—Para mí sí —había dicho Marty cuando ella le planteó esa pregunta.
Resultaba curioso pensar que ella se hubiera subido por las paredes si sus hijos hubiesen vivido con sus novias antes de la boda, pensó. Pero claro, no había duda de que ella tenía una edad en la que podía crear sus propias reglas. Debería anotar esto y acordarse de decírselo a Nathan.
Anita dejó la taza y empezó a hacer una lista intentando centrarse en su próxima fiesta de Janucá. Era un plan improvisado que se le había ocurrido aquella misma mañana: que las integrantes del club fueran a su casa para encender las velas. Quizá pudiera hacerles un regalo especial a cada una de ellas, como bolsas nuevas para las agujas o collares elaborados con agujas auxiliares, de las que se utilizan para el punto de ochos. También era oportuno porque su hermana Sarah iba a llegar dos semanas antes de la boda para así tener tiempo de combatir el
jet lag
. Anita sabía que lo que buscaba era distraerse, intentar dejar de pensar en Nathan. Ese chico solo sabía una canción, que era la de alejarla de Marty, y era la única que cantaba.
—Lo que pasa es que no creo que lo hagas de corazón, madre —le había dicho por teléfono la noche anterior, con voz calmada y suave—. De lo contrario, a estas alturas ya te habrías casado.
—¡Ja! —Anita se calló porque no quería enzarzarse en otra pelea a gritos con su hijo mayor y permanecer desvelada durante casi toda la noche, algo que sucedía siempre que discutían, lo que provocaba que diera la lata a Marty con interminables observaciones del tipo: «... y otra cosa...» mientras discutía otra vez mentalmente con Nathan y utilizaba a Marty como caja de resonancia para sus debates imaginarios. Sabía que antes era más mordaz. Pero últimamente se sentía cansada y las mejores frases se le ocurrían horas después de que la conversación terminara. Intentaba reservarse sus comentarios agudos, pero ya no parecía volver a darse la ocasión de utilizarlos.
—La he estado aplazando por sensibilidad hacia ti —señaló durante la llamada de Nathan del día anterior. Tal vez estuviera exhausta, pero se recordó que todavía no había abandonado la partida.
—Pero, madre —insistió él—, en ningún momento te pedí que lo hicieras. Tal como dicen, el espectáculo debe continuar. Podrías haberme dejado en la habitación del hospital. Lo hubiese entendido.
Quería a su hijo, sí, pero en realidad, había ciertas ocasiones en las que Nathan no le gustaba demasiado. Ya de pequeño podía caer en la manipulación. Stan se había mantenido impasible; ella quiso compensarlo cediendo. Ahora el ego de su hijo lo llevaba a creer que a su madre se la engañaba fácilmente.
La última tentativa de boda, el acontecimiento que hubiera ocurrido dos meses atrás, en octubre, habría sido espléndida, con calas color burdeos y gerberas amarillas en unos centros altos, una tarta caprichosa con un baño de chocolate y lunares de mantequilla batida. Dichas nupcias se habían cancelado tan solo unas horas antes de que tuviera que llegar ante el altar, puesto que Anita —con la versión anterior del vestido de boda y el abrigo de punto— y sus chicos tuvieron que llevar a toda prisa al hospital Beth Israel a un Nathan jadeante que hacía muecas y se agarraba el pecho para, después de múltiples pruebas y horas de rostros pálidos y preocupados, acabar descubriendo que simplemente había sufrido un episodio de ansiedad generalizada. Era difícil determinar si fue verdadero o fingido.
Las similitudes con el fatídico ataque al corazón de su difunto esposo, sumadas al miedo de perder a su primogénito al que quería a pesar de sus numeritos, pusieron histérica a Anita. Marty se pasó días abrazándola, mientras ella revivía la muerte de Stan y purgaba su organismo del terrible
shock
hablando de remordimientos y preocupaciones mientras tejía un chaleco como el que había hecho para Stan años atrás. Tardó casi una semana en recuperarse.
En la reunión del club que siguió a la no-boda, Catherine, comiendo con avidez junto a las demás mujeres para despacharse las abundantes sobras de la tarta nupcial, había señalado a la madre de Nathan que lo que ese hombre necesitaba era una dosis de Valium, unos cuantos años con un psiquiatra y una buena y enérgica patada en el trasero.
—Y ofrezco mi pie si es necesario —había dicho Catherine al tiempo que se metía un pedazo enorme de pastel en la boca—. O los dos pies. Lo que más le duela.
