—¿Y... estás ahí mamá? —preguntó Ginger con un bostezo, claramente exhausta tras el duro trabajo de pasar lista con lápices de colores y dibujos.
—Sí, y Lucie Brennan dice que ya es hora de irse a la cama, jovencita —respondió Lucie. No había previsto que con casi cincuenta años pudiera ser madre de una niña de siete además de estar cuidando de su madre anciana que luchaba contra la demencia. Pero así era cada día para Lucie, una directora de vídeos y películas que hacía de todo: desde documentales a vídeos musicales pasando por anuncios. Tejedora ávida, un día de hacía ya mucho tiempo, durante su fase de los jerséis de pescador, había pasado por la tienda de lanas para comprar una madeja de merino color
beige
, y terminó sentada en una mesa muy parecida a la que estaba en aquel momento para seguir trabajando en su labor. Y al igual que las demás, siguió viniendo. Un viernes tras otro.
Lo que Lucie descubrió en aquella tienda pequeña situada en un primer piso sobre la avenida Broadway con la Setenta y siete, fue la verdadera y absoluta amistad que necesitaba para entender quién era. A su vida siempre le había faltado algo pero no supo qué hasta que lo encontró: comunidad. Mujeres fuertes e inteligentes que la apoyaban cuando lo necesitaba y que la llamaban cuando era necesario.
Lucie arropó a su hija por teléfono en tanto que las demás integrantes de El club de los viernes —Anita, Catherine, Dakota, Lucie, Peri, Darwin y K.C.— se congregaban en torno a la mesa y empezaban, como solían hacer, a hablar todas al mismo tiempo. Todas escuchaban pero ninguna de ellas oía ni una sola palabra. Daba igual. En cuestión de minutos volverían a empezar, una a una. Pero de momento, bastaba con saborear aquel refugio.
Uno tras otro, los tenedores dejaron de rozar los platos, las bocas dejaron de masticar y en la mesa se hizo el silencio. Las bandejas de pavo, arándanos y relleno de salchicha descansaban después de haber estado pasando de mano en mano entre los veinticuatro ávidos miembros de la familia Foster: abuelos, tíos y primos, todos apretujados en el salón rectangular del apartamento de dos dormitorios de James. El televisor grande seguía en la pared, pero casi todo el mobiliario se había retirado o utilizado para algo distinto, como los sillones azules y un banco pequeño de madera, que en aquellos momentos servían como asientos en la mesa. James había abordado el proyecto con visión de arquitecto y el domingo anterior había utilizado papel cuadriculado y mediciones para planificar la manera de meter a toda la familia en su casa.
Aunque según los parámetros de la ciudad de Nueva York el piso podía considerarse espacioso, no era lo bastante grande para albergar a un grupo tan grande. La planificación de James era una imitación del método que usaban sus padres en las fiestas para acoger en su casa a todos los primos y abuelos que podían. Cuando era joven le encantaban esas grandes reuniones, la sensación de poder que le daba pertenecer a una familia tan magnífica, bulliciosa y bien avenida como aquella. Quería crear algo parecido en su casa para Dakota. De manera que consideró la situación; cambió los muebles de sitio, colocó varias mesas plegables a continuación de ambos extremos de su mesa de acero y cristal, utilizó calces de madera y libros delgados para nivelarlo todo y a continuación cubrió todo el dispositivo con un mantel de hilo amarillo tremendamente largo que había encargado especialmente por internet. Su hija llevaba semanas tejiendo un tapete en colores de otoño y habían pedido a Anita y a Catherine que les prestaran platos, fuentes y copas de vino. Pensó que no tenía sentido comprar todos los accesorios cuando, una vez los invitados se hubiesen marchado, no volverían a utilizarse jamás.
James rara vez tenía invitados en su casa porque prefería mantenerla tan tranquila y privada como fuera posible, una costumbre que había adquirido desde que Dakota fue a vivir con él tras la muerte de Georgia. No es que se hubiera convertido en un monje precisamente, pero había logrado mantener su vida privada al margen de la familiar y no había introducido en la vida de su hija a ninguna de sus amigas. Desde un principio había decidido que no sería beneficioso para Dakota que le viera con nadie que no fuera su madre. Sin embargo, James no había pensado en un futuro a más largo plazo y no había elaborado un plan con lo que debería hacer cuando encontrara a alguien por quien sintiera un afecto sincero. Le parecía que era como si se moviera con sigilo, con miedo a que Dakota descubriera que tenía verdaderos sentimientos por otra mujer. Francamente, a él también lo tenía un poco desconcertado. Y, además, no parecía adecuado abordar el tema de una nueva relación ahora que habían llegado las fiestas. Lo mejor era que las cosas siguieran como siempre.
