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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

Celebración en el club de los viernes (14 page)

BOOK: Celebración en el club de los viernes
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Anita sabía que Ginger estaba intrigada por el despliegue de
dreidels
que había sobre la mesa de centro. Alargó el brazo para tocarlos, su madre la regañó y entonces intentó hacerlos girar cuando Lucie no miraba. Darwin estaba teniendo el mismo problema con los gemelos, que estaban más interesados en probar los coloridos trompos que en jugar con ellos.

—Esta pintura no es tóxica, ¿verdad? —insistía en preguntar Darwin—. ¿O los tenéis de cuando vuestros hijos eran pequeños? Porque entonces podría haber plomo. ¿Han pasado las pruebas?

—Son todos nuevos para esta noche —la tranquilizó Marty, quien todavía estaba lo bastante ágil como para sentarse en el suelo con los niños—. Mira, deja que te enseñe. —Hizo rodar el trompo de madera, que se desplazó por encima de la mesa con un zumbido hasta que llegó al borde y cayó al suelo, lo cual provocó un aplauso entusiasta por parte de Ginger y su sofisticada nueva heroína, la niña de doce años Allegra.

—Por lo visto has sido reemplazada —dijo K.C. al tiempo que codeaba ligeramente a Dakota—. Es un signo claro de madurez. Cuando los niños ya no te encuentran interesante.

—Oh, gracias —repuso Dakota—. Creo.

—¿Eso que veo ahí es una arruga? —bromeó Catherine escudriñando de cerca el rostro de Dakota—. Creo que aparentas casi veintiuno.

Anita había invitado a todas las integrantes del club así como a James, Sarah y Enzo, los Toscano y a varios amigos y vecinos a su fiesta de Janucá. Parecía la manera perfecta de charlar con todo el mundo antes de que las distintas familias emprendieran sus diferentes caminos y se fueran corriendo a sus celebraciones navideñas, viajes a Escocia y comidas chinas sin compañía estilo K.C., antes de reunirse para lo que a Marty le había dado por llamar «la boda del año». Sí, a Anita le preocupaba que otra cosa pudiera salir mal, que Nathan pudiera sacarse más tretas de la manga. Pero tenía un truco para conseguirlo: iba a desconectar todos sus teléfonos y a confeccionar un par de chales finos como de encaje en hilo plateado para las dos miembros de su séquito, Catherine y Dakota, que combinaran con los vestidos sin tirantes que llevarían.

Al levantar la mirada, Anita las vio a las dos en un rincón, inmersas en una intensa charla.

—Circulen, señoritas, mézclense con los demás —les aconsejó al tiempo que se acercaba a ellas—, ¿Esperando a Roberto?

—Más o menos —Dakota vaciló—. Ha pasado un tiempo, ¿sabes? Estamos en distintos puntos de nuestras vidas.

—¡Dios mío, parece que vayas a divorciarte! —comentó Anita—. Creo que la forma más sencilla de abordarlo es saludarlo sin más. Va a llegar en cualquier momento con su padre. Allegra vino antes con Sarah.

—Resulta incómodo —explicó Dakota—. Puede que para ti sea difícil de entender.

—Claro, querida —repuso Anita, y se volvió hacia Catherine—. Y tú ¿qué cuentas?

—¿Dónde dijiste que estaba Sarah? —preguntó Catherine, que estiró el cuello para buscarla con la mirada por el apartamento.

—Está al teléfono en el dormitorio de invitados, que es donde se queda, hablando con alguien de Italia —contestó Anita—, ¿Por qué no vas a ver cómo está? Toma, llévale esta copa de vino. —Le dio una copa de vino blanco y una servilleta.

—Bueno, no sé —dijo Catherine—. No querría interrumpir.

—Tú ve a ver cómo está —le recomendó Anita—. Conversad sobre algo que no sea Allegra.

—Hola —dijo Dakota con un nudo en el estómago. Se llevó la mano al cuello y se frotó la nuca.

—¿Estás dolorida? —le preguntó Roberto, a quien Anita había acompañado hasta allí en cuanto el chico llegó a la fiesta.

