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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (15 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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—¿Catherine?

—¡Oh, Marco! —dijo, cruzó la habitación a la velocidad del rayo y lo rodeó fuertemente con los brazos—. He tenido una larga charla con Sarah y es encantadora. —Catherine rompió a llorar. Hizo un débil intento de hablar pero no consiguió otra cosa que incrementar su llanto en el hombro de Marco. La camisa de seda color burdeos que llevaba estaba cubierta de lágrimas, una mancha enorme en el lado derecho.

—¿Qué ocurre,
bella
? —Marco, realmente confuso, le alzó el mentón—. Tú eres muy norteamericana. Hablas, hablas, hablas constantemente sobre cómo te sientes. «Soy la mujer independiente.» No te guardas nada. Y cuando hay algo que te altera de verdad, callas y lo único que sacas son lágrimas. Ayúdame.

Catherine necesitaba arriesgarse. Es lo que había decidido durante los últimos días. ¿A qué estaba esperando, de todos modos? ¿Por qué tenía que ser él? Para que toda la energía que había dedicado a conocerse de verdad, a comprender qué era lo que de verdad quería hacer con su vida, sirviera de algo, tenía que superar la idea anticuada de un hombre que se arrodilla. No necesitaba un caballero galante. No necesitaba que la rescataran. Lo que necesitaba era una familia. Y había encontrado una. Con un hombre y unos niños a los que quería.

—Si tu hija siguiera viva las cosas no serían así —le había dicho a Sarah apenas unos momentos antes. Catherine no había abordado el tema como era habitual en ella, consultando su decisión con Anita y las mujeres del club. Se limitó a esperar a poder hablar a solas con Sarah—. Tengo la sensación de que tu pérdida, su pérdida, dejó el espacio para que yo aprendiera lo que es el amor.

—Así es —coincidió Sarah con un suspiro—. Juntos conocemos la pena. Pero tal vez Roberto y Allegra conozcan la alegría de tener dos madres muy distintas, pero amorosas.

—¿Cómo puedes ser tan cortés?

—Porque soy pragmática —respondió Sarah—. Me tomo la vida tal como viene.

Además, eres muy lista.

—¿Qué quieres decir?

—¡Has tenido el tino de acudir a mí primero! —respondió Sarah—. Pero ya basta de evasivas. Quizá hayamos llegado al punto en que deberías preguntárselo directamente al interesado.

En aquellos momentos Marco la miraba, preocupado. No era precisamente la pose segura de sí misma que había pensado adoptar.

—Marco —susurró, con voz un poco áspera a causa del llanto—. Ya no soy tan entusiasta de las tradiciones. Pero me gustaría hacer algo importante. Quiero decir unas palabras. Quiero expresar cómo me siento.

—¿En la fiesta? ¿Sobre Anita y Marty?

—No, sobre nosotros —respondió Catherine, retrocediendo con paso firme.

—Te quiero, Marco. Y a Roberto. Y a Allegra. Quiero compartir mi vida con vosotros.

—Eres una parte muy importante de nuestras vidas —declaró Marco—. Y es fantástico.

—Marco —dijo Catherine con voz chillona, presa de un repentino pánico. ¿Acaso no lo entendía a propósito? ¿Era un problema del idioma? ¡Qué diablos! Ya era hora de ir directamente al grano.

Catherine apoyó una rodilla en el suelo.

—Lo que estoy diciendo es que quiero casarme contigo. ¡Casarme contigo!

—Bueno,
bella
—repuso Marco, que la levantó y le acarició la melena rubia—. Y ¿por qué no lo has dicho antes?

Por lo que a Anita y Sarah concernía no había secretos. Ya no. En cuanto Marco fue a hablar con Catherine, las dos hermanas se dirigieron a la puerta del dormitorio fingiendo que no escuchaban. Miraban en dirección contraria y hacían ver que repartían servilletas a los invitados que estaban allí cerca; Marco salió de la habitación para invitar a Roberto y a Allegra a que pasaran, y en cuanto cerró la puerta, ellas corrieron hacia allí con las servilletas en la mano.

Marty dio unos golpecitos en el hombro a su prometida y a la hermana.

—Señoras —dijo—, ¿no deberíamos dejar un poco de intimidad?

—Es privado —repuso Anita—. No es que estemos en la habitación con ellos. Y ahora calla, que no oigo.

—Ve a por un vaso —sugirió Sarah—. En los viejos tiempos lo hacíamos así.

Marty meneó la cabeza.

—No hagas eso —dijo Anita—. Dime, ¿crees que querrán hacerlo en Año Nuevo? Estamos todos juntos.

Marty suspiró, aunque no estaba verdaderamente ofendido por el hecho de que su novia quisiera compartir el día de su boda. La conocía demasiado bien.

—Apenas puedo respirar —comentó Dakota—. Es la escucha a hurtadillas más tensa que ha llevado a cabo el club.

Ginger iba dando saltitos, a la pata coja, cargada de la energía que dominaba la habitación pero sin estar segura de lo que ocurría. Tomó de la mano a Dakota y charló animadamente con Lucie, Darwin y el hombre ceñudo que estaba junto a los postres.

