—Probablemente tengamos que limpiar de arriba abajo —le decía en ese momento Bess a Tom. La expresión de su rostro era severa, como de costumbre, algo que hacía más fácil pasar por alto sus ojos grandes y sus pómulos altos. La abuela de Dakota era una mujer atractiva; si alguna vez pensara en relajarse—. Puse unas toallitas Clorox en el equipaje por si acaso ella me sigue y dificulta las cosas.
—Vamos, vamos —dijo Tom—. Ni siquiera hemos llegado. Si hay necesidad de ordenar las cosas, estupendo; pero no vayamos a reorganizarlo todo porque sí.
—¿Estás insinuando algo, Thomas?
—¿No es divertido, abuela Bess? —terció Dakota con la esperanza de detener a sus abuelos antes de que se enzarzaran en otra de sus pequeñas disputas. Discutían de una forma tan automática que ya no se daban cuenta de ello. Dakota sabía que, al cabo de unos minutos, su abuelo haría una broma y a Bess le haría gracia y se reiría tontamente. Era su modo de ser.
Su tío sostuvo en alto un juego de llaves y las hizo girar en su dedo.
—Tú vienes conmigo —dijo señalando a Dakota—. Mamá, papá, vosotros podéis ir con James.
—Oh —dijo Bess, desconcertada. Aunque había llegado a tomarle cariño a James durante los numerosos viajes que había hecho para llevar a Dakota a visitarlos, nunca habían pasado juntos demasiado tiempo. Él siempre había ayudado a Tom en alguna tarea, había compartido la comida de fiesta y luego dejaba que Dakota se quedara unos cuantos días con ellos. A ella le gustaba, tenía la sensación de que James comprendía cuánto necesitaba ella aquel espacio. En cierto modo, resultaba violento el insidioso resentimiento que sentía por lo duro que había trabajado su hija Georgia en la tienda de lanas, por lo sola que había estado. Y todo porque James se había marchado.
Bess pensaba que, aunque Georgia pudiera haberlo perdonado, ella, como madre, había decidido no olvidarlo nunca.
Dakota estaba medio dormida y no discutió. Dejó que su tío le cogiera la bolsa y la llevara hasta los coches mientras ella lo siguió.
—Hasta luego —masculló, muriéndose de ganas de que llegara el momento en que pudiera sentarse y cerrar los ojos.
El aire frío le golpeó en la cara.
—Despierta, dormilona —dijo Donny mientras subía la ventanilla del coche que había bajado para dejar entrar un poco del aire fresco escocés—. No tendré mejor oportunidad en toda la semana.
—¿Eh? —Dakota estaba atontada, con el rostro surcado de arrugas por haber utilizado de almohada improvisada el abrigo hecho un ovillo.
—De estar con mi única sobrina —aclaró Donny trazando suavemente la curva que describía la carretera, pasando junto a casitas compactas que se acurrucaban a pocos centímetros de la calzada—. Si mamá y la abuela se apoderan de ti no podré pasar ni un minuto a solas contigo.
Donny, el tío de Dakota, era el único hermano de su madre, un hermano menor que mucho tiempo atrás seguía a su hermana o la esperaba en la entrada de casa hasta que ella regresaba de la escuela, vendiendo entradas a un penique para los espectáculos de marionetas que preparaba en el comedor.
—Y entonces venía mamá, nerviosa porque unas señoras iban a venir a tomar el té —le había contado Georgia a Dakota en una ocasión en la que se dirigían en coche a Pensilvania para pasar allí la Navidad—. En casa todo tenía que estar perfecto, ¿verdad, Donny?
Cuando Dakota era niña, Donny iba a recogerlas todas las vísperas de Navidad en su camioneta azul recién lavada. Hasta que Georgia murió y James entró en escena, a partir de entonces Dakota ya no tuvo su acostumbrada cháchara anual con su tío durante el trayecto. Esperaba ansiosa esos momentos, consciente de que a Donny no le importaría que, poco acostumbrada a viajar, hubiera sobrecargado la maleta con demasiada ropa y juguetes. Antes del viaje a Escocia, durante el verano en que cumplió los trece años, Dakota no había viajado nunca aparte de los viajes a casa de sus abuelos.
—Bueno, ya sabes —había dicho Donny a lo que fuera que estuvieran discutiendo, encogiéndose de hombros. Dakota recordó que él era siempre el que intentaba poner paz, apoyando a Georgia cuando Bess se ponía de los nervios y defendiendo a su madre cuando Georgia se enzarzaba con sus quejas—. Al final todo salía bien.
