—No lo hagas, por favor. Tú piénsatelo. Espera al nuevo año y entonces decides.
—¿Y qué vas a hacer con la tienda si yo no estoy?
—Eso todavía no lo he resuelto —reconoció Dakota—, pero estoy en ello.
Los partes meteorológicos anunciaban ventisca pero la nieve caía suavemente cuando Dakota se dirigía con paso cansado desde la estación Grand Central al apartamento de su padre. Una cosa menos, ahora faltaba una más. Últimamente había evitado a su padre porque no quería contarle lo de las prácticas. No estaba preparada para hacerle saber que no iba a ir a Escocia. Después de hablar con Peri se sentía más segura que nunca de que el trabajo tenía que ser prioritario. Tal vez más adelante tuviera un momento para aflojar el ritmo y hacer un viaje. Pero ahora, en diciembre, tenía que ser como su madre. Tenía que cuidar del negocio. Tenía que ampliar sus habilidades para alcanzar su potencial.
Dakota explicó todo esto y más a James, que escuchó impasible su razonamiento en tanto que el único indicio de sus sentimientos se revelaba en la fuerza con la que apretaba la mandíbula.
—Sé que parece egoísta, papá —dijo para terminar—, pero es lo que necesito hacer para mi futuro. Estas prácticas son una excelente oportunidad. A veces hay que hacer sacrificios.
—El hecho de que tengas una pizca de vergüenza no hace que tu decisión sea menos egoísta —espetó James—. En esta situación me estás quitando algo a mí. Y a tus abuelos, a tu tío y a tu bisabuela. Tú hablas de sacrificios, Dakota, hablas de... ¿cómo era tu frase...? «entender el poder de las decisiones» y, sin embargo, en quien más estás pensando es en ti. Solo en ti.
Dakota caminaba de un lado a otro del salón del apartamento, zigzagueando por entre los muebles que se habían retirado el día de Acción de Gracias.
—En ocasiones hay que elegir el trabajo antes que la diversión —dijo.
—Estoy de acuerdo —contestó James controlando la voz—. Pero cuando eliges el trabajo antes que la familia estás cometiendo un gran error.
Dakota levantó la mirada de repente con una contestación ingeniosa a punto de abandonar sus labios, pero James la interrumpió:
—Eso es lo que hice yo, Dakota —dijo en voz baja—. Y todos nosotros vivimos con las consecuencias. Y es un remordimiento que nunca te abandona. Habrá otras prácticas, otros restaurantes, otras oportunidades. Pero solo habrá esta Navidad, este mes de diciembre, este momento para disfrutar estas fiestas con tu familia. —James se había convencido a medias de que aceptar que Dakota era ya una adulta le facilitaría la vida, pero de repente comprendió que siempre se vería frustrado por su impotencia. ¡Ojalá su hija creyera que él había aprendido un par de cosas!
—Puedo tomar mis propias decisiones, papá —afirmó Dakota con voz igual de baja y calmada que la de su padre. Se miraron, ambos tensos e inseguros.
—Ya lo sé —dijo James, que se reclinó en la silla y se llevó la mano a la cabeza—. Pero eso no implica que las decisiones sean inteligentes. O correctas.
El avión iba con retraso debido al mal tiempo. Cada vez se postergaba más la hora de llegada y Catherine ya no sabía qué hacer. A este paso no llegarían hasta mañana. ¿Debía quedarse a esperar a los Toscano y a Sarah? ¿Marcharse a casa unas horas? ¿Tirar la caja de
bagels
que había traído como regalo de bienvenida a Nueva York?
Estaba segura de que el servicio de seguridad del aeropuerto la arrestaría en cualquier momento por actuar de forma sospechosa, pues se decidía a marcharse y se dirigía a las puertas automáticas, esperaba a que se abrieran y se quedaba allí plantada. Entonces daba media vuelta para mirar el tablero de llegadas con la esperanza de ver algo distinto. A veces lo veía: el vuelo iba a llegar aún más tarde de lo que se creía en un principio.
En el indicador de la batería del móvil solo le quedaba una barra, pues la había agotado al pasarse casi dos horas enteras llamando a todo el mundo. El avión llega tarde, le dijo a Anita. Y a Dakota. Y a K.C. Y a James. A él lo llamó para intentar tranquilizarse con algunos consejos de última hora.