—¿Estás entusiasmado? —le preguntó a Nathan sin dejar de dar brincos—, ¡Todo el mundo está entusiasmado! ¿Quieres saltar conmigo?

—No —respondió Nathan, que mordió un buen pedazo de rosquilla y lo masticó rápidamente—. Desde luego que no lo estoy. Entusiasmado, digo.

Roberto abrió la puerta y Catherine y su padre salieron del cuarto de invitados. Catherine tenía el rostro húmedo e hinchado.

Sarah retorció la servilleta entre las manos con nerviosismo.

—¿Y bien? ¿Y bien? —preguntó Anita, que se inclinó tanto que casi estaba de puntillas.

—Vamos a casarnos —anunció Allegra, que bordeó a su padre y a Catherine y salió disparada hacia el salón—. Y yo seré la niña de las flores. —Alzó los brazos triunfalmente, como si hubiera acabado de ganar un gran premio.

Los invitados a la fiesta soltaron una ovación, incluso aquellos que no conocían bien a Catherine.

—A todo el mundo le encantan las bodas —dijo K.C.—. Incluso a mí. Siempre que sea la de otro.

—¿Una doble boda? —preguntó Anita—, ¿Va a ser una doble boda?

—Por qué no —asintió Marco—. Se pasa meses diciéndome: «No te hagas ilusiones, amigo», y luego me deja con la boca abierta. De modo que será mejor que lo haga antes de que cambie de opinión. —Catherine abrazó a sus amigas, a Sarah, a Ginger y luego le presentaron a la nuera de Anita, Rhea.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó frente a una mujer de aspecto muy agradable y de unos cincuenta y tantos años que la felicitó calurosamente y le presentó a sus hijos—. Es... estupendo conocerte. Estoy muy contenta de conocerte, de verdad. Y Nathan. Estás aquí.

—Catherine —dijo Nathan en tono neutro—. Por lo visto se tercia algún tipo de felicitación.

—En efecto —repuso ella con suavidad, sin dar muestras de que una vez, estúpidamente, se había imaginado enamorada de Nathan. Se había imaginado desbancando a Rhea y creyendo que un comportamiento semejante podía ser correcto en cierto sentido. ¡Oh, Catherine! Eras un verdadero desastre, ¿no te parece?, pensó para sí.

Nathan se inclinó para estrecharle la mano y le acercó los labios al oído para darle un beso en la mejilla. La atrayente fragancia de la colonia que llevaba la sorprendió, había esperado que, de algún modo, oliera diferente, más acorde con su manera grosera de comportarse.

—Haz que mi madre cancele la boda —gruñó en voz baja—. Estoy seguro de que Marco estará muy interesado en saber más cosas sobre tu comportamiento del verano pasado, digamos.

A Catherine le centellearon los ojos.

—¿No es estupendo, Nathan? —exclamó Anita, que le dio un gran apretón a Catherine y fue junto a Rhea. Se alegraba muchísimo por Catherine pero también se sentía aliviada, tenía la esperanza de que su hijo tuviera más respeto por otra novia.

—Oh sí, estupendo, ya lo creo —masculló Nathan. Miró a Catherine con los ojos entrecerrados. Ella se había introducido en su vida en un momento de debilidad, pensó, y ahora estaba envuelta en la dramática boda de su madre. Pero eso no significaba que su lucha hubiese terminado. Al contrario. Acababa de comenzar.

—Deja que te prepare una copa —dijo Nathan, quien prácticamente empujó a Catherine hacia donde estaban las bebidas y dejó a su madre y a su esposa parloteando sobre el maravilloso giro de los acontecimientos.

—No tengo sed —replicó Catherine, aunque en realidad tenía la boca seca.

—Yo no te odio, Catherine —dijo Nathan, que se sirvió una copa llena de pinot Cara Mia y dio unos sorbos.

—¡Qué tranquilizador! —repuso ella al tiempo que saludaba con la mano a Darwin y Lucie que le hacían señas para que fuera con ellas.

—Actúa como tú quieras —continuó diciendo Nathan—, pero por lo visto vamos a ser primos de algún tipo. Y no me gustaría nada tener que contarle a Marco unos cuantos detalles, ¿eh? —Apuró la copa y la dejó ruidosamente.

—¿Sabes una cosa? Marco es maravilloso —contestó Catherine entre dientes—. Lo comprende todo. Mi pasado. Mi presente. Lo cual significa que no tenemos secretos, Nathan.

—No, claro.

—Presióname —dijo Catherine—. Podría gritar cualquier cosa. Aquí mismo. En este momento. Eso no va a afectar
mi
relación.

Ladeó la cabeza para señalar a Rhea con la esperanza de que él no le dijera que era un farol. No quería avergonzar a Anita, disgustar a su nuera ni destrozar a sus nietos. Ya se había inmiscuido bastante en sus vidas el verano pasado. De todos modos, Nathan no tenía por qué saber eso. Le dirigió una mirada severa.

