Cetaganda (5 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Cetaganda
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—No estoy… en eso —dijo Miles—. A pesar de que necesitaría saberlo y todo eso…

—Pero supongo que entiende el panorama estratégico de la cuestión.

—Ah, sí, eso sí.

—Y… los rumores de las clases altas no siempre están tan guardados como debieran. Ustedes dos tal vez oigan algo interesante en la fiesta de hoy. Informen al jefe de protocolo, el coronel Vorreedi. Él también les proporcionará información en cuanto vuelva. Que él decida después qué es importante y qué no. —
Control
. Miles hizo un gesto a Iván, quien se encogió de hombros como si reconociera la verdad de lo que había dicho su primo—. Ah, y traten de no soltar más información de la que reciban, ¿eh?

—Bueno, yo estoy tranquilo —dijo Iván—. No sé nada. —Sonrió con alegría. Miles trató de no hacer una mueca de vergüenza o mascullar algo como
Eso ya lo sabemos, Iván
.

Todas las delegaciones de los planetas exteriores se alojaban en la misma sección de la capital, así que el viaje fue corto. El auto de superficie descendió a nivel de la calle y redujo la velocidad. Entró en el garaje del edificio de la embajada marilacana y se detuvo frente a una entrada profusamente iluminada, un escenario que parecía menos subterráneo de lo que era gracias a las superficies de mármol y las plantas decorativas que colgaban en tubos o macetas. El auto se abrió. Los guardias de la embajada de Marilac se inclinaron frente al grupo barrayarés, que se dirigió hacia los tubos elevadores. Además de hacer reverencias, habían examinado a los invitados discretamente con los rastreadores, de eso no cabía duda alguna. Era evidente que Iván había tenido el acierto de dejar el destructor nervioso en el cajón de su escritorio.

Salieron del tubo elevador a un vestíbulo ancho que daba a varios niveles de áreas públicas conectadas, ya ocupadas por los invitados. El volumen de las conversaciones era alto e invitador. En el centro de la habitación destacaba una gran escultura multimedia, una escultura real, no una proyección. Una cascada de agua brillante caía por una fuente que parecía una montaña pequeña surcada de senderos por los que se podía transitar. Unos copos irisados se arremolinaban en el aire sobre aquel laberinto en miniatura formando túneles delicados. Por el color verde, Miles supuso que representaban las hojas de los árboles de la Tierra incluso antes de acercarse lo suficiente como para distinguir los detalles realistas. En ese momento, los colores empezaron a cambiar, y pasaron de veinte verdes diferentes a amarillos, dorados, rojos y cobrizos brillantes. A medida que giraban parecían formar esquemas fugaces, caras y cuerpos humanos, sobre un fondo de sonidos vibrantes como el de los carillones de viento. ¿Pretendían que hubiera caras y música, o era sólo un truco para que el cerebro del espectador proyectara imágenes coherentes sobre el azar absoluto? Esa incertidumbre sutil atrajo a Miles.

—Eso es nuevo —comentó Vorob'yev, atraído también—. Muy bonito… Eh, buenas noches, embajador Bernaux.

—Buenas noches, lord Vorob'yev. —El anfitrión de cabello plateado intercambió una cordial inclinación de cabeza con su colega de Barrayar—. Sí, nos gustó bastante. Es un regalo de un ghemlord local. Todo un honor. Se llama «Hojas de otoño». Mi personal de códigos estuvo tratando de descifrar el nombre durante medio día y finalmente decidieron que significaba «Hojas de otoño».

Los dos hombres rieron. Iván sonrió sin entusiasmo: no entendía del todo el chiste local. Vorob'yev los presentó formalmente al embajador Bernaux, que se atuvo a los rangos y a las edades con elaborada cortesía. Les ofreció una explicación sobre los sitios donde se comía y se excusó. Era el efecto «Iván», decidió Miles con rabia. Subieron las escaleras hacia una de las mesas, y los embajadores, ahora que ellos estaban lejos, empezaron a intercambiar comentarios privados y complejos. Probablemente era sólo amabilidad y contactos sociales, pero…

Miles e Iván probaron los entrantes, refinados pero abundantes y fueron a buscar una bebida. Iván eligió un prestigioso vino marilacano; Miles, consciente de la hoja labrada que llevaba en el bolsillo, prefirió café solo. Se separaron con un gesto leve y circularon por la fiesta cada uno a su aire. Miles se reclinó sobre la barandilla que daba sobre el vestíbulo de los tubos elevadores. Tomó traguitos cortos de la taza frágil que tenía entre las manos y se preguntó dónde estaría oculto el circuito que mantenía la temperatura del líquido —ah, ahí, en el fondo, entretejido en el brillo metálico del sello de la embajada marilacana—. «Hojas de otoño» se estaba helando hacia el final de su ciclo. El agua de las fuentes se congelaba, o parecía que se congelaba, convertida en hielo negro y silencioso. Los colores aéreos se desvanecieron hasta convertirse en amarillo sepia y gris plateado, colores de un atardecer invernal, y las figuras que formaban, si es que eran figuras, sugerían desesperación y muerte. La música de campanillas se desvaneció hasta convertirse en susurros discordantes, quebrados. No era un invierno de nieve y celebración. Era el invierno de la muerte. Miles se estremeció.
Mierda, qué efectivo
.

Así que… ¿cómo empezar a hacer preguntas sin revelar nada a cambio? Se imaginó acorralando a un ghemlord.
Diga, ¿alguno de sus ministros perdió una llave en código con un sello como éste?
No, no. Lo mejor era que sus… adversarios lo abordaran a él, pero se estaban tomando demasiado tiempo y ya empezaba a aburrirse. Paseó la mirada sobre la multitud buscando hombres sin pestañas… y no los encontró.

Iván ya había encontrado a una mujer hermosa. Miles parpadeó al advertir su extremada belleza. Era alta y delgada, la piel de las manos y la cara tan suave y delicada como la porcelana. Unas bandas enjoyadas le sujetaban el cabello rubio, casi blanco, a la altura del cuello y luego más abajo, en la cintura. La sedosa y brillante melena le llegaba casi a las rodillas. El vestido escondía más de lo que mostraba, con capas y más capas de tela, mangas abiertas y chalecos que le llegaban a los tobillos. Los tonos oscuros de la ropa de las capas superiores acentuaban la palidez de la piel, y un brillo de seda cerúlea repetía el azul de sus ojos. Era una ghemlady de Cetaganda, de eso no cabía la menor duda: tenía ese aire de gnomo que sugería la existencia de genes hautlord en el árbol genealógico. También cabía en lo posible que ella hubiera imitado ese aire mediante cirugía y otras terapias, pero el arrogante arco de las cejas tenía que ser auténtico.

Miles olió las feromonas del perfume de la mujer a más de tres metros de distancia. El perfume le pareció innecesario. Iván ya estaba lanzado. Con un brillo de codicia en sus ojos oscuros, decantaba alguna historia en la que había tenido un papel heroico o al menos protagonista. Algo sobre ejercicios y entrenamiento, ah, claro, para enfatizar el estilo marcial barrayarés. Venus y Marte, por supuesto. Pero ella estaba sonriendo, sí, sonriendo con las palabras de su primo.

No era que Miles, por envidia, quisiera negarle a Iván su suerte con las mujeres. Simplemente le hubiera parecido bien que de vez en cuando, le correspondiera parte de las piezas sobrantes de la cacería. Aunque, según Iván, cada uno tenía que labrarse su propia suerte. El adaptable ego de Iván podía absorber una docena de rechazos esa noche con la esperanza de recibir el premio de una sonrisa al cabo de largo tiempo. Miles pensaba que él se habría muerto de mortificación en el Intento Número Tres. Tal vez la razón de esa sensibilidad era su naturaleza monógama.

Pero mierda, antes de pasar a mayores ambiciones, había que adquirir la monogamia y por ahora no había logrado unir ni una sola mujer a su maltrecha persona. Claro que sus tres años de operaciones secretas y todo el período confinado en el ambiente masculino de la academia militar habían limitado sus oportunidades.

Bonita teoría. ¿Y por qué las mismas condiciones no habían detenido a Iván?

Elena
… ¿En el fondo seguía deseando lo imposible? Miles juraba que no era tan exigente como Iván —no podía permitírselo—, pero incluso a esa hermosa ghem rubia le faltaba… ¿qué? La inteligencia, el control, el alma de peregrina… Elena había elegido a otro, y probablemente había hecho bien. Ya era hora de seguir adelante y labrarse su propia suerte. Sin embargo, hubiera deseado que la idea no le pareciera tan difícil.

Al cabo de un instante se acercó un ghemlord desde el otro extremo de la habitación, deteniéndose aquí y allí. Iba vestido de oscuro y con ropas muy amplias. Era joven, más o menos de su misma edad, calculó Miles. Tenía la cabeza cuadrada, con pómulos redondos y prominentes. Uno de ellos estaba maquillado con un adorno circular, una calcomanía, notó Miles, un remolino estilizado de color que identificaba el clan y el rango. Era una versión reducida de la pintura que usaban algunos de los cetagandanos en la cara, una moda pasajera que los mayores no veían con buenos ojos. ¿Había venido a rescatar a su dama de las atenciones de Iván?

—Lady Gelle —dijo y se inclinó levemente.

—Lord Yenaro —contestó ella con una inclinación de cabeza exactamente calculada, de lo cual Miles dedujo que: 1) ella tenía un estatus superior al del hombre en la ghemcomunidad y que 2) él no era el marido ni el hermano… Probablemente Iván estaba a salvo.

—Veo que ya descubrió usted a los exóticos galácticos que estaba buscando —dijo lord Yenaro.

Ella le sonrió. El efecto fue deslumbrante y Miles descubrió que, a pesar de que nunca lo conseguiría, estaba deseando que ella le sonriera. Lord Yenaro, sin duda inmunizado por una vida de exposición a las ghemladies, parecía indiferente.

—Lord Yenaro, le presento al teniente lord Iván Vorpatril de Barrayar y… y… —La muchacha parpadeó como para indicar a Iván que debía presentar a Miles, un gesto tan preciso e imperativo como si hubiera palmeado a Iván con un abanico.

—Mi primo, el teniente lord Miles Vorkosigan. —Iván suministró la información con suavidad, en el momento justo.

—Ah… ¡los enviados de Barrayar! —Lord Yenaro se inclinó más profundamente—. Es un placer.

Miles e Iván le devolvieron inclinaciones de cabeza no demasiado exageradas pero correctas. Miles se aseguró de que la suya fuera algo menos marcada que la de su primo, un detalle que probablemente no seria muy evidente desde donde se encontraba Yenaro.

—Tenemos una relación histórica, usted y yo, lord Vorkosigan —dijo Yenaro—. Antepasados famosos. —El nivel de adrenalina de la sangre de Miles se disparó hacia el infinito.
Ah, mierda, es pariente del ghemgeneral Estanis y piensa hacerle algo al hijo de Aral Vorkosigan
—. Usted es el nieto del general Conde Piotr Vorkosigan, ¿verdad?

Ah. Historia, sí, pero antigua…, no reciente. Miles se relajó.

—Cierto, cierto.

—Yo soy, en cierto modo, su oponente. Mi abuelo fue el ghemgeneral Yenaro.

—Ah, ¿el malogrado comandante de la …? ¿Cómo la llaman ustedes? ¿La… Expedición a Barrayar? ¿El Reconocimiento?

—El ghemgeneral que perdió la Guerra de Barrayar —dijo Yenaro con toda claridad.

—Pero Yenaro, ¿le parece necesario abordar este tema? —dijo lady Gelle.

Entonces, ¿esa mujer quería oír el final de la historia de Iván? ¿En serio? Miles habría podido contarle una mucho más graciosa, ambientada en la época de maniobras de entrenamiento, cuando Iván había guiado a sus hombres directo hacia una zona de barro pegajoso. Se hundieron hasta la cintura y después hubo que sacarlos a todos con una grúa-flotante…

—No estoy a favor de la teoría heroica del desastre —dijo Miles diplomáticamente—. El general Yenaro tuvo la desgracia de ser el último de cinco ghemgenerales que perdieron la Guerra de Barrayar y, por lo tanto, heredó todas las culpas.

—Ah, muy bien expresado —murmuró Iván.

Yenaro también sonrió.

—Si no entendí mal, esa cosa en el vestíbulo es suya, ¿verdad, Yenaro? —preguntó la chica, en un claro intento de cambiar de tema—. Un poco banal para su gente, ¿no? A mi madre le gustó.

—Es sólo una pieza práctica. —Una inclinación irónica de cabeza para esa crítica velada—. A los marilacanos les encantó. La verdadera cortesía considera los gustos del receptor. Tiene algunos niveles de sutileza que sólo se aprecian cuando se camina por dentro.

—Creía que estaba especializado en concursos de perfumes.

—Estoy ampliando mis intereses. Aunque sigo pensando que el olfato es un sentido más sutil que la vista. Cuando quiera, le prepararé una mezcla de perfumes, milady. Ese civeto-jazmín que lleva hoy no combina bien con el estilo formal de los tres niveles de su vestido. Bueno, no debería decirlo, supongo que usted ya lo sabe…

La sonrisa de ella se desvaneció.

—¿Usted cree?

La imaginación de Miles suministró la música de fondo, un quejido de espadas que se cruzan y un
¡Toma eso, bribón!
Miles suprimió una sonrisa.

—Hermoso vestido —Intervino Iván con rapidez—. Huele usted muy bien.

—Mm, sí, y hablando de su deseo de lo exótico —dijo lord Yenaro a lady Gelle—, ¿sabía que el nacimiento de lord Vorpatril fue biológico?

Las suaves cejas de la chica se encontraron en el centro de su frente. En aquel rostro perfecto apareció una levísima arruga.

—Todos los nacimientos son biológicos, Yenaro.

—Ah, no es eso. Me refiero al tipo original de biología. Del cuerpo de su madre…

—Eeeuuuu. —Lady Gelle frunció la nariz, horrorizada—.
Vamos
, Yenaro, no sea desagradable… Mamá tiene razón, un día de éstos usted y su grupito
avant-garde
irán demasiado lejos. Corre usted el peligro de convertirse en una persona poco recomendable… Eso cambiaría mucho su fama. —El disgusto iba directamente contra Yenaro, pero Miles advirtió que se alejaba un poco de Iván.

—Cuando la fama nos evita, hay que conformarse con llamar la atención —dijo Yenaro, encogiéndose de hombros.

Yo nací en un replicador. Miles pensó en decirlo con alegría, pero se contuvo. Lo cual demuestra que nunca se sabe. Si dejamos de lado el daño cerebral, Iván tuvo más suerte que yo

—Buenas noches, lord Yenaro. —Ella sacudió la cabeza y se fue con el aire de quien se despide para siempre.

Iván parecía destrozado.

—Muy bonita, lástima que no haya educado su mente… —murmuró Yenaro, como para acotar que el grupo estaba mejor sin esa compañía femenina. No obstante, parecía incómodo.

—Así que… eligió usted la carrera artística y no la militar, ¿eh, lord Yenaro? —Miles trató de romper el silencio.

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