Sin embargo, aquella noche su apartamento había sido cualquier cosa menos el lugar tranquilo de costumbre. Y él se había divertido enormemente.
James suspiró, aunque para ser sincero consigo mismo, de lo que tenía ganas era de eructar. Quizá hacer un poco de espacio ahí abajo. La comida de Acción de Gracias que Dakota había preparado estaba deliciosa. Había demasiada, por supuesto. Pero eso también formaba parte de la tradición.
—Coma alimenticio —anunció Dakota con satisfacción al observar que su padre se recostaba en la silla y su abuelo empezaba a cabecear con el sueño tirándole de los párpados mientras seguía sentado a la mesa—. No se me ocurre mejor cumplido que este.
Había hecho la cena ella sola, y lo había conseguido durmiendo solo unas pocas horas una vez que hubo terminado de prepararlo todo para la gran noche de Peri con los padres de su novio. En el interior del armario y del frigorífico de Peri había pegado con cinta adhesiva las instrucciones detalladas para calentar la comida, repletas de advertencias de no utilizar papel de aluminio en el microondas y de comprobar que no hubiese pelusas en el horno antes de encenderlo. Incluso había dejado dos pasteles de calabaza recién hechos sobre la mesa de centro del salón y luego, exhausta, había parado un taxi para que la llevara de vuelta a casa de su padre. Durante la semana, Dakota tenía una habitación en la residencia universitaria pero los fines de semana seguía quedándose a dormir en la ciudad, adonde iba para las reuniones del club y para trabajar unas horas en la tienda. El ritmo era extenuante, pero valía la pena con tal de poner en marcha su propia cafetería. Sabía que las prácticas que iba a realizar dentro de poco supondrían un espaldarazo a su carrera. Claro que solo había preparado una comida para sus parientes hambrientos.
La que llegó demasiado pronto el jueves por la mañana fue Catherine, quien ayudó a poner la mesa a James y molestó a la cocinera que intentaba echar una cabezada en el sofá después de haber pelado todas las patatas y empezado a asar el pavo.
En el ágape de Acción de Gracias de los Foster, y una Walker, Catherine era la única persona que no pertenecía a la familia, un hecho en el que no había pensado cuando aceptó agradecida la invitación. Todas las del club tenían planes: a Marty le parecía que Anita y él debían pasar el día del pavo con su sobrina en la casa familiar de ladrillo rojizo, y Lucie y Darwin estarían en sus dúplex de Nueva Jersey, haciendo de anfitrionas de los hermanos mayores de Lucie y sus respectivas familias. Lo bueno para ambas era que aunque la madre de Lucie, Rosie, hubiera perdido muchas de sus funciones mentales, mantenía una fuerte habilidad para recordar viejas recetas. Tenían pensado hacer un pavo, por supuesto, acompañado de la lasaña de Rosie y de adobo casero. Le habían dicho que Ginger llevaría una silla cómoda para que Rosie pudiera dirigir a las cocineras, pidiendo que echaran más sal o menos pimienta. Al recordar a Lucie hablando de los preparativos para la comida en su casa, Catherine se inspiró, sacó un taburete de la cocina y se sentó para ofrecer sus comentarios. Pero tanto ella como Dakota sabían que no tenía mucho que aportar. La experiencia culinaria de Catherine se limitaba a encargar la comida y comérsela.
—¿Has puesto tomate en la ensalada? Me encantaban los tomates de Italia —dijo Catherine, quien por un momento se ensimismó pensando en una memorable comida al aire libre con Marco, con vistas a los campos, y en cómo había terminado con jugo de tomate en lugares innombrables—. ¿Sabes lo que más me gustaba de todos modos? Comer fuera, al aire libre.
—Ah... ¿Es que en Nueva York no hay aire libre? —preguntó Dakota, cuyo tono de burla quedó velado al inclinarse para oler el aroma de la salsa de arándanos y naranja que hervía a fuego lento. Ya estaba muy acostumbrada a los discursos de Catherine sobre por qué Italia era el lugar más maravilloso de todos. El amor la había ablandado y de vez en cuando la hacía hablar efusivamente—. Vamos —la reprendió Dakota—, estoy segura de que sí lo hay. Aunque yo nunca tengo tiempo para esa clase de lujos.
—Estás de mal humor porque te matas trabajando —dijo Catherine al tiempo que abría el frigorífico en busca de algo sabroso. Alzó un
tupperware
hacia la luz para ver lo que había guardado dentro—. Lo que necesitas son unas vacaciones.
—En Italia, sin duda —repuso Dakota con el ceño fruncido, concentrada en remover—. Lo que de verdad necesito es hacer muchos más pasteles. —Dio media vuelta apartándose de los fogones para darle a probar a Catherine y observar atentamente su reacción.
Catherine puso mala cara.
—¿Qué le pasa?
—Nada, está delicioso —respondió Catherine, y le pellizcó la mejilla porque sabía que eso le molestaba—. Solo te estaba tomando el pelo. Te estás volviendo muy seria.
Dakota cogió una cuchara limpia y removió la salsa.
—Tengo muchas cosas que hacer en mi vida —dijo, dejando el resto de la frase en el aire a sabiendas de que Catherine lo entendía. Su madre había muerto antes de cumplir los cuarenta, lo cual había dejado a Dakota con una sensación... no, con el temor de que nada podía esperar. Todo tenía que ser ya, ya, ya. Sus amigos de la universidad podían salir disparados a esquiar durante las vacaciones, pero ella prefería muchísimo más quedarse para aprender y trabajar. Era otra de las cosas que le había dado su madre: saber apreciar el valor del esfuerzo. De la dedicación. De reconocer que, en ocasiones, los sacrificios eran necesarios y apropiados.
—¿Sabes qué? —añadió, intentando mostrarse más despreocupada—. Estoy de buena racha: el chef del hotel V de Roma me ha conseguido un puesto en la cocina de aquí, de Nueva York, durante las vacaciones.
—Pero no por Navidad —dijo Catherine.
—Sí, por Navidad —se burló Dakota—. Es una gran oportunidad poder entrar ahí. No cumplo mi programa y veo si les puedo hacer un hueco. Es al revés.
—Y ¿qué dice tu padre? —preguntó Catherine, que sacó un cuchillo con la idea de cortar un pedazo de un pastel que se estaba enfriando en una rejilla.
—¡Eso es para el postre! —gritó Dakota, y a continuación bajó la voz—. No se lo he dicho. Todavía no. Pero hoy vamos a tener una gran cena de Acción de Gracias, de modo que no es necesario que lo sepa hasta dentro de un mes. ¿De acuerdo?
—De acuerdo... —asintió Catherine sin mucho convencimiento—. Es por eso que una buena parte del país hace dos grandes cenas prácticamente seguidas. Dakota, todo el mundo sabe que las fiestas son para estar con la familia. De eso se trata.
De hecho, ella había estado tachando los días de su calendario porque sabía que Marco iba a traer a toda su familia para Janucá y para la boda de Anita.
—Bueno, alguien tiene que hacer la comida —dijo Dakota con calma, abrió el frigorífico y cambió de lugar algunas cosas de una balda para mostrar un pastel de calabaza que ya estaba cortado, puesto que su padre lo había probado en el desayuno. Le señaló el medio pastel a Catherine y sacó una enorme cucharada de crema batida con vainilla—. De lo contrario, ¿cómo conseguiríais las flacas como tú vuestro suministro anual de calorías?
Dakota se recreó en la manera en que Catherine cerraba los ojos en delicioso éxtasis mientras se zampaba el trozo de pastel con su especiado relleno de calabaza; en la manera en que se descamaba la corteza en cuanto la tocaba el tenedor. A Dakota le gustaba hacer punto. Le gustaba viajar. Pero, sin duda, le encantaba ver a las demás personas atacar su comida, le encantaba la forma en que suspiraban y se relajaban tras un solo bocado. Este era su don. Su magia.
Claro que estaría mucho mejor hacer el vago durante las próximas fiestas de Navidad, andar por ahí con su padre y su tío Donny. Él siempre había hecho que los viajes a Pensilvania fueran memorables. Las pasaba a recoger por la tienda para emprender el camino hacia la granja. Más adelante, tras la muerte de Georgia, hizo una bola gigante de nieve en los campos, lejos de la casa, le dio un bate de béisbol y le ofreció un poco de intimidad para desahogar su frustración a golpes. Para gritar, llorar y soltar toda la rabia que sentía por... bueno, por todo. El tío Donny, el hermano menor de su madre, era de esa clase de tipos. Se daba cuenta de las cosas sin montar escándalos. Se mantenía en un segundo plano pero aun así también tenía un papel que jugar.
Pero bueno, Dakota sabía que pasar la Navidad en Pensilvania no iba a acercarla a alcanzar sus metas profesionales. Algunas personas podían permitirse el lujo de tomarse las cosas con calma. Ella no. Ella no podía esperar. No era tan tonta como para correr esos riesgos. Como para hacer suposiciones.
—Necesito echarme una siesta, de verdad —dijo entonces Catherine, y se secó los labios con una servilleta que dejó junto a su plato en la mesa preparada para la cena de Acción de Gracias.