Si es la primera vez que se acercan a las aventuras de los Vorkosigan, les daré, para terminar, la más calurosa bienvenida al maravilloso mundo del «bajito» Miles. Si son ustedes lectores asiduos de la serie, reconocerán conmigo que Lois McMaster Bujold lo ha logrado otra vez. Pasen y diviértanse de nuevo
.
MIQUEL BARCELÓ
A Jim y Toni
—¿Cómo era? ¿«La diplomacia es el arte de la guerra llevado a cabo por otros hombres» —preguntó Iván— o al revés? ¿«La guerra es la diplomacia…»?
—«Toda diplomacia es una continuación del arte de la guerra por otros medios» —recitó Miles—. Chou En Lai, siglo XX. Tierra.
—Ey, ¿qué eres? ¿Un diccionario de citas ambulante?
—Yo no, pero el comodoro Tung sí. Colecciona Dichos de Antiguos Sabios Chinos y me obliga a memorizarlos.
—Y el viejo Chou, ¿era diplomático… o soldado?
El teniente Miles Vorkosigan meditó la respuesta.
—Supongo que fue diplomático.
Los cinturones de seguridad de Miles lo sujetaron: se estaban encendiendo los cohetes. El vehivaina personal donde viajaban él e Iván, uno frente al otro en solitario esplendor, se inclinó hacia un costado. Los dos asientos ocupaban los lados del corto fuselaje. Miles estiró el cuello para echar un vistazo por encima de los hombros del piloto: quería ver el planeta que giraba más abajo.
Eta Ceta IV, corazón y mundo madre del floreciente imperio cetagandano. Miles estaba seguro de que ocho planetas desarrollados y el mismo número de dependencias aliadas y gobiernos títere podían ser definidos como un imperio extenso según los parámetros de cualquier observador. Claro que eso no significaba que los ghemlores cetagandanos no quisieran expandirse un poco más, a expensas de sus vecinos, a ser posible.
Pero a pesar de la gran extensión del país, las naves militares cetagandanas sólo podían pasar de una en una en los saltos de agujero de gusano. Como todo el mundo.
El problema era que algunos tenían naves
enormes
, mierda.
La irisada línea nocturna se deslizaba a lo largo del borde del planeta mientras el vehivaina personal seguía recorriendo las órbitas que lo llevaban de la nave correo imperial de Barrayar, que acababan de dejar, a la estación de transferencia cetagandana que los esperaba más abajo. La noche tenía un brillo impresionante. Los continentes estaban bañados con una lluvia de motas luminosas, como iluminados por las hadas. Miles tenía la impresión de que era posible leer bajo el brillo de aquella civilización, como bajo la luz de una luna llena. Barrayar, el planeta madre que compartía con Iván, se le antojaba de pronto como una vasta tela absolutamente negra, con sólo algunas chispas de ciudades aquí y allá. El bordado de alta tecnología de Eta Ceta era claramente… barroco. Sí, una esfera con demasiada ropa encima, como una mujer recargada de joyas. De mal gusto, pensó Miles, tratando de convencerse a sí mismo.
No soy un patán provinciano. No me dejaré impresionar. Soy lord Vorkosigan, noble y oficial
.
Claro que el teniente lord Iván Vorpatril también lo era, pero eso no llenaba de confianza a Miles. Miró a su primo, que también estiraba el cuello, los ojos ávidos, los labios entreabiertos, bebiendo la imagen de su destino, allá abajo. Por lo menos, Iván tenía el aspecto de un oficial diplomático: alto, de cabello negro, atildado, una sonrisa fácil siempre marcada en su atractivo rostro. El uniforme verde de fajina le sentaba de maravilla. La mente de Miles se deslizó, con la insidiosa facilidad de las malas costumbres, a una comparación llena de envidia.
Miles tenía que hacerse los uniformes a medida, y en lo posible trataba de disimular los graves defectos de nacimiento que tantos años de tratamientos médicos habían intentado corregir. En realidad, debería dar gracias de que los meds hubieran conseguido tanto con tan poco. Después de toda una vida de enfermerías, medía un metro cuarenta, era jorobado y de huesos frágiles, pero todo eso era mejor que tener que esperar a que otra persona lo arrastrara de un lado a otro sobre un carrito de cuatro ruedas. Claro, claro…
Sí, ahora podía estar de pie, caminar, correr si era necesario, con los hierros en las piernas y todo. Seguridad Imperial de Barrayar no le había contratado por su belleza, gracias a Dios, sino por su inteligencia. Sin embargo, se le ocurrió la morbosa idea de que lo habían mandado a ese circo para que la imagen de Iván destacara en comparación con la suya. SegImp no le había dado ninguna misión interesante en Cetaganda a menos que el cortante « ¡y no te metas en líos!» de Illyan, jefe de Seguridad, pudiera considerarse un encargo secreto.
Por otra parte, tal vez habían mandado a Iván sólo como figurín, para que Miles pareciera en comparación más inteligente. Esta idea lo confortó.
