—Bien.
—Así que, cuando me lo pida... que me lo pedirá, voy a decirle: «Todavía no» —dijo Catherine tajantemente—. He pensado mucho en esto. No te preocupes.
—No estoy preocupada —repuso Lillian, aunque no en tono desagradable.
—Tiene una hija pequeña, Allegra. Siempre está fuera, en la escuela, pero a mí me gusta estar con ella.
—Y estoy segura de que tú también le gustas —dijo Lillian, brindando así una serie de comentarios neutros.
—Pues yo no —confesó Catherine—. Es difícil saberlo. Y la verdad es que no puedes preguntarlo. No quiero parecer necesitada. Ni rara. O que Marco piense que soy rara. Su primera esposa era prácticamente una santa y yo soy más bien una pecadora, no sé si me entiendes.
Lillian solo había visto a Catherine unas cuantas veces a lo largo de los años y no estaba del todo segura de que necesitara oír los pormenores de su vida amorosa si esta no involucraba a su hijo. Aun así asintió educadamente mientras Catherine seguía divagando sobre las uvas, sobre los efectos del cambio horario y sobre tomar unos sorbos de
prosecco
contemplando los campos. Entonces Lillian llevó la conversación de nuevo a lo que ella tenía en la cabeza.
—Me preocupa mi hijo. Lleva su pena como un escudo. Oh, y recuerdo muy bien cada segundo del día que conocí a Georgia —dijo Lillian—. Cuando esas dos desconocidas entraron por mi puerta y de repente tuve una nueva nieta. Me enojé mucho con mi hijo y me puse contentísima con Dakota. Pero la fortaleza de Georgia me sorprendió. Le dije a James que tenía coraje, pero era más bien elegancia.
—Es curioso, ¿verdad? —dijo Catherine—, que al considerar los rasgos que se transmiten uno siempre piensa en la altura y la apariencia. Y el regalo más importante que Dakota recibió de su madre fue ese algo misterioso. Un poderoso sentido de sí misma.
—Dakota es encantadora y le va bien —coincidió Lillian—. Sin embargo, ahora que ha crecido, es James quien me preocupa. No puede seguir así siempre.
Comparando a otras mujeres con la madre de Dakota.
—Pudiera ser que James fuera más en serio —comentó Catherine—. Dakota cree que esta vez tiene a alguien interesante.
—No me lo ha mencionado. —A Lillian no le gustaba que la excluyeran de lo que ocurría.
—En realidad ella todavía no la conoce —dijo Catherine—, pero le está lanzando indirectas a James de que sospecha algo.
—Entonces es que no va lo bastante en serio —afirmó Lillian—. Las fiestas no van a facilitar las cosas. Todo son momentos señalados, y dónde estabas el año anterior, y cuánto tiempo hace de lo de Georgia. Todos los «¿Te acuerdas cuando...?». Es duro.
—Claro que también hay alegría, como hoy. —Catherine sonrió y señaló al grupo entero que empezaba a caminar calle arriba. Pero en realidad pensaba en Marco. En un día de Acción de Gracias de un futuro de fantasía en el que ella no fuera la invitada descarriada pero bienvenida, sino parte integrante de una familia.
El grupo fue subiendo por el lado del parque de la Quinta Avenida, pasó por delante del Plaza y de la tienda de FAO Schwarz para acabar deteniéndose delante de uno de los lugares favoritos de Catherine. El resto del grupo no se puso tan contento como ella.
—¿Nos has traído a Bergdorfs? —preguntó Joe a su nieta.
—No —dijo Dakota—. Os he traído por mi recorrido arquitectónico de Nueva York. Vamos a imaginar este edificio tal como era hace más de cien años, cuando era una mansión Vanderbilt. En realidad, toda la ciudad era distinta. Esto no era el centro de la zona comercial sino una zona de casas señoriales.
—Igualita que tu padre —terció una de las tías de Dakota—. Siempre arrastrándonos de un lugar a otro para ver edificios y contarnos historias.
—No —susurró James entre dientes, maravillándose de cómo Dakota, con el permiso tácito de Lillian, había asumido el control de todos ellos. Una vez él la había llevado por aquel mismo paseo, asomándose a los vestíbulos estilo art déco de los edificios corporativos y contándole sus anécdotas sobre la más novedosa construcción en el centro de Manhattan. No, él tenía la sensación de que Dakota era mucho más parecida a su madre, por la gracia con la que se movía al señalar un detalle, o por cómo abría demasiado la boca al reírse, mostrando los dientes y la lengua. Tenía la misma constitución de su madre, delgada y atlética, y su mismo celo aparentemente interminable por el trabajo. Lo que Dakota necesitaba eran unas vacaciones.
