—Me pareció que iba a dispararnos —dijo Miles.
—Pero gritaste antes de ver el arma.
—No fue por el arma. Fueron los ojos. Tenía la mirada de quien está a punto de hacer algo que lo asusta muchísimo. Y sí que sacó el arma.
—Después de que le saltamos encima, Miles. ¿Quién sabe lo que iba a hacer?
Miles giró sobre sus talones y examinó el entorno con más atención. No había ni un ser humano a la vista, ni un cetagandano, ni un barrayarés, absolutamente nadie.
—Algo anda muy mal aquí. Alguien está en el lugar equivocado, él o nosotros. Este compartimiento sucio no puede ser el puerto del vehivaina. Quiero decir, ¿dónde está el embajador de Barrayar? ¿Y la guardia de honor?
—¿Y la alfombra roja y las bailarinas? —suspiró Iván—. Pero si ese hombre hubiera querido asesinarte o secuestrar el vehivaina, debería haber entrado con el destructor nervioso en la mano.
—No era un inspector de aduanas. Mira los monitores —señaló Miles. Dos transmisores de vídeo, colocados estratégicamente en las paredes cercanas, colgaban del revés en el aire, arrancados de cuajo—. Los anuló antes de abordar. No entiendo. Los de Seguridad de la estación deberían haber caído como moscas… ¿Y si lo que andaban buscando era el vehículo, y no a nosotros? ¿Qué te parece?
—Te querían a ti, Miles. Nadie me perseguiría a mí…
—Ese hombre parecía más asustado que nosotros. —Miles reprimió un suspiro y deseó que el corazón le latiera un poco más lento.
—Habla por ti mismo —aclaró Iván—. A mí me asustó mucho, te lo aseguro.
—¿Estás bien? —preguntó Miles, un poco tarde—. Quiero decir, ¿tienes algún hueso roto o algo así?
—Estoy bien… ¿y tú?
—Yo estoy bien.
Iván echó una mirada a Miles, quien tenía el destructor nervioso en la mano derecha y el cilindro en la izquierda. Arrugó la nariz.
—¿Cómo has terminado con todas las armas en la mano?
—No… no sé… realmente… —Miles deslizó el pequeño destructor nervioso en el bolsillo del pantalón y sostuvo el cilindro misterioso bajo la luz—. Al principio creí que era una especie de picana, pero no. Es algo electrónico, pero no reconozco el diseño.
—Una granada —sugirió Iván—. Una bomba de tiempo. Pueden darle el aspecto que quieran, ya sabes…
—No lo creo.
—Señores. —El piloto del vehivaina sacó la cabeza a través de la compuerta—. El control de vuelo de la estación nos prohíbe que atraquemos aquí. Nos dicen que esperemos fuera. Quieren que salgamos inmediatamente.
—Ya sabía yo que no podía ser el lugar correcto —dijo Iván.
—Pero son las coordenadas que me dieron, señor —objetó el piloto, un poco molesto.
—No es culpa suya, sargento, estoy seguro —lo calmó Miles.
—Las órdenes de control de vuelo han sido tajantes. —La cara del sargento estaba tensa—. Por favor, señores…
Obedientes, Miles e Iván subieron otra vez al vehivaina. Miles volvió a ajustarse los cinturones con un gesto automático mientras en su cabeza se desataba un torbellino de suposiciones, tratando de encontrar una explicación para esa extraña bienvenida en Cetaganda.
—Creo que deliberadamente desalojaron esta sección de la estación —decidió en voz alta—. Te apuesto dólares betaneses a que la Seguridad cetagandana está haciendo una búsqueda cuidadosa de ese sujeto. Un fugitivo, por el amor de Dios. —¿Ladrón, asesino, espía? Las posibilidades eran tentadoras.
—De todos modos, estaba disfrazado —dijo Iván.
—¿Cómo lo sabes?
Iván se sacudió unos pelos finos y blancos de la manga.
—Esto no es pelo de verdad.
—¿En serio? —Miles estaba encantado. Examinó el mechón que le tendía Iván desde el otro lado del pasillo. Un lado estaba pegoteado de adhesivo—. Ajá…
El piloto recibió las nuevas coordenadas; el vehivaina flotaba ahora en el espacio a unos cien metros de la fila de compartimentos de embarque. No había otros vehivainas visibles.
—¿Informo de este incidente a las autoridades, señores? —El sargento estiró la mano hacia los controles del comu.
—Espere —dijo Miles.