—Por eso estás al teléfono conmigo, claro —retumbó la voz de James por el móvil—. Soy famoso en el mundo entero por mis exitosos romances. Ya sabes cómo abandoné al amor de mi vida durante más de una década. Este es mi primer consejo: no hagas eso.
—Deja de hacer el idiota, James —dijo Catherine entre dientes—. Marco y sus hijos van a llegar dentro de unas horas y estoy un poco nerviosa.
—Sé tú misma. ¿No es eso lo que dicen?
—No —replicó Catherine—. La cuestión es que quiero ser mejor que yo misma. Quiero que los niños se enamoren de mí.
—No puedes reemplazar a su madre —dijo James.
—No estoy tratando de hacerlo —repuso Catherine—. Pero tú mismo lo has dicho, volviste tan campante y Dakota te quiso de todos modos.
—Pura suerte —afirmó James, riéndose—. Y vale, la soborné. No es ningún secreto.
—Le conté a Marco solo la mitad de lo que había comprado para Allegra y Roberto y dijo que debía devolverlo casi todo —explicó Catherine, que fue elevando la voz—. Dijo que sería demasiado.
—Bueno, tal vez deberías hacerle caso —comentó James—. Yo hice enfadar mucho a Georgia consintiendo a Dakota. Hacía que ella pareciera inferior a mí.
—Entonces, lo que me estás diciendo es... nada que me pueda venir bien en realidad, ¿no?
—En esencia, sí —repuso James, cuya voz profunda rompió a reír—. Todo está bien, Catherine. Si no lo estuviera no te preocuparías tanto.
—Hablando de preocuparse, Dakota me contó que tenía intención de saltarse la Navidad —dijo Catherine.
—Ah, sí, eso —contestó James—. Es una situación un poco incómoda. Le prometí a la abuela de Georgia que le llevaría a toda la familia y ya cuenta con ello.
—No vas a ir tú solo, ¿verdad?
—¿Conociste a la abuela de Georgia?
—La verdad es que sí —rumió Catherine—. O sea que entiendo lo que dices. En cuanto a Dakota...
—Nos estamos poniendo de acuerdo en estar en desacuerdo —dijo James—. Parece creer que convertirse en adulto significa elegir siempre el trabajo.
—Yo nunca tuve esa manera de pensar —admitió Catherine—. Pero Georgia sí la tenía.
—Y yo también —terció James con manifiesta decepción en su voz—. ¡Pero en ocasiones tienes que darte cuenta de que hay cosas más importantes, maldita sea! —Estaba frustrado.
—Dakota cree que tienes una novia —soltó Catherine con la intención de cambiar de tema—. Una relación seria. Pero le dije que yo no lo creía.
—Vaya... ¿eso piensa? —preguntó James—. ¿Dijo algo más?
—¿Tienes una relación seria, James? ¿Estás enamorado o algo parecido? ¿Por qué no has dicho nada? Yo te hablo de Marco.
—Y por lo que a eso concierne, Catherine, vas a estar fabulosa —repuso James hablando con rapidez—. Respira hondo, no le des un besazo húmedo a Marco delante de sus hijos y todo irá bien. Hablaremos pronto. Adiós.
Catherine dejó caer la mano con la que sostenía el teléfono. Por lo visto, Dakota estaba en lo cierto en cuanto a las suposiciones sobre su padre. Solo considerar la idea de que pudiera enamorarse, enamorarse de verdad, de otra persona que no fuera Georgia le parecía algo decisivo. ¿Se casaría con ella? ¿Cómo la llamaría Dakota? ¿Qué hubiera pensado Georgia?
Si así es como me siento sobre el hecho de que James encuentre una novia, solo puedo imaginarme lo extrañas que serán estas fiestas para los hijos de Marco, pensó. Teniendo que estar con ella cuando preferirían estar con su madre si estuviera viva. Quizá todo aquello había sido una mala idea.
—Yo soy la novia —dijo en voz alta—. Soy la novia —repitió dirigiéndose a una persona desconocida que caminaba por el pasillo. Soy la persona que está donde debería estar su madre, se dijo. Catherine se puso el abrigo con la firme decisión de marcharse a casa y dejar que Marco le comunicara su llegada. Si es que quería hacerlo. Si él quería, que lo hiciera.
Una persona se levantó de improviso y dejó un asiento vacío en la zona de espera.
—¡Ese es mío! —gritó Catherine, quien prácticamente saltó por encima de algunas piernas al azar para quedarse con la silla disponible. Suspiró de alivio ante la mera dicha de descansar los pies doloridos. Estas botas están hechas para ir en taxi, reflexionó mirando sus tacones de diez centímetros. Llevaba horas de pie y ahora sentía el cosquilleo de la sangre que volvía a circular por sus dedos.