La ciudad en sí ya había realizado la transición de jornada laboral a día de fiesta y la temporada navideña aparecía en forma de guirnaldas y lazos en los escaparates. No había duda de que Dakota los estaba llevando al Rockefeller Center para comer chocolate y mirar a los patinadores que daban vueltas por la pista de hielo. Dirigió una rápida mirada a su madre para comprobar que no desfalleciera, pero Catherine y ella estaban absolutamente encantadas con su mutua compañía. Consideró mantener una charla trivial con una de sus hermanas mayores pero, al final, se permitió abstraerse en la alegría de observar cómo su hija entretenía a la familia. Bromeando y pasando el brazo por el de su abuelo. Aunque era la más joven, estaba claro que era una líder.
No la había conocido cuando era pequeña de verdad, pero aun así seguía siendo asombroso cómo se había convertido en una mujer, tan discreta y concienzudamente... El año pasado, sin ir más lejos, hubo momentos en los que parecía inmadura y poco razonable. Ahora se centraba en los estudios, en la tienda, en coger esa carpeta con los patrones de su madre y crear un libro que captara su talento. Se sentía orgulloso, pero quizá sentía algo más: un creciente respeto por su hija y por la manera en que abordaba su vida. Daba la impresión de estar relajándose en sí misma. De estar segura de sus elecciones. Por mucho que se hubiese opuesto a su decisión de dejar la universidad tradicional, se daba cuenta de que había sido un paso acertado.
—¿Papá? —le había preguntado la noche anterior cuando él estaba sentado en el suelo, agotado tras mover una buena cantidad de muebles del salón; las mesas de acero inoxidable y las desmesuradas butacas de cuero. Ella le ofreció un pedazo caliente de tarta de manzana y canela.
—¿Sí?
—Gracias, ya sabes. Por... bueno, ya sabes, por ser tan guay con todo.
—No trabajes demasiado —comentó él—. Te pareces a tu madre, pero no querría que cometieras los errores de tu padre. Necesitas tener tiempo para vivir. Pasar tiempo con tu familia. ¡Con tu viejo!
—Esto también está resuelto, ¿de acuerdo? —Dakota se mordió el labio, se sorprendió a sí misma haciéndolo y paró. James lo entendió. Lo que siempre había resultado más difícil eran los grandes acontecimientos, los cumpleaños y las fiestas. Durante años se habían centrado en recrear la Navidad tradicional en Pensilvania y todos los años las emociones se desbordaban—. Las navidades pueden implicar muchas cosas.
—Cierto —coincidió él—. Las fiestas te hacen recordar, pero no pasa nada. Todo el mundo se siente igual. Es normal. Es incluso bueno.
—No siempre tenemos que conservar las mismas tradiciones —dijo la joven—. Podemos hacer cosas nuevas, cambiar un poco.
—¡Desde luego! —repuso él.
Fue entonces cuando supo que su plan para unas navidades distintas había sido la opción acertada. Aun en la actual situación económica, aun cuando había dejado su cómodo puesto de trabajo en el hotel para fundar su propio estudio de arquitectura, se alegró de haber gastado el dinero en unos billetes de avión sorpresa para Dakota, sus abuelos maternos e incluso su tío Donny, que mantenía la granja familiar en Pensilvania. Porque al verla aquella noche, totalmente concentrada en hacer de anfitriona, se dio cuenta de lo mucho que necesitaba un descanso. De que parecía mucho más tranquila estando con su familia. Y de que, en un futuro no muy lejano, la vida sería distinta. Sería más que su pequeña, querría formarla suya, casarse, incluso mudarse. Era el momento de hacer algo especial, de reunir a toda la familia de Georgia por Navidad, igual que había reunido a su familia entera para Acción de Gracias. Por ella.
—Creo que vuelvo a tener hambre —gritó Joe desde la parte de atrás del grupo.
—Bueno, abuelo, entonces es que mi plan ha funcionado —anunció Dakota mientras tiraba para ponerse un par de guantes color púrpura sin dedos que se había hecho durante los viajes en el tren Metro-North desde la ciudad a la escuela de cocina en Hyde Park—, ¡Porque ayer hice cinco pasteles distintos y espero que pruebes un pedazo de cada uno!
Todos se rieron y emprendieron el camino de vuelta al apartamento.
—Dakota —dijo James, que adaptó el paso al de su hija y Catherine—. Tengo que decirte una cosa.
Dakota lanzó a Catherine una mirada diciendo: «Ahora va a contarme lo de su novia».
—¡Una sorpresa de Acción de Gracias! —exclamó Catherine—. ¿Es una máquina para hacer helados?
—No, no —respondió James con una sonrisa de oreja a oreja.
—Yo también tengo grandes noticias —dijo Dakota—. Sobre mi incipiente carrera. Pero tú primero. ¿Cómo se llama?
—Esto... —James lo pensó detenidamente—. Glenda, por supuesto. Siempre lo olvido porque pienso en ella solo como la abuela —le explicó a Catherine.
—¿Qué? Esto es muy raro, papá. ¡Demasiada información!
James se encogió de hombros.
—Pensé en que fuera una sorpresa hasta el último momento pero sabía que querrías contárselo a las del club.
El gesto de Catherine denotó que había caído en la cuenta.
—Yo odio las sorpresas —dijo—. Siempre interfieren con tus planes. La gente debería limitarse a hablar de las cosas. Abiertamente. Tal vez vosotros dos hubierais podido comunicar vuestras ideas para las vacaciones, ¿no?
—Oh, no —replicó James—. Eso hubiera echado a perder la emoción de decirte que nos vamos a Escocia por Navidad. Sé que tenías muchas ganas de ir allí de visita y hemos estado muy ocupados. ¡De modo que hice la reserva!
—¿Esta Navidad?
—Pues claro —contestó James con expresión burlona—, ¿Cuándo si no? Vamos a reunir a todos los Walker en casa de la bisabuela.
—¡Papá! ¿Por qué ahora? —gimió Dakota, que pensó al mismo tiempo en sus prácticas, en ver a Roberto y en lo mucho que echaba de menos a su bisabuela escocesa de noventa y siete años quien, a su edad casi centenaria, seguía tan enérgica y sensata como siempre. Su madre siempre hablaba de lo mucho que deseaba ir a Escocia, tal y como había hecho cuando era niña, pero Georgia solo pudo llevar allí a Dakota el verano antes de su muerte. Ella siempre había tenido que anteponer el trabajo a la diversión. Y ahora Dakota entendía de verdad lo difíciles que debían de haber sido algunas de las decisiones que tuvo que tomar su madre. Porque allí estaba ella, afrontando su propio dilema.
Pero James, que tomó la agudeza de su tono y la confusión general por emoción, le dio un fuerte abrazo.
—Es desmesurado, sin duda, pero sabía que te encantaría —dijo mientras caminaba rodeando a su hija con el brazo.
—No dejaré que nada nos prive de nuestro viaje especial. Y estaremos de vuelta para la boda de Anita, por supuesto.
Dakota tragó saliva y miró a Catherine con pánico. Y sus prácticas ¿qué? ¿Y la abuela?
¡Ojalá supiera lo que debía hacer!
Peri siempre había experimentado una relación de amor-odio con las rebajas. La noche del día de Acción de Gracias era la peor: era incapaz de dormir y bajaba a la tienda a hurtadillas, vestida con sus pantalones de chándal y su camiseta, a prepararlo todo para las enormes multitudes de tejedoras comprometidas que acudirían en el Viernes Negro
*
. Servía para liquidar viejas existencias, sin duda, y generaba nuevos clientes, pero de todos modos resultaba agotador. Cuando todo terminara estaría exhausta. De momento, estaba intentando adelantarse a la barahúnda.
—¿Tienes más madejas de este algodón fino?
En algún lugar de la cocina, pensaba Peri.
—¿Esto es lo único que te queda en este color calabaza tostado?
Sí, y doy gracias por ello.
—¿Se pueden devolver los artículos en liquidación?
Dónde se ha visto una cosa así, se dijo Peri.
Y dale que dale. Las preguntas que normalmente Peri respondía con paciencia le crispaban los nervios.
Lo único que veía aquel día eran las dificultades que ocasionaba llevar una tienda: la gran cantidad de horas, el reto de tomarse días libres, los temores siempre constantes por los ingresos y la afluencia de clientes que calaban sus pensamientos.
La mujer que entró en Walker e Hija hacía dos noches, cuando Dakota se afanaba con los pasteles en la cocina del piso de arriba, la había pillado por sorpresa. Peri estaba cerrando.
—De modo que esta es la famosa tienda —dijo la mujer, que era sumamente delgada y tenía un mechón de cabello color platino que caía sobre uno de sus ojos. Iba exquisitamente vestida con una chaqueta de
tweed
rugoso que estilizaba la figura, unos pantalones de pernera ancha y botas altas de cuero. Peri conocía su
Vogue
lo bastante bien como para calcular los muchos de miles de dólares gastados en ese único conjunto.
—Bienvenida —dijo Peri. Entre las tejedoras de la zona había corrido la voz de que hacía poco Dakota había redescubierto un libro de patrones con los diseños originales de su madre y en más de una ocasión habían pedido echar un vistazo. Sobre todo desde que se publicó el número italiano de
Vogue
con la cantante Isabella (cuyo vídeo musical había dirigido Lucie) en portada con el vestido rosado que Georgia había hecho para Catherine hacía mucho tiempo.