En aquel momento sonó el timbre del apartamento y Anita retrocedió para dejar entrar a Catherine que, con las mejillas coloradas por el aire frío de diciembre, llevaba una bolsa gigante con algunas compras en una mano y una pequeña caja de la pastelería en la otra.
—Toma —dijo, entregándole la caja a Anita—. Antes de que nos pongamos con los zapatos. He comprado unas cuantas muestras para que las pruebes, ya que el último pastelero cogió un buen berrinche por el hecho de que su tarta no pudiera ser admirada.
Anita hizo una mueca. Todos aquellos desplantes resultaban sumamente embarazosos, desde tener que quedarse con una tarta gigante, además de cara, a dejar depósitos en salones de baile, enviar invitaciones a viejas y nuevas amistades para luego tener que ponerse en contacto con toda la gente en cuestión y posponerlo. Una y otra vez. Se sentía mal por las otras novias, probablemente jóvenes, que podrían haber utilizado las fechas y los lugares que ella había reservado. ¡Ah! Y los planes para el viaje que los invitados estaban haciendo y deshaciendo, desde el hermano de Marty a los otros hijos de Anita, David y Benjamin, y todos los que venían de Italia. Cuotas adicionales y penalizaciones para todos. El único que pagó las suyas con una sonrisa fue Nathan.
—Pensaba que esta vez íbamos a renunciar a la tarta —comentó Anita con abatimiento—. No puedo creer que esté en mi quinta boda y solo haya llegado al altar una vez... en la década de 1950.
—No vamos a renunciar a nada —repuso Catherine, que entró en la cocina y salió con la cafetera y un cuchillo—. Deja que te corte un pedacito de la de avellana y otro de la de limón para probarlas.
Anita tomó otro sorbo de café y se asomó por el costado de Catherine para mirar lo que había dentro de la caja de la pastelería. Las raciones de tarta tenían unas rayas de suave glaseado color amarillo y crema por encima.
—Nathan ha vuelto a llamar y a Marty no le hizo ninguna gracia —admitió—. Ha marcado la pauta del día o algo así.
—Nathan —Catherine hizo una pausa—. Me da la impresión de que es un hombre que no siempre sabe lo que quiere. De modo que no hay motivo para prestarle atención.
—Como madre resulta difícil limitarte a no hacer caso de tu hijo cuando no hay duda de que está disgustado —explicó Anita—. No importa que haya cumplido los cincuenta.
—No sabría decirte —repuso Catherine con tono de eficiencia.
—Oh, vamos, no es demasiado tarde para ti —la tranquilizó Anita, que sabía muy bien que, de vez en cuando, Catherine había deseado una familia—. Por lo visto las estrellas de Hollywood están teniendo hijos incluso a los setenta años. Tú apenas tienes cuarenta.
—Voy a cumplir cuarenta y cinco y tú lo sabes —dijo Catherine, que centraba toda su atención en cortar las pequeñas tartas.
—Números y más números —comentó Anita, que rebuscó en un cajón para sacar unas servilletas—. Si no con Marco, con otra persona.
—¿No con Marco?
—Entonces
es
Marco, ¿eh? —repuso Anita asintiendo con la cabeza—. Me preguntaba por qué has estado tan callada últimamente. Decidí que era porque ya no te gustaba o porque realmente estabas segura.
—Yo no diría que esté segura, Anita. Me gusta, pero no lo sé —dijo Catherine—. He dejado claro que mi intención no es hacer que las cosas sean permanentes, por supuesto. Estoy intentando ser una líder, dejar de ser una seguidora.
—Si tú lo dices, querida. Pero en las buenas relaciones tenemos que hacer los dos papeles, el de líder y el de seguidora.
—Entonces, ¿por qué no te fugas para casarte tal y como sugirió Marty? —preguntó Catherine haciéndole un gesto con el dedo—. Es porque no se te da muy bien ser seguidora.
—A veces lo soy —dijo Anita en voz baja. Se quedaron las dos con las tazas de café en la mano, mordisqueando aquellos deliciosos bocaditos individuales.
—Están riquísimos —afirmó Anita—. Pero la boda está demasiado próxima. Y luego están las fiestas. Ningún pastelero querrá hacerlo.
—Eso no es un problema —anunció Catherine—. Ya he concertado una entrevista.
—¿Cuándo?
—¿Qué tal ahora?
—¿Tú? —Anita intentó ocultar la impresión.