Catherine nunca había ido a esperar a nadie al aeropuerto. No se le había ocurrido que fuera necesario. El adúltero de su esposo volvía a casa por su cuenta y ella había aprendido a aceptar que en ocasiones hacía viajes sin ella. Se había puesto muy furiosa, sí, pero había sobrevivido.
Lamentó no haber traído flores. Catherine apenas podía permanecer quieta en su asiento. Quería ver a Marco en cuanto saliera del avión. Pero gracias a las normas y reglamentos del nuevo mundo, tenía que conformarse con aguantar allí con el resto de la multitud que aguardaba en la zona de recogida de equipajes.
La pantalla de llegadas volvió a actualizarse; se añadieron otros cuarenta y cinco minutos.
—¡Hola! —dijo Catherine levantando la mano por encima de la cabeza pero con mucho cuidado de no ponerse de pie no fuera que alguien se lanzara a por su asiento—, ¿Alguien quiere un bagel? Da la impresión de que podemos estar aquí toda la noche...
Desde que la familia Toscano llegó a Nueva York, Catherine apenas había dormido enseñándoles orgullosa su querida ciudad. El esposo de Sarah, Enzo, había agradecido poder acomodarse en una cama y recuperarse del estrés del viaje. El resto de la pandilla, unos setenta y pico, se fue a Manhattan, Sarah incluida. Pasaron un día entero en Central Park, empezando por un paseo en carruaje, patinando en Wollman Rink y, por último, entrando en calor con una cena en el restaurante Tavern on the Green, adornado con guirnaldas y árboles de Navidad, contemplando a través de la cristalera la nieve cine espolvoreaba las copas de los árboles. A todo esto le siguieron paradas en el ballet, el teatro, los museos, las tiendas, The Rockettes.
—Catherine, Catherine —dijo Marco, que la llevó aparte tras un largo día de recorrido turístico—. Es un programa lleno de actividad, pero ¿no has planeado ningún momento para estar nosotros solos?
—No —admitió ella—. No quería alejarte de tu familia... —No quería decirle que estaba nerviosa, preocupada por qué les parecería a los chicos pasar las fiestas en Nueva York. Y que estaba nerviosa, segura de que él iba a querer hacer oficial su relación, y que estaba igualmente segura de no estar preparada para dar semejante paso—. Pensé que sería mejor así —continuó diciendo.
—Sí, está muy bien —comentó él, y se acercó con los labios a su oreja—. Pero Roberto ya es un jovencito y no tiene demasiado interés en acompañar a su padre. Y lo único que necesita Allegra es dormir toda la noche. Podría quedarse con Sarah y con su tía Anita y que Enzo y Marty se hagan compañía el uno al otro. Entonces tú y yo podríamos estar juntos. ¿No sería estupendo?
—Sí —coincidió Catherine, que se sintió dividida—. Pero entonces Allegra se perdería la comida que tengo planeada en el Russian Tea Room. ¿No quiere tomar el té?
—¡Oh,
bella
! —exclamó Marco—. Tienes todo el día de mañana para planear otra jornada perfecta. Dejemos a los niños con Sarah y demos un paseo, nosotros dos solos. —Catherine asintió.
Pasearon por Central Park South cogidos de la mano, sin hablar durante un rato, saboreando la compañía del otro. Catherine no estaba segura de qué deseaba más, si llevarse a Marco a un lado y besarlo intensamente o si acribillarlo a preguntas. Pero él no parecía tener ninguna prisa, satisfecho simplemente con que estuvieran juntos una fría noche de invierno.
Al final, se metieron en un hotel y se despojaron de los abrigos y las bufandas para disfrutar de un par de vermuts secos en el bar.
Marco examinó la lista de vinos.
—Ojalá tuvieran Cara Mia —señaló.
—Conozco una pequeña tienda estupenda en el norte del estado que lo trae —susurró Catherine. Marco sonrió; el interés de Catherine por su vino fue lo que les había unido al principio.
—He pensado a menudo en este tema —dijo él. Catherine contuvo el aliento, segura de lo que iba a decir a continuación. Tendría que rechazarlo, por supuesto, pero eso no significaba que su idilio hubiera terminado. De ninguna manera. Ella lo amaba. Esperaba que él lo supiera. Catherine aguardó.