Le explicó cómo los dos hermanos Walker se pasaron días enteros construyendo un refugio no muy resistente en el exterior. Lejos de casa de su madre, un cobertizo adosado que consistía en unas láminas de contrachapado apoyadas contra un árbol y cubiertas con una lona vieja que habían encontrado en un estante del granero.
—No hay duda de que papá tenía intención de volver a utilizarla —había dicho Donny entonces—. En una granja uno no se puede permitir el lujo de derrochar. Pero no dijo nada, incluso venía a ver nuestros espectáculos.
—Algunas veces —confirmó Georgia—. Pero casi siempre estaba trabajando.
—Tú siempre estás trabajando, mamá —había dicho Dakota en aquel viaje, cuando tenía unos ocho o nueve años—. Y a mí no me importa. —Su comentario había puesto fin a la conversación durante unos instantes, pero Donny sacó otro tema y la charla volvió a empezar.
Había acabado yéndoles bien. Eso era lo que Donny siempre decía en aquellos viajes en coche, claramente impresionado con la tienda de Georgia y deleitándose con las bromas de Dakota. Esperaba en la tienda mientras Georgia recogía los papeles de la trastienda que pondría al día una vez pasada la jornada de Navidad, y se maravillaba de los colores de las lanas que decoraban las paredes.
—¿Es que antes no os iba bien? —preguntaba la joven Dakota al oírlo, y esperaba pacientemente una respuesta que nunca llegaba de manera directa.
Dakota se encontraba muy a gusto con su tío Donny; admiraba su forma de ser, tranquila y de buen trato. «Si tu padre no hubiera aparecido, hubiera querido criarte yo», le había dicho en una de esas fiestas. Donny Walker no se había ido muy lejos; después de la universidad y de pasarse un año plantando árboles en el Oeste, regresó a casa para ayudar a llevar la granja familiar en Pensilvania. No se había casado, y durante la última visita le había confiado que no había muchas mujeres que se disputaran la oportunidad de ser la esposa de un granjero. Había ido adquiriendo cada vez más tierras, que agregó a las de los abuelos de Dakota; experimentó con cultivos orgánicos y había conseguido hacerse una clientela entre unos cuantos restaurantes locales. Pero, tal como Dakota sabía perfectamente por la tienda, el hecho de ser innovador no siempre se correspondía con el éxito económico. Los Walker estaban muy lejos de ser pobres, de eso no había duda, pero también de ser ricos.
—Bueno, suéltalo —dijo su tío en aquellos momentos—. Cuéntale a un viejo granjero todo lo relacionado con la vida de una chica de veintiún años en la gran ciudad.
Dakota le dedicó una amplia sonrisa. Eso era lo bueno de ser hija única: siempre estaban pendientes de ella.
—Me encanta la escuela —empezó diciendo—. Estoy nerviosa por la tienda. El negocio podría ir mejor. Además, Peri ha recibido una oferta de trabajo nada menos que de París... no se lo digas a nadie, ¿de acuerdo? Y hace muy poco vi a ese chico con el que salí en Roma, Roberto. ¡Sigue siendo tan mono! Eso fue extraño. Luego Catherine se comprometió con el padre de este chico, por lo que quizá nos veamos mucho. O no. Pero seguro que nos veremos en la boda, que ahora es una boda doble, el día de Año Nuevo. ¡Ah!, y he descubierto que la mujer que casi llega a ser mi jefa, en realidad es la novia secreta de papá. Pero ella insiste en que eso no tiene nada que ver con que me seleccionaran.
—Creo que voy a necesitar que me lo apuntes todo —comentó su tío con un guiño—. Eres una narradora nata, igual que tu madre. Se le daba muy bien inventar historias cuando éramos críos.
—¿Como cuáles?
—Bueno, cosas divertidas, a veces, que contaba cuando yo tenía miedo —explicó Donny—. La historia de una rana invisible que vivía en casa de la abuela y se comía las pesadillas. Me gustaba la idea de esa rana. Georgia inventó muchas aventuras para ella, me dijo que vivía en el estanque de la parte de atrás. Pero su habilidad no consistía únicamente en conseguir que te lo creyeras. También era muy lista sacándonos de líos.
Discos, camisetas y un walkman, todo estaba en la lista de Navidad de Donny, pegada con
cinta adhesiva en la puerta de la nevera blanca de la ordenada pero diminuta cocina de Bess en
la granja. Y lo primero de la lista, que estaba allí casi como una broma, no era algo que
pudiera comprarse en la tienda
.
¡APRENDER A CONDUCIR!
Ese era el deseo que su hermano pequeño escondía en su calcetín. Toda su vida se había
movido entre los enseres de la granja pero en realidad nunca había conducido por la calle. No
sabía aparcar en paralelo, por ejemplo. No es que a Georgia se le diera muy bien, tampoco
,
pues solo llevaba un año al volante. En algunas ocasiones estuvo a punto de tener un
accidente y casi golpea a un ciclista que iba por el lateral de la carretera. Menos mal que
,
nerviosa por la repentina aparición de la nieve, en aquel momento iba a menos de veinte
kilómetros por hora
.
Había tenido que hacer un recado después de clase y pasar por la ferretería a recoger
algunos suministros para la granja, por lo que su padre le había dejado coger la camioneta
para ir al instituto llevándose consigo a Donny, por supuesto. El coche hubiese estado mejor
;
porque tenía reproductor de casetes y su amiga Cathy acababa de prestarle el nuevo álbum de
John Cougar. En cualquier caso, era mejor conducir que tener que ir en el autobús escolar
.
Cathy la estaba esperando en la entrada lateral del instituto con su columna mecanografiada
para el periódico escolar y, por supuesto, al ver a Georgia en la camioneta le rogó de inmediato
que la llevara a casa. A Georgia le pareció estupendo hasta que un hombre que iba en bicicleta
se acercó demasiado al automóvil y Cathy empezó a vociferar
.
—¡Ten cuidado! —gritó, y suspiró ruidosamente cuando lo rebasaron—. Tendrías que
pensar en mudarte a la ciudad, a Filadelfia o Nueva York. Allí nadie conduce
.
—Yo creo que Georgia es una gran conductora —dijo Donny, y su hermana le dirigió un
rápido gesto de aprobación por el espejo retrovisor levantando el pulgar
.
Georgia pensaba que, aunque Donny era un fastidio en algunas ocasiones, había otros
momentos en que resultaba útil tenerlo cerca. En parte esa era la razón por la que había
decidido que le concedería su deseo de Navidad aun cuando el muchacho no pasaba de los
catorce años. Además, Georgia tenía que vigilar el presupuesto y este regalo le salía gratis
.
Sabía que una chica debía tener cuidado con el dinero, sobre todo cuando esperaba poder
permitirse ir a la Universidad de Dartmouth
.
El problema era que Georgia y Donny tendrían que dar sus lecciones a escondidas. Eso lo
convertía en un reto aún más exigente porque su madre siempre parecía estar rondando por
ahí, escuchando las conversaciones e intentando entrometerse en todo
.
—Lo único que quiere es participar —había insistido su padre en más de una ocasión
cuando Georgia trasladaba sus quejas al granero
.
—Lo que quiere es criticar —se empeñaba Georgia.
—No lo sabes absolutamente todo —dijo Tom—. Al menos todavía no.
Pues bien, lo que Georgia sí que sabía era que Donny quería aprender a conducir un
automóvil, y ella iba a enseñarle. Su plan era fingir que se iban a la cama a una hora normal y
luego escabullirse a medianoche
.
—¿Y si mamá oye el motor? —preguntó Donny, que entonces fue reclutado para entrar de
puntillas en el dormitorio de sus padres y ponerle un par de orejeras a Bess. Tom era bien
conocido en la familia por ser capaz de dormir con cualquier ruido para luego despertarse
todos los días a las cuatro en punto exactas
.
Rápidamente se calzaron las botas, se pusieron los gorros y salieron a escondidas por la
puerta de la cocina, Georgia con las llaves del coche bien agarradas en la mano. Abrieron la
puerta de la camioneta, Georgia pasó al asiento del acompañante y Donny se colocó frente al
volante
.
Tuvieron que darle varias veces al contacto para que la vieja camioneta arrancara
.
—¡Sí! —gritó Donny cuando el vehículo cobró vida con un rugido, y su hermana le dio un
codazo en las costillas
.
—¡Cállate! —le dijo—. Vas a despertar a todo el mundo. Ahora pisa el embrague, mete la
marcha y da un poco de gas. ¡Solo un poco! —La camioneta dio unos bandazos. Donny volvió
a pisar el acelerador y el vehículo avanzó a trancas y barrancas
.
—Prométeme que nunca serás camionero —dijo Georgia.
—Qué va —repuso Donny—. Seré veterinario. Cuidaré de las ovejas en casa de la abuela.
—Allí también tienen coches, ¿sabes? —comentó Georgia, que se agarraba para evitar
golpearse la cabeza—. Tendrás que mejorar
.