Ahí estaba la estación de transferencia orbital, justo a tiempo. Ni siquiera el personal diplomático bajaba directamente a la atmósfera de Eta Ceta. Hubiera significado una transgresión de la etiqueta, y seguramente merecería una advertencia administrada con fuego de plasma. Sí, Miles tenía que admitir que la mayoría de los mundos civilizados tenía reglas similares, aunque fuera sólo para impedir contaminaciones biológicas.
—Me pregunto si la muerte de la emperatriz viuda se debió a causas naturales… —dijo Miles, por decir algo. Después de todo, no podía esperar que Iván tuviera una respuesta para eso—. Fue tan repentina…
Iván se encogió de hombros.
—Era una generación mayor que el Gran Tío Piotr y eso que él era viejo de solemnidad. Me ponía muy nervioso cuando era chico. Lo que dices es una atractiva teoría paranoica, pero no lo creo.
—Lamento decir que Illyan está de acuerdo contigo, o no nos habría dejado venir a nosotros. Hubiera sido mucho menos aburrido si el muerto fuera el emperador, en lugar de una ancianita balbuceante.
—Pero entonces no estaríamos aquí —señaló Iván con una lógica aplastante—. Estaríamos de guardia en un puesto defensivo mientras las facciones de los candidatos discutían el problema de la sucesión en una gran pelea. Esto es mucho mejor. Viajes, vino, mujeres, canciones…
—Es
un funeral de
estado, Iván.
—La esperanza es lo último que se pierde, ¿no es cierto?
—De todos modos, se supone que debemos limitarnos a observar. Observar e informar. Qué y por qué, no lo sé. Illyan me lo dejó muy claro: espera informes por escrito.
Iván gruñó.
—Cómo pasé las vacaciones, por el pequeño Iván Vorpatril, veintidós años. Es como volver a la escuela.
Miles cumpliría veintidós años unos meses después que Iván. Si esa soporífera misión terminaba a tiempo, Miles volvería a casa para la fiesta. Sería un buen cambio. Una idea agradable. Le brillaron los ojos en la oscuridad.
—Pero podría ser divertido, adornar algunos hechos para Illyan. ¿Por qué redactan todos los informes oficiales en ese estilo seco y aburrido? —se quejó Miles.
—Porque los generan cerebros secos y aburridos. Mi primo, el escritor frustrado… No te dejes llevar por el entusiasmo. Illyan no tiene sentido del humor: eso lo descalificaría para el trabajo.
—No estoy tan seguro… —Miles miró adelante mientras el vehivaina seguía el vuelo que le habían asignado como una aguja que borda un dibujo. La estación de transferencia flotó a un costado, vasta como una montaña, compleja como un diagrama de circuitos—. Hubiera sido interesante conocer a la vieja cuando estaba viva. Esa mujer fue testigo de gran parte de la historia, un siglo y medio de historia. Aunque fuera desde el ángulo un poco extraño del serrallo de los hautlores.
—No habrían dejado que se le acercaran unos bárbaros de baja estofa como nosotros…
—Mmm. Supongo que no. —El vehivaina se detuvo un instante, y una enorme nave cetagandana marcada con la insignia de uno de los gobiernos de los planetas exteriores pasó por su lado como un fantasma y los adelantó mientras hacía maniobras con ese cuerpo monstruoso que atracaría con un cuidado exquisito—. Se supone que todos los gobernadores de las satrapías de los hautlores (y sus comitivas, claro) se reunirán aquí para el sepelio. Apuesto a que Seguridad Imperial cetagandana se está divirtiendo mucho.
—Es que si viene un gobernador, supongo que el resto tiene que venir por narices. Para vigilarse mutuamente. —Iván enarcó las cejas—. Debe de ser todo un espectáculo. La ceremonia como expresión artística. Mierda, hasta sonarse la nariz es un arte para los cetagandanos. Seguramente lo hacen para poder burlarse de los demás cuando se equivocan. La superioridad elevada a la enésima potencia.
—Eso es lo único que me convence de que los hautlores todavía son humanos: a pesar las manipulaciones genéticas, quiero decir.
Iván hizo una mueca.
—Para mí, un mutante voluntario sigue siendo un mutante. —Desde su altura miró la silueta súbitamente tensa de su primo, carraspeó y trató de encontrar algo interesante que ver fuera de la nave.
—Eres tan diplomático, Iván… —dijo Miles a través de una sonrisa tensa—. Trata de no desatar una guerra con tu… bocaza, ¿eh? —
Una guerra
Civil
o de cualquier otro tipo
.
Iván se encogió de hombros para desembarazarse del mal momento. El piloto del vehivaina, un sargento tec de Barrayar enfundado en uniforme de fajina negro, deslizó su pequeña nave hacia el receptáculo de embarque con exactitud y facilidad. La imagen del exterior se redujo a una penumbra vacía. Parpadeos de luces de control que les dieron la bienvenida con alegría; servofrenos que chillaron cuando los portales de tubo flexible se pusieron paralelos a la nave y se conectaron. Miles soltó los cinturones de seguridad un segundo después que Iván: una forma de fingir indiferencia o
savoir faire
o algo. Ningún cetagandano iba a descubrirlo con la nariz apretada a la ventanilla como un perrito impaciente. Él era un Vorkosigan. Pero el corazón le latía desbocado.
El embajador barrayarés lo estaría esperando. Se llevaría a sus dos huéspedes de alto rango y les indicaría cómo seguir adelante. Por lo menos, eso era lo que Miles esperaba y repasó mentalmente los saludos militares y civiles adecuados y el mensaje de su padre, memorizado con tanto cuidado hacía unos días.
El cierre dio una vuelta y a la derecha del asiento de Iván se abrió la compuerta del costado del casco.
Un hombre se precipitó al interior, se detuvo bruscamente frente a la gran llave de la compuerta y los miró con los ojos muy abiertos, jadeando ansiosamente. Movía los labios pero Miles no estaba seguro de si lo que oía era una maldición, una plegaria o un intento de alguna otra cosa.
El hombre era viejo pero no frágil, de hombros anchos y por lo menos tan alto como Iván. Usaba lo que Miles clasificó provisionalmente como el uniforme de los empleados de la estación, gris metálico y malva. Un cabello fino y blanco le flotaba sobre la cabeza, pero el rostro estaba totalmente desprovisto de vello: no tenía barba, ni cejas, ni siquiera pestañas. De pronto, puso la mano en el bolsillo izquierdo, sobre el corazón.
—¡Arma! —gritó Miles para advertir a los demás. El piloto del vehivaina dio un salto, pero aún se estaba desabrochando los cinturones de seguridad. Miles no estaba físicamente equipado para atacar, pero los reflejos de Iván eran como una máquina bien engrasada gracias al entrenamiento y al combate real. Lord Vorpatril ya estaba en movimiento: rotaba sobre su propio punto de contacto con una mano sujeta a un asidero, para interceptar al intruso.
El combate cuerpo a cuerpo es siempre increíblemente incómodo y torpe en caída libre, en parte porque hay que aferrarse con fuerza al oponente. Los dos hombres terminaron en una lucha directa. El intruso no se aferraba al chaleco, sino al bolsillo derecho del pantalón de Iván, pero éste consiguió arrebatarle el brillante destructor nervioso de un solo golpe.
El destructor se alejó flotando hacia el otro lado de la cabina, convertido en amenaza para todos los que se encontraban a bordo.
A Miles siempre lo habían aterrorizado los destructores nerviosos, pero nunca como proyectiles. Tuvo que dar dos saltos retorcidos para poder atraparlo en el aire sin que se disparara accidentalmente ni lastimara a Iván. El arma era pequeña, pero estaba cargada y era mortal.
Mientras tanto, Iván había pasado detrás del viejo y trataba de aferrarlo por los brazos. Miles aprovechó el momento para hacer un intento de apoderarse de la segunda arma. Abrió el chaleco malva y buscó el bulto dentro del bolsillo interno. Se le cerraron los dedos sobre un cilindro corto que identificó como una picana.
El hombre gritó y se sacudió violentamente. Muy asustado y no del todo seguro de lo que había hecho, Miles se alejó de la pareja de luchadores con un empujón y se escondió con prudencia detrás del piloto. El alarido mortal del hombre le hizo pensar que tal vez le había sacado al viejo la fuente de energía del corazón artificial o algo así, pero su enemigo seguía peleando, así que no podía ser tan fatal como parecía.
El intruso se zafó de la presa de Iván y retrocedió hacia la compuerta. De pronto, se produjo una de esas extrañas pausas que se dan a veces en combate cerrado y todos trataron de recuperar el aliento y controlar el flujo de adrenalina al riego sanguíneo. El viejo miró el puño de Miles, cerrado sobre el cilindro, y su expresión cambió de miedo a… ¿acaso esa mueca era un gesto de triunfo? Claro que no, imposible… ¿Inspiración y locura, entonces?
Solo contra muchos ahora que el piloto se había unido a la refriega, el intruso retrocedió, se tambaleó hacia el tubo flexible y se dejó caer en el compartimiento de embarque que había detrás. Miles corrió torpemente para seguir a Iván, que había empezado la persecución, y llegó justo a tiempo para ver cómo el intruso, de pie en el campo de gravedad artificial de la estación, levantaba la bota y golpeaba a su primo en el pecho. El joven retrocedió hacia el portal. Para cuando Miles e Iván lograron desengancharse uno de otro y el jadeo de Iván dejó de ser alarmante, el viejo ya había desaparecido. Los pasos se oían cada vez más lejanos en el compartimiento. ¿Qué salida había…? El piloto del vehivaina, después de asegurarse de que sus pasajeros estaban temporalmente a salvo, se apresuró a contestar la alarma de su comu.
Iván se levantó, se sacudió y miró a su alrededor. Miles lo imitó. Estaban en un compartimiento de carga, pequeño, sucio, mal iluminado.
—Si ése era el inspector de aduanas, estamos en un buen lío —dijo Iván.