—Estupendo, bien por ti. —Nathan miró rápidamente en dirección a su esposa, quien cruzó la mirada con él y le dirigió una sonrisa alegre y deslumbrante. Catherine notó de manera casi imperceptible que Nathan se relajaba y acto seguido se puso tenso al volverse de nuevo hacia ella.

—No lo harías... —dijo.

—Te lo estoy diciendo —contestó Catherine—. Estoy segura de que estarás de acuerdo conmigo en que esta doble boda va a estar libre de problemas. Cuando llegue enero, será mejor que tanto Anita como yo estemos recién casadas.

Le arrebató de las manos la botella de vino del viñedo de Marco.

—Disculpa —le dijo con confianza en sí misma—, pero estoy segurísima de que esto me pertenece.

Navidad

En algún momento, en medio del trajín de rasgar papel de regalo y devorar campanas de chocolate, hay un día dedicado a la familia, a las uniones y a la consideración.

De la misma manera, toda prenda tejida a mano, cada punto del derecho y cada punto del revés, cifra un mensaje secreto sobre la devoción. Hacer punto es simplemente una expresión de amor.

Nueve

—No hay nada que te impida hacer el viaje a Escocia. El trabajo, la escuela, la tienda... todo estará aquí cuando regreses.

Era lo que le había dicho su padre la noche anterior. Le presentó su argumento cuando ella llegó, tarde, de la última reunión del club de la temporada y la sencilla afirmación de James seguía resonando en sus oídos. Dakota sabía que todas las que celebraban la Navidad se estaban preparando para ir a ver a la familia y se había pasado toda la noche escuchando sus planes y haciendo caso omiso de la insistencia de las mujeres para que considerara su decisión y fuera a Escocia.

—El mundo está lleno de cocinas, Dakota —había dicho Darwin—. Pero solo hay una abuela. Tu madre la adoraba.

—Y yo también —repuso Dakota, sintiéndose menos segura aún. Sé fuerte, se dijo. Haz lo que sea mejor.

Darwin se había marchado a Seattle, Lucie a casa de su hermano con Rosie y Ginger a la zaga, Catherine estaba absorta con la idea de su primera Navidad en la que sería la responsable de llenar los calcetines, e incluso Peri, aprovechando que la tienda cerraba el día de Navidad y el siguiente, planeaba hacer una escapada a Chicago para hacer una descabellada visita a sus padres al estilo «ahora la ves, ahora no la ves».

—El tiempo justo para comer un poco de chocolate, entregar algunos regalos y marcharme antes de que mi madre y yo empecemos a discutir explicó.

Solo Dakota se aferraba con valentía a su objetivo de hacer las prácticas en la cocina del hotel V.

—Porque te enseña técnica, responsabilidad y el valor del trabajo duro —le dijo al espejo mientras se vestía cuidadosamente con un traje negro y zapatos de salón rojos. Una cosa era ser conservadora en el vestir, pero decidió que no había necesidad de ir aburrida. Quería impresionar a la directora general, Sandra Stonehouse; que supiera que hablaba muy en serio cuando decía que quería convertirse en maestra pastelera. ¿Quién sabe? Tal vez aquel trabajo temporal le llevara a más prácticas, quizá incluso a un empleo después de graduarse. Pero claro, con la oferta de trabajo de Peri flotando de manera inquietante en el horizonte, no podía permitirse el lujo de andar vacilando. Su cabeza no hacía más que dar vueltas al reto que se avecinaba. Tenía que perfeccionar su técnica y abrir la cafetería, sí, eso era lo que tenía que hacer. Su única alternativa para mantener la tienda de su madre en funcionamiento era renunciar completamente a su pasión, dejar la escuela para llevar el negocio a tiempo completo y, con los años, volver a entrar en la facultad. Eso no era lo que su madre hubiera querido, lo sabía con absoluta certeza. ¡Y le había costado tanto esfuerzo conseguir que su padre apoyara sus sueños culinarios! No estaba dispuesta a renunciar ahora. Todavía no.

Se perfumó, se aplicó un poco de brillo de labios y se puso los aretes de oro de su madre.

—¡Caray! —exclamó James al ver a Dakota con aquel conjunto—. Tienes el mismo aspecto que tenía tu madre cuando trabajaba en Churchill Publishing. Lista y profesional.

Estaba contrariado por el hecho de que Dakota no fuera a Escocia, eso era cierto, pero aunque había hecho saber cuáles eran sus sentimientos, no había provocado demasiada tensión en casa. Si bien Dakota se había encontrado el billete de avión en distintos lugares: sujeto en la nevera, sobre la mesa de centro, donde estudiaba con frecuencia... lo justo para recordarle las opciones. Ella se imaginaba a James y a Bess charlando despreocupadamente mientras tomaban café en tanto que la abuela se empeñaría en hacer unas buenas gachas de avena escocesas y Tom y Donny examinarían el jardín discutiendo sobre la poda de los setos y si el lugar llegaría a ser gran cosa. Se imaginó a sí misma metiendo en el microondas el plato que había guardado en el congelador después de Acción de Gracias, calentándolo la noche de Navidad, ya tarde, tras pasarse el día entero de pie en la cocina. Bueno, dejémoslo en una buena cocina de un restaurante. Dakota giró sobre sí misma.

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