—¡Menudo voto de confianza! —dijo Catherine—. Pero no. —Se dirigió a la puerta principal y la abrió. Dakota entró de un salto.
—No tienes tiempo —empezó a decir Anita antes de que Dakota pudiera abrir la boca siquiera—. Tienes las clases, y las horas en la tienda durante las vacaciones.
—Y tu padre te va a llevar a Escocia —terció Catherine.
—¡Fabuloso! —exclamó Anita—. Justo lo que te hace falta. ¿Estarás de vuelta para la boda?
—¡Sí! Y no, no voy a ir —anunció Dakota.
—¿Cómo dices? —preguntó Anita con aire severo.
—No es eso —explicó Dakota—. No hay duda de que quiero ir y ver a la bisabuela. Pero tengo una oportunidad única e increíble de hacer prácticas en la cocina del V. En mi clase no hay nadie que tenga un proyecto así. Aquí tengo un plan de vida.
—¿Estás segura? Elegir el trabajo antes que las fiestas... —Anita le acarició la mejilla—, ¿Qué dice tu padre?
—En cuanto a eso... —dijo Dakota— no se lo he dicho todavía. No hay necesidad de ponerlo nervioso.
Catherine se tapó los oídos.
—No quiero saberlo —dijo—. Mañana voy a tomar café con James.
—Ya soy mayor —declaró Dakota.
—Bueno, las chicas mayores cometen grandes errores —comentó Anita—. Puedes creerme. Porque yo estoy hasta el moño de que interfieran en mis asuntos.
—Bueno, ¿y qué me dices de las tartas? —preguntó Dakota con mirada suplicante.
—Es demasiado —contestó Anita—. Voy a decir que no simplemente para ahorrarte trabajo.
—No voy a hacerlo sola —dijo Dakota—. Tengo un equipo de compañeros de clase que quieren arrimar el hombro. Es una buena práctica.
Anita probó otro pedacito de pastel.
—Sí, está muy bueno. Creo que estás mejorando cada vez más.
—Sí —coincidió Dakota—. Estoy mejorando. Y nunca he podido hacer algo grande de verdad para ti, Anita. De modo que esta es mi oportunidad.
—Bueno, si lo planteas de este modo no puedo negarme —accedió Anita, que se inclinó para abrazar a su nieta postiza—. De todos modos, pagaré bien.
—Es un regalo —protestó Dakota alzando la mirada al cielo.
—Tonterías —replicó Anita—. El regalo es tu amor y tu esfuerzo. Por el resto te haré un cheque. Uno sustancioso.
—Ya sabes que si hace falta te va a esconder el dinero en algún sitio —comentó Catherine—. Por lo que podrías compartirlo con tus amigos e invertir en mangas pasteleras o algo así. —Sacó cuidadosamente las cosas que quedaban en la enorme bolsa, incluidas varias cajas de zapatos. Abrió una de las cajas para mostrar unos zapatos de tacón de diez centímetros con incrustaciones de cristal.
—Oh, me caeré de cabeza —protestó Anita— ¿Quién quiere una novia que se tambalea?
—De acuerdo, estos puedes reservarlos para tu noche de bodas —bromeó Catherine, y Anita se sonrojó e hizo amago de darle un manotazo. No creía que alguna vez se llegara a sentir cómoda mencionando ciertas cosas en presencia de Dakota.
—Te he traído algo especial —continuó Catherine—. Más especial que los zapatos. —Sostuvo un diminuto joyero. La funda de papel, que una vez fue blanca, había perdido el color y los bordes de la caja se habían roto hacía mucho tiempo y los habían reparado de cualquier manera con una cinta protectora también amarillenta por los años.
—Sí, esto tiene aspecto de ser de calidad, sin duda —terció Dakota, que aplaudió—. No estoy segura de que vaya a hacer juego con esos zapatos caros.
Anita se contuvo y esperó. Lenta y cuidadosamente, Catherine destapó la caja para dejar al descubierto la joya que había en su interior: un alfiler de plata de ley en forma de mariposa.
—¿Y ya está? ¿Para eso toda esta fanfarria? —preguntó Dakota.
—Bueno, está recién pulido. Pensé que Anita podría ponerse este alfiler en el bolso —dijo Catherine—. Esta mariposa es la que llevé en el baile formal de invierno en 1981. Tu madre encargó unos alfileres iguales de un catálogo por sesenta dólares. Te diré que eso suponía servir un montón de cucuruchos de helado en el Dairy Queen.