—¿Señor? —El piloto lo miró por encima del hombro con expresión dubitativa—. Creo que deberíamos…
—Espere a que nos pregunten. Después de todo, no es cosa nuestra cubrir los errores de la Seguridad cetagandana, ¿no le parece? Que se preocupen ellos. El asunto no nos concierne.
El piloto esbozó una breve mueca y la suprimió enseguida, pero había sido suficiente: Miles supo que lo había convencido.
—Sí, señor —dijo el hombre, tomándolo como una orden y por lo tanto, como responsabilidad de lord Miles. No tenía nada que decir, él no era más que un simple sargento tec—. Lo que usted diga, señor.
—Miles —musitó Iván—, ¿qué estás haciendo, Dios mío?
—Observando —dijo Miles, severo—. Quiero ver la eficacia de Seguridad de esta estación cetagandana. Creo que Illyan querría que hiciéramos eso, ¿no te parece? Ah, no te preocupes… ya verás cómo vienen a interrogarnos y a llevarse todo esto, pero así al menos conseguiré algo de información. Tranquilo, Iván.
Iván se acomodó en el asiento, y su aire de preocupación se fue disipando a medida que transcurrían los minutos sin otra interrupción que el aburrimiento del viaje en el pequeño vehivaina. Miles examinó sus tesoros. El destructor nervioso era civil, cetagandano, de gran calidad. El hecho de que no fuera militar era raro: los cetagandanos no alentaban la posesión de armas personales letales entre la población civil. Pero ese aparato no tenía insignias especiales que lo identificaran como el juguete de algún ghemlord. Era simple y funcional, con el tamaño perfecto para llevarlo escondido.
El cilindro corto era todavía más raro. Incrustado en su carcasa transparente había una pieza brillante para parecía simplemente decorativa; Miles estaba seguro de que un examen microscópico le revelaría una gran densidad de circuitos. Uno de los extremos del aparato era simple, el otro estaba cubierto con un sello.
—Seguro que esto sirve para insertarlo en alguna parte —le dijo a Iván, dando vueltas el cilindro a la luz.
—Tal vez es un consolador —se burló Iván.
Miles soltó un resoplido.
—Con los ghemlores…, ¿quién puede estar seguro? Pero no, no lo creo.
El sello de la tapa tenía la forma de un pájaro con garras, de aspecto peligroso. En el centro de la figura brillaban líneas metálicas, conexiones de circuitos. En algún lugar, alguien tenía la pareja, una forma de ave con el pico abierto en un grito, un esquema lleno de códigos que liberaría la tapa para descubrir… ¿qué? ¿Otro esquema de códigos? Una llave para una llave… Era algo extraordinariamente elegante. Miles sonrió, fascinado.
Iván lo observó, inquieto.
—Vas a devolverlo, ¿verdad?
—Claro que sí, si me lo piden.
—¿Y si no te lo piden?
—Si no me lo piden, pienso quedármelo como recuerdo. Es demasiado bonito para tirarlo. Tal vez me lo lleve a casa, se lo regale a Illyan para que sus enanos de laboratorio de decodificación jueguen con él como ejercicio. Un jueguecito que les llevará un año por lo menos. No es cosa de aficionados, hasta yo me doy cuenta.
Antes de que Iván pudiera poner en palabras sus objeciones, Miles se abrió la guerrera y deslizó el aparato dentro del bolsillo que tenía junto al pecho. Ojos que no ven, corazón que no siente.
—Pero… ¿te gustaría quedarte con éste? —preguntó y entregó a Iván el destructor nervioso.
Iván quería quedárselo, eso era evidente. Aplacado por la división del botín, cómplice del crimen ahora, Iván hizo desaparecer el arma en su guerrera. Esa presencia secreta y siniestra junto a su pecho, calculaba Miles, serviría para mantener a su primo amable y preocupado en el siguiente encuentro con las autoridades.
Por fin, control de tránsito de la estación los envió hacia otro muelle. Atracaron en un compartimiento para vehivainas situado a dos puestos del que les habían asignado antes. Esta vez, la puerta se abrió sin incidentes. Iván dudó un instante y salió por el tubo flexible. Miles lo siguió.
Seis hombres los esperaban en una cámara gris casi idéntica a la primera, aunque más limpia y mejor iluminada. Miles reconoció inmediatamente al embajador barrayarés. Lord Vorob'yev era un hombre sólido, macizo, de unos sesenta años estándar, ojos atentos, sonriente y contenido. Usaba un uniforme de la Casa Vorob'yev, color burdeos con galones negros, bastante formal para la ocasión, en opinión de Miles. Estaba flanqueado por cuatro guardias en uniforme de fajina verde de Barrayar. Dos oficiales de la estación cetagandana, en uniformes malva y gris de estilo similar pero más complejo que el del intruso, esperaban de pie un poco apartados de los barrayareses.
