrigo era más sencillo y lo había hecho todo ella. Después de todo, Catherine la había empujado a quedarse un vestido de una tela con mucho más brillo, y su abrigo, que quería llevar por modestia y simplemente para expresar un poco de estilo personal, poseía una limpia elegancia en la caída del cierre frontal. No había volumen, solo unos puntos ligeros y bonitos.

—Me encanta este efecto delicado —comentó Lucie al tiempo que tocaba la manga.

—Este abrigo es lo mejor que has hecho hasta ahora —añadió Darwin, quien sonrió ampliamente al ver que Dakota entraba en la tienda proveniente del piso de arriba.

—Es precioso —dijo Dakota, imaginando que el entusiasmo de Darwin por su llegada se debía a que esperaba algún dulce. Cerró la puerta al entrar, llamando la atención de Peri con sutileza y enarcando una ceja para hacerle saber su opinión sobre la cocina del piso de arriba. Peri hizo un gesto señalando la tienda que con tanto encanto había decorado para las fiestas, disponiendo cestos y cornucopias de lana sobre la mesa y en la zona de la caja. Una tras otra, las madejas de colores de otoño en tonos ámbar, chocolate y ladrillo, se habían ensartado en una cuerda fuerte para formar guirnaldas que descendían desde la parte superior de las ventanas que daban a Broadway. En breve, Peri sustituiría estas madejas por otras de color azul intenso y blanco brillante, y después por rojo intenso y verde oscuro, una decoración tan alegre, animada y dispar como las mujeres que formaban el club.

Todos los viernes que les era posible, aquel grupo de siete mujeres acercaban las sillas a la pesada mesa de roble situada en el centro, un préstamo de la tienda de antigüedades que Catherine tenía en el norte del estado. En esta etapa de transición, posterior a la inundación y previa a las reformas, todo era simplicidad: estantes de alambre que se podían trasladar y unir fácilmente, un escritorio pequeño para la caja registradora, que también era de Catherine, y paredes pintadas de marrón para dar calidez al local. El negocio tenía suerte de contar con una clientela fiel y el club respondió ofreciendo más clases durante la semana. Anita enseñaba algunos días, e incluso Lucie se ofreció para hacerlo en primavera. No obstante, el viernes seguía siendo sagrado y la tienda estaba abierta solo con invitación de las mujeres que se habían agrupado en torno a la difunta Georgia Walker, la propietaria original del establecimiento.

La tienda era el lugar en el que todas y cada una de las mujeres sabían que podían compartir luchas y sueños sin peligro. Siempre había preguntas; intentaban evitar juzgarse. Al fin y al cabo, todas ellas habían cometido errores. Y siempre había tiempo para tejer, por supuesto. Disponer de un descanso para crear y relajarse un poco era una necesidad, sobre todo ahora que se acercaban las fiestas.

Dakota sacó su nuevo-viejo hallazgo de la bolsa de labores y lo dejó encima de la mesa. No era el tipo de labor que solía realizar y esperó para ver si alguien prestaba atención o comentaba algo sobre cómo se las había arreglado para terminar medio jersey desde la semana anterior.

K.C. se acercó sigilosamente a la mesa y dejó a las demás anhelando el abrigo de boda de Anita.

—Hola pequeña —dijo; tomó el jersey a medio hacer y lo examinó con detenimiento. Se acercó la lana a la cara.

—¿Qué te parece? —le preguntó Dakota con una amplia sonrisa, llena de alegría ante la idea de terminar el proyecto de su madre. Se sentía como si estuviera haciendo algo importante, una tarea personal que por fin era lo bastante madura para completar.

—Hacía mucho tiempo que no veía esto —comentó K.C.—. No lo hubiese reconocido de no ser por este horrible color turquesa. Un vestigio de la década de los ochenta, sin duda. De saldo.

—¿Conoces este jersey? —Dakota se emocionó—. Mamá estaba trabajando en él. Lo encontré y he hecho varias vueltas; aunque no hay lana suficiente. Tendré que intentar conseguir una igual, supongo que del fabricante.

Anita se acercó, su antena siempre estaba atenta a los nuevos e interesantes proyectos de punto.

—¡Dios mío! —exclamó mirando a Dakota de pies a cabeza con ese aspecto de hada madrina que siempre había tenido, subrayado por el abrigo largo color crema y su vestido de boda color marfil, que parecía iluminarla. Un cabello plateado enmarcaba su rostro y el flequillo terminaba justo por encima de sus ojos, entrecerrados en aquellos momentos con preocupación—. Tu madre estaba tejiendo este jersey. Aquel mismo otoño.

—Ya lo sé —repuso Dakota con aire triunfal acompañado con un movimiento de una aguja de ganchillo de palisandro—, ¡Y voy a terminarlo por ella! Puedo hacerlo.

Anita asintió con la cabeza y una expresión de alivio le recorrió el gesto.

—Bien —dijo—. Me parece muy bien.