—No —respondió Dakota con rapidez, notando que se ruborizaba—. Quiero decir que sí. El trabajo de la cocina puede llegar a cansarme los músculos. —El hecho de ver a Roberto resultaba demasiado extraño, era casi como si se estrellara contra su vida real. No fue así durante el maravilloso verano en Italia porque en aquel escenario encajaba muy bien, pero allí, en Nueva York, donde ella tenía trabajo de verdad, estaba fuera de lugar. Era divertido mandarse mensajes de texto o lo que fuera, pero estaba absolutamente segura de que no lo quería tener cerca. Ella quería ponerlo en un rincón de su pasado y dejarlo allí.

—Bueno —dijo Roberto con las manos en los bolsillos, balanceándose sobre sus talones—. Es una gran fiesta. Nunca había estado en un Janucá antes de este viaje.

—Qué bien —comentó Dakota, quien había pasado muchos años celebrando las fiestas de Anita con ella.

—Estás muy guapa —dijo Roberto, cambiando de tema.

—Tú también —respondió Dakota notando que le ardía el rostro—. Esto es una mierda —soltó.

Roberto se rio, nervioso. Entonces se inclinó hacia ella, como un conspirador, y le susurró:

—Se me hace raro verte aquí —explicó—. Era yo quien te llevaba por toda Roma y ahora soy el chico perdido en tu ciudad.

Dakota decidió actuar como lo hubiera hecho su madre y fue directa al grano:

—¿Tienes novia ahora? —le preguntó.

—No... bueno, a veces, pero ahora no —contestó Roberto—. Voy a mudarme a Florida para ir a la universidad.

—¿A Florida?

—Voy a ser piloto. Por fin. —Una sonrisa deslumbrante apareció en su rostro y finalmente Dakota pudo ver al chico lleno de confianza de quien se había enamorado en Roma. No había cambiado mucho. Seguía siendo muy mono.

—¡Bien por ti, Roberto! —gritó Dakota. Estaba encantada. Continuaba estando confusa en cuanto a sus sentimientos hacia él. Decidió que había pasado mucho tiempo desde lo de Roma y además se había fijado en un compañero de la escuela, pero no había duda de que Roberto seguía siendo un buen chico.

—No es tan malo tenerte aquí —reconoció al fin.

—Yo también creo que puede que no —dijo Roberto, que alzó su copa a modo de saludo.

El timbre de la puerta sonó anunciando la llegada de más invitados y Anita acudió afanosamente a abrir con una bandeja de
latkes
en la mano.

—Esta fiesta es sencillamente fabulosa —exclamó sin dirigirse a nadie en particular mientras iba hacia la puerta—. En todo el día no he pensado en la boda más de una vez por hora. —Y entonces se le cayeron al suelo los deliciosos buñuelos de patata.

—Buenas, madre —dijo Nathan Lowenstein desde el otro lado del umbral, ayudando a su esposa a quitarse el abrigo—. Feliz Janucá.

Entró, dirigió una mirada a su derecha y luego, con la misma rapidez, a su izquierda. Siempre era importante saber con quién estaba tratando.

Como su madre no lo había invitado ni dejado de invitar a la fiesta de Janucá, decidió que lo apropiado era hacerse él mismo cargo del asunto y organizar el viaje a Nueva York de todos modos. Naturalmente, llevó consigo a su esposa, Rhea, y a sus hijos, que siempre estaban encantados de ver a su abuela.

Sí que consideró brevemente las muchas posibilidades de encontrarse con la promiscua conocida de su madre, Catherine, pero se ciñó a su plan. Iba a apelar directamente a la conciencia de su madre consiguiendo el apoyo de su tía Sarah, y que esta la convenciera para no seguir adelante con aquel fatal matrimonio. En un futuro se lo agradecería. De eso estaba seguro.

Anita palideció.

—Es Nathan —anunció a Marty, aunque él ya lo estaba viendo claramente por sí mismo. Anita se quedó allí, nerviosa, en tanto que K.C. y Darwin trajeron toallas de papel para recoger los buñuelos de patata, haciéndose muecas por la pérdida de semejante delicia.

—Bienvenidos —dijo Marty, cuya amplia sonrisa no vaciló al dirigirse con paso brioso hacia la puerta—. ¡Qué cantidad de familia que tenemos esta noche! —Abrazó primero a Rhea, luego a los niños y a continuación le estrechó la mano a Nathan.

—Marty —dijo Nathan secamente.

—Nathan, hola —contestó Marty—. El hijo imprevisible de mi querida Anita. ¿Por qué no me echas una mano con las bebidas?