—¿No podíais pedirle prestadas las perlas a mi abuela o algo así?
—De eso se trataba precisamente —respondió Catherine con un gritito—. Todas las demás chicas llevaban vestidos blancos y collares prestados. Georgia llevaba un vestido color cobalto con tirantes finos y yo uno rojo sin espalda.
—Y alfileres de plata en forma de mariposa —dijo Dakota—. Ya me perdonarás por señalar lo evidente, pero da la sensación de que vosotras dos erais un ejemplo de lo que no hay que hacer en moda.
Anita cogió el alfiler y comentó:
—Bueno, no sé... Suena a dos buenas amigas haciendo una declaración de su singularidad. Apuesto a que si hurgas en las joyas de tu madre encontrarías su alfiler.
—Mi madre solo tenía bisutería —dijo Dakota—. Yo llevo las pocas cosas que van bien con mi estilo, pero el resto ahí está.
Catherine se acercó al sofá y tomó asiento.
—Hagamos una locura, Anita. Tú te pruebas el vestido con los zapatos y tú, Dakota, presta atención a una de las pocas veces en que vi a tu madre con vestido.
—Estoy segura de que fue la última vez —comentó Dakota—. Casi siempre llevaba vaqueros, ya lo sabes. Y le gustaba.
—No siempre —replicó Catherine.
En el fondo, a Georgia le gustaba el fruncido.
El crujiente frufrú de la falda mientras recorría el pasillo alejándose del gimnasio del instituto, el modo en que los chicos que antes nunca la prestaron mucha atención la miraban de arriba abajo. Incluso Simon Hall, a quien superó por un punto en el examen final de Historia. Incluso él.
Se volvió a mirar a Cathy, que iba detrás de ella, y que puso los ojos en blanco al escuchar la canción de música disco pasada de moda, empujó la puerta batiente con el trasero y se dirigieron las dos al cuarto de baño de las chicas para retocarse el maquillaje y charlar mientras sus parejas esperaban inquietos en el pasillo, dudando si estaría bien sacar a bailar a otras chicas durante la espera.
Georgia pensó que era estupendo sentirse guapa.
Para ser justos, todo aquel plan había sido idea de Cathy, lo cual implicaba automáticamente que sería caro. En Harrisburg no habría nadie que llevara vestidos de Nueva York al baile formal de invierno.
—Será lo más grande que hayamos hecho —había insistido Cathy. No importaba que tuvieran que resolver el problema de como llegar hasta allí y volver sin decírselo a sus padres.
—Somos lo bastante mayores para saber lo que queremos —había dicho.
Georgia estuvo de acuerdo.
Bess y Tom Walker no aprobarían el despilfarro y Georgia sabía que tendría que mentir y decir que había encontrado el vestido en la tienda de la ciudad con la esperanza de que su madre estuviera demasiado ocupada o poco interesada para preguntar. Cathy estaba decidida a que ninguna otra chica tuviera el vestido que iba a llevar ella. Dijo que el baile formal de invierno era el más importante del semestre y que quería asegurarse de que todo el mundo, especialmente los chicos, se fijara en ella.
No es que Georgia no quisiera que se fijaran también en ella; pero tenía otras cosas en la cabeza. Tenía toda su vida planeada y nada, y con esto quería decir absolutamente nada, iba a hacer que se desviara de su programa. Universidad, Nueva York, carrera profesional. Quizá algún día contrajera matrimonio y tuviera hijos, dentro de mucho tiempo. Pero por ahora su objetivo era dejar aquella ciudad atrás. A pesar de todo lo que se pudiera decir sobre ella, Cathy se sentía exactamente igual. Ella iba a ser escritora.
Georgia salía con chicos, por supuesto, pero en su mayor parte eran los del periódico del instituto del que era la editora, y se pasaban tanto tiempo besándose como discutiendo sobre si alguna vez llegaría a haber una mujer presentando sola las noticias de la noche. Pero Cathy era distinta, siempre prefería ser la novia de alguien. Era inteligente, sobre todo si lograbas alejarla de los chicos el tiempo suficiente para hacer que compartiera las ideas que tomaban forma en su cabeza. Sin embargo, casi todo giraba en torno a los chicos. Tampoco decía mucho a su favor el hecho de que pasara el rato en casa de Georgia, disfrutando cuando el hermano de Georgia, como un perrito, inventaba excusas para sentarse en el puf de la sala de estar y ponerse a charlar con ellas. Incluso había preparado una cinta con música variada para Cathy y se había pasado horas eligiendo temas de su colección de discos y casetes de Police y AC/DC y, solo para que ella no confundiera sus intenciones, una balada o dos de Journey.
—No deberías animarlo —le dijo Georgia—. Tiene dos años menos que nosotras. Es asqueroso.
—No cuando él tenga veintiocho y yo treinta —repuso Cathy—. Entonces será un chico sexy.
—Seguirá siendo asqueroso —dijo Georgia—. Además, no tienes nada en común con Donny. Y es raro, francamente.
No le dijo que a veces pasaba el rato con su hermano en su habitación, escuchando esa colección de música en su estéreo, ni que en ocasiones él le hacía los deberes para que así ella pudiera pasar más horas montando el periódico del instituto. En cambio, se burlaba del hecho de que plantara su propio huerto y experimentara con nuevas semillas y abono natural recién traído de la granja. Con todo, en el fondo, consideraba que era bastante divertido.
—Bueno, no necesito tener nada en común con los chicos —replicó Cathy, y Georgia puso los ojos en blanco—. Dejo que hable mi hermosa sonrisa. —Y le mostró a Georgia un artículo arrancado de las páginas de una revista donde le aconsejaban que hiciera precisamente eso.
Aun así, Cathy escribía bien y era divertida. Además, lo cierto era que sabía cómo hacer que una persona luciera un buen aspecto y se las había arreglado para encontrar medias azules, zapatos azules y hasta rímel azul a juego con el vestido de Georgia.
Le gustaba su distinción de aquella noche, con los ojos perfilados con un trazo grueso y seductor de lápiz y sus rizos, por fin, bien asentados en lo alto por una vez. Georgia tomó nota de que debía comprar la marca de laca que utilizaba Cathy.
La emoción de vestirse había penetrado en su cuerpo y había derrochado el dinero en un conjunto de broches para compartir con Cathy. Tenían que ser mariposas o tortugas; ella se inclinaba con mucho en la dirección de los anfibios, pero se figuró que no acabaría de encajar con la interpretación de la elegancia por parte de Cathy.
—¡Qué gran idea! —había exclamado Cathy cuando Georgia le enseñó el alfiler—. Nadie los tendrá.
A Georgia le gustó la idea de diferenciarse y ser especial.
—Una vez oí que si miras algo y dices: «Lo recordaré siempre», entonces te acuerdas —dijo Cathy—. Hoy somos como princesas.
—¿Siempre recordaremos los alfileres de fantasía que compré por catálogo? —Georgia parecía dudarlo—. Y no se puede decir que seamos de la realeza precisamente.
—¡Noooo! —aclaró Cathy—. Siempre recordaremos la noche en que estábamos tan hermosas y sofisticadas. El pelo te queda impresionante con todos estos rizos. Y quién sabe dónde estaremos dentro de veinte años, ¿no?
—Tú vivirás en un barrio residencial y conducirás un coche familiar y yo estaré editando
The New York Times
—anunció Georgia. Imaginaba que probablemente la mayoría de sus compañeros de clase no se marcharían demasiado lejos de casa y en ocasiones temía acabar regresando allí. Quería a Bess y a Tom, pero era como si sus valores pertenecieran a algún otro mundo. Georgia tenía lugares adonde ir y decisiones que tomar y no estaba dispuesta a dejar que el sentimentalismo se interpusiera en su camino. Adoptó una expresión bobalicona; aquella noche no era para la seriedad—. Pudiera ser que ni siquiera nos reconociéramos —añadió tratando torpemente de imitar un acento británico—. Seremos demasiado famosas.
—Aun así nunca pasará que no nos reconozcamos, Georgia —replicó Cathy, de pie a pocos centímetros del espejo del baño, mientras se aplicaba un nuevo brillo de labios perlado—. Sencillamente lo sé.
—Bueno, lo que sí puedo asegurarte es que no voy a llevar pantis. —Se levantó la falda lo suficiente para mostrarle a Cathy la carrera en sus preciadas medias azules.
—Está chupado —afirmó Cathy, y abrió el bolso para buscar un frasco de laca de uñas—. Ponte esto y déjalo secar.
—Gracias —dijo Georgia—. Me alegra que sepas lo que haces.
—¿Acaso no lo sé siempre? —repuso Cathy dándose unos golpecitos en la cabeza—. No te separes de mí, G. Yo sé cómo van a salir las cosas.