—Hasta yo conozco este jersey —terció K.C.—. Es de antes de que tú nacieras. Tu madre solía tejerlo en la oficina.

Dakota sabía muy bien que K.C. trabajaba en la editorial en la que Georgia había iniciado su carrera profesional; que al principio Georgia había recurrido a ella como mentora y que las dos habían seguido siendo amigas después de que Georgia dejara su trabajo, se convirtiera en madre y se embarcara en la aventura de las labores de punto. Dakota recordaba toda esta información y, sin embargo, se quedó asombrada de que K.C. pudiera establecer una relación con la labor, obtener un indicio de que el jersey era un proyecto inacabado de antes de que Dakota naciera. ¿Por qué su madre lo retomó el verano antes de morir?

—¿Tú la viste cuando lo hacía?

—Ya lo creo, cielo, le encantaba trabajar en él a la hora de la comida, mientras hablaba de su novio sin parar. Bla, bla, bla... —K.C. se inclinó hacia delante apoyando los codos sobre la mesa y mostró una sonrisa maliciosa—. Ya sabes, tu padre.

Dakota soltó el jersey instintivamente, como si quemara. Aunque quería a su padre. Aunque vivía con él parte del tiempo. Aun así. Aquel jersey era de... antes. De antes de que dejara embarazada y sola a su madre, de antes de que regresara, ella lo perdonara y se reuniera con su familia.

Ya no estaba tan segura de querer terminarlo. En aquellos puntos había mucha más historia de lo que Dakota había previsto.

—Demos comienzo oficialmente a esta reunión, señoras —gritó Lucie, interrumpiendo así los pensamientos de Dakota—, marcando el teléfono de la señorita Ginger... ahora.

Le dio a la función de manos libres de su teléfono móvil y le guiñó un ojo a Dakota. Antes, daba la impresión de que no hacía mucho tiempo, le había correspondido a una niña, Dakota, dar comienzo a la reunión. Ahora, la hija de Georgia era una preciosa mujer de veinte años y la enérgica hija de Lucie, Ginger, de siete, se quedaba levantada hasta un poco más tarde para hacer los honores por teléfono.

—¡Mamá! —bramó Ginger, tras lo cual emprendió una descripción de última hora de su tarde—. El tío Dan hizo cucuruchos de helado y Stanton derramó el suyo sobre la abuela y entonces el gato intentó comérselo de su manga y Cady se tiró un pedo en el pañal.

—Entonces ¿estás pasando una buena noche, Ging?

—¡Oh, sí! —exclamó Ginger. Se oyó el ruido de un velero—. ¿Estáis preparadas para pasar lista? He sacado mis lápices.

—Dispara —dijo Dakota.

—Vale —repuso Ginger, que cogió un papel. Carraspeó de manera exagerada—. Atención, por favor. ¿Dakota Walker?

—Aquí —contestó Dakota, que todavía era lo bastante joven para acordarse de la emoción de que te concedieran ese privilegio especial de pasar unos momentos con las señoras.

Desde su más temprana edad, Dakota se había sentido en casa en Walker e Hija, su tienda, durante las largas tardes que pasaba allí aprendiendo a tejer o haciendo los deberes mientras su madre echaba cuentas de las ventas del día. Georgia había sido una madre soltera centrada únicamente en su hija y en su negocio, hasta que al fin conectó con las mujeres que en aquellos momentos se hallaban sentadas alrededor de la mesa. A su muerte, formaron piña en torno a Dakota, apoyándola en los conflictos con su padre; durante el verano que pasó cuidando a Ginger mientras Lucie trabajaba en Italia; en sus dos años en la Universidad de Nueva York y en su reciente incorporación a la escuela de repostería para dar rienda suelta a su pasión por la pastelería.

—Anita Lowenstein —dijo Ginger—. ¿Estás ahí?

—Ya lo creo que sí —respondió Anita—. Y encantada de estar aquí. —Inusitadamente preocupada por sus planes de boda, Anita, que aparentaba ser como mínimo veinte años más joven que sus cerca de ocho décadas, estaba acostumbrada a que las integrantes del club acudieran a ella en busca de consejo. Aunque todavía tenía problemas con sus tres hijos, que no podían soportar la idea de que su madre viuda volviera a casarse, sus sentimientos maternales hacia Georgia y, por consiguiente, hacia Dakota, no eran ningún secreto. El reciente reencuentro con su hermana menor, Sarah, de la que se había alejado, había renovado sus energías. Ello, combinado con el estimulante idilio con Marty, que era el propietario del edificio y regentaba la charcutería situada debajo de la tienda, la hacían sentirse más satisfecha de lo que se había sentido desde la pérdida de su hija postiza Georgia.

—La guapa Catherine Anderson —llamó Ginger con la boca tan pegada al teléfono que se la oía respirar—. Ahora mismo estoy dibujando un retrato tuyo con el vestido dorado. ¡Di hola!

—Hola —dijo Catherine. La hija de Lucie le gustaba, de vez en cuando se había ofrecido para hacer de canguro con la intención de prepararse para la próxima visita de su amigo Marco, que iba a traer consigo a su hijo mayor, Roberto, y a su hija de doce años, Allegra. Con cuarenta y tantos años, y aprendiendo todavía a ser felizmente soltera tras un divorcio tumultuoso acontecido unos años atrás, a menudo Catherine tenía relaciones que no la acababan de satisfacer emocionalmente, entre las que se incluía una embriagadora aventura secreta el año anterior con el hijo de Anita, Nathan, casi-separado-pero-no-del-todo, quien por supuesto regresó de inmediato con su esposa después de la consumación. Últimamente, estaba centrada ante todo en su tienda de antigüedades y vinatería de Cold Spring, al tiempo que se hacía indispensable como sustituía de la planificadora de bodas de Anita. Bien entrada la noche, pasaba al ordenador las páginas de una novela más o menos basada en su adolescencia en la Pensilvania rural, cuando ella y su mejor amiga, Georgia Walker, habían trabajado en turnos de media jornada en el Dairy Queen.

—Peri Gayle es la siguiente en mi lista. Estoy copiando la de la semana pasada —explicó Ginger—. Hoy te he apuntado con lápiz verde, y con una mariposa.

—Buena elección —dijo Peri—. Mis nuevos bolsos están todos relacionados con ser verde. —Lo que se suponía que iba a ser un trabajo temporal en la tienda antes de ir a la facultad de Derecho, con el tiempo acabó convirtiéndose en una copropiedad con Georgia y ahora con Dakota. Además, se consagró a la creación de una línea de bolsos, mochilas y bolsas de viaje de punto que, gracias a unas fotografías aparecidas en
Vogue
Italia, habían transformado durante el último año su negocio, que comenzó siendo algo casero, en un fenómeno. Peri Pocketbook, la empresa, se había hecho muy popular, aunque Peri tenía problemas para satisfacer la demanda.

Y Peri Pocketbook, la persona, aún estaba gateando cuando recordaba dejar tiempo para su vida personal; su experimento, durante un año, de tener citas por internet había dado lugar a muchas, entre ellas una con un ingenioso abogado parecía tener verdaderas posibilidades. ¿Quién sabe qué podría ocurrir si conseguía sacar adelante todo ese asunto de la comida de Acción de Gracias? ¡Motivo por el cual había dejado que Dakota se metiera en la cocina, para empezar! Y aunque su mejor amiga, K.C., no sería de ninguna ayuda en el apartado culinario, Peri se sentía aliviada por no tener que enfrentarse sola a los padres de su novio.

—K.C. Sliverman —dijo Ginger dando unos golpecitos con el lápiz en el teléfono—, preséntese, por favor.

—Silverman, Sil-ver-man —exclamó K.C. con fingido asombro—. Te lo digo siempre, renacuaja, es Silverman.

Ginger se rio tontamente. Le gustaba K.C. Le parecía una chiflada.

K.C., una mujer menuda de cincuenta y pocos años, había convertido un despido inesperado en un exitoso segundo acto. Cuando Peri abandonó la idea de seguir con su carrera de Derecho, dio clases particulares a K.C. y las dos mujeres se hicieron íntimas amigas, y K.C. terminó en la facultad de Derecho cuando tenía cerca de cincuenta años y al final acabó trabajando de nuevo en la editorial en la que antes había sido editora. Había probado el matrimonio..., dos veces, pero anunciaba, en voz alta y a menudo, que sencillamente no era el tipo de persona que se comprometía. Desenvuelta, sin hijos y rebosante de energía, K.C. siempre compartía lo que pensaba. Aunque le había prometido a Peri que sería agradable con la familia de su novio el día del pavo.

—Tía Darwin Chiú, que tiene un nombre distinto al del tío Dan Leung —dijo Ginger en tono cantarín.

Darwin era la madre de los gemelos Cady y Stanton, que vivían al lado de Ginger y de Lucie. Aquella noche los niños estaban al cuidado de su esposo, médico. «No hago de canguro —solía decir Dan—, estoy haciendo de padre.» Darwin, la estudiante de posgrado que en su día deambulaba por Walker e Hija para realizar un trabajo de investigación sobre los peligros que las labores de punto suponían para el feminismo, ahora era una campeona del poder de este arte y profesora de estudios femeninos a tiempo completo, aunque, para gran frustración suya, todavía sin puesto permanente. Hacía malabarismos investigando, escribiendo, haciendo de madre y siguiendo adelante con una idea que habían tenido Lucie y ella sobre la creación de una televisión inteligente y apropiada para chicas. Aunque los cambios en el mundo que les rodeaba les habían causado algunos problemas a la hora de recaudar fondos. No todo se había concretado como esperaban, pese a que Lucie había reducido su trabajo externo con la esperanza de hacer algún progreso.

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