—¿Dónde está Sarah? —preguntó Nathan con brusquedad al tiempo que dirigía un vago movimiento de cabeza a la guapa jovencita que lo saludaba con la mano.

—¿Recuerdas a tu joven prima Allegra? Creo que la conociste en nuestra boda de primavera, ¿no? —preguntó Marty—. Bueno, nunca había estado en una fiesta de Janucá. Espero que esta sea una noche agradable para todos. —La sonrisa no abandonó su rostro ni por un milisegundo.

—¡Oh, vaya! —dijo Anita entre dientes, sobresaltada por el timbre que sonó de nuevo—. Y ahora ¿quién podrá ser?

Era Peri, que venía acompañada de su novio, Roger, listos para unirse a la celebración.

—Tengo que calmarme —comentó Anita mientras besaba a Peri—. Ya he tenido sorpresas más que suficientes en mi vida.

La puerta del cuarto de invitados se abrió silenciosamente y Sarah volvió a la fiesta; sus ojos se llenaron de alegría cuando reconoció el rostro de quien fue su sobrino favorito mucho tiempo atrás.

—Anita no me dijo nada —le dijo a Nathan—. Tu llegada debía de ser una sorpresa para mí. Estoy encantada de verte.

Nathan pensó en decirle que no había sido invitado, pero no quiso disgustar a Sarah. En realidad, no quería disgustar a su madre. Lo único que tenía que hacer era conseguir que las cosas volvieran a ser como se suponía que tenían que ser y todo iría bien.

—Tengo que hablar contigo —le susurró entonces—. Es importante.

—Enseguida, querido —le aseguró Sarah, y le pellizcó la mejilla como si aún fuera un niño pequeño—. Tengo que encontrar a Marco. —Se acercó a su exyerno, le dijo algo al oído y lo vio marchar hacia el cuarto de invitados; a continuación regresó con Nathan.

—Catherine quiere preguntarte algo —anunció Sarah—. Y yo le he dado mi bendición.

—¡Es una fulana! —exclamó Nathan entre dientes, aunque solo lo oyó su tía.

Sarah ladeó el cuerpo para examinar bien a Nathan.

—Y tú ¿cómo lo sabes? —le preguntó con las cejas arqueadas. Aunque hacía siglos que no lo reprendía por alguna infracción ridícula contra sus hermanos menores, de repente él se sintió burlado y a la defensiva. Como un niño pequeño. Sarah siempre había tenido devoción por él pero nunca se había tragado los trucos que utilizaba con su madre. El nunca la intimidó. Cuando, más de cuarenta años atrás, lo arropaba por las noches, solía decirle: «Sé que a veces tienes miedo. Y yo te protegeré».

—Tu madre siempre te querrá, Nathan —dijo entonces. Con firmeza—. Pero no creo que tu esposa entienda que hables de Catherine con tanta confianza. Así que dejemos correr todo esto, ¿verdad?

—¡Sarah! —Nathan estaba asombrado pero fue precavido—. Pensé que me ayudarías. Que tú más que nadie lo entenderías.

—Perfectamente. Si algo se puede garantizar es que la historia se repite —dijo Sarah con mirada firme. En aquellos instantes no parecía tan dulce—. Tu madre no ve que eres igual que ella cuando me echó. Estúpida y mojigata. Pero la quería de todos modos. Nunca dejé de querer a mi hermana mayor. Y tu madre te adora. Incluso cuando... montas un numerito. Y no es necesario ningún numerito.

—¿Por qué no? —espetó Nathan.

—Porque les hace felices. Anita, Marty, Catherine, Marco —explicó Sarah—. Todos los demás asuntos no tienen importancia. Y te diré algo en lo que deberías pensar más detenidamente: la única meta que vale la pena es el amor.

Catherine se sintió repentinamente avergonzada cuando Marco entró en la habitación. Se había sentado en la cama a esperar, luego se puso de pie para alisarse el vestido cóctel color violeta, se acercó al espejo para comprobar que no tuviera marcas de lápiz de labios en los dientes y volvió a sentarse. Se levantó otra vez. Entonces fingió que miraba distraídamente por la ventana los taxis que avanzaban a través de los montones de nieve. Decidió que cuando Marco entrara ella se daría la vuelta despacio, con aire despreocupado. Como si no hubiera estado mirando cómo pasaban los minutos en rojo en el radio despertador de Sarah.

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