¿Sólo dos hombres de la estación? ¿Dónde estaba la policía civil, los de inteligencia militar cetagandana o por lo menos agentes secretos de alguna de las facciones ghem? ¿Dónde estaban las preguntas que Miles había previsto y los encargados de hacerlas?
De pronto, se descubrió saludando al embajador Vorob'yev como si nada hubiera pasado, tal como había ensayado en un principio. Vorob'yev pertenecía a la generación del padre de Miles y en realidad había sido su emisario cuando el conde Vorkosigan todavía era Regente. Hacía ya seis años que Vorob'yev tenía ese conflictivo puesto, desde el momento en que había abandonado la carrera militar para dedicarse al servicio Imperial como civil. Miles resistió un deseo de saludarlo militarmente. Transformó ese deseo en una grave inclinación de cabeza.
—Buenas tardes, lord Vorob'yev. Mi padre le manda sus saludos personales y estos mensajes.
Entregó el disco diplomático sellado, acto que uno de los oficiales cetagandanos anotó en su informe.
—¿Seis bultos en el equipaje? —inquirió el cetagandano con un gesto de cabeza.
El piloto del vehivaina terminó de apilarlos sobre la plataforma flotante, hizo la venia a Miles y volvió a su nave.
—Sí, eso es todo —dijo Iván. Iván parecía nervioso y alerta, intensamente consciente del objeto que llevaba en el bolsillo, pero al parecer el oficial cetagandano no sabía interpretar la expresión de su primo tan bien como Miles.
El cetagandano hizo un gesto, el embajador miró a los guardias y asintió. Dos de ellos se separaron del resto para acompañar al equipaje en su viaje a través de la inspección de la estación. El cetagandano volvió a sellar el puerto y se llevó la plataforma flotante.
Iván la miró ir con ansiedad.
—¿Nos lo devolverán todo?
—Tardarán un tiempo. Siempre se producen algunos retrasos, aunque las cosas vayan según las reglas —dijo Vorob'yev con tranquilidad—. ¿Han tenido buen viaje, caballeros?
—Totalmente normal —dijo Miles antes de que Iván pudiera abrir la boca—. Hasta que llegamos aquí. ¿Es normal que los visitantes de Barrayar entren por este puerto de embarque, o nos asignaron a este lugar por alguna otra razón? —Mientras hablaba, no perdía de vista al otro oficial cetagandano para ver cómo reaccionaba.
Vorob'yev sonrió con amargura.
—Hacernos entrar por la puerta de servicio es una forma de jugar con nosotros, de reafirmar el estatus de Cetaganda. Tiene usted razón, es un insulto premeditado para distraernos. Yo dejé de distraerme hace años y le recomiendo que usted haga lo mismo.
El cetagandano no reaccionó. Vorob'yev lo trataba con menos respeto que a un mueble, consideración que el cetagandano retribuía actuando como un mueble. Parecía un ritual.
—Gracias, señor. Acepto su consejo. Ah… ¿usted también se retrasó? Nosotros sí. Nos dieron permiso para atracar una vez y después nos hicieron repetir la maniobra.
—La circulación está particularmente conflictiva en el día de hoy. Considérense afortunados, señores. Por aquí, por favor.
Iván miró a Miles con desesperación mientras Vorob'yev se daba la vuelta y Miles meneó la cabeza, un gesto breve.
Espera
…
Guiados por el oficial de la estación cetagandana, que avanzaba al frente con rostro inexpresivo, y flanqueados por los guardias de la embajada, los dos jóvenes acompañaron a Vorob'yev hacia arriba. Cruzaron varios niveles. El transbordador planetario de la embajada de Barrayar estaba esperándolos en un verdadero compartimiento de embarque de pasajeros. Tenía una sala de espera VIP como Dios manda con sistema de gravedad en el tubo flexible para que nadie tuviera que flotar durante el embarque. La escolta cetagandana se quedó allí. Una vez a bordo, el embajador pareció un poco más relajado. Acompañó a Miles e Iván hasta unos asientos lujosamente tapizados alrededor de una mesa de comuconsola. Hizo un gesto con la cabeza y un guardia les ofreció bebidas mientras esperaban el permiso de salida y el equipaje. Siguiendo los consejos de Vorob'yev aceptaron un vino barrayarés de una cosecha particularmente suave. Miles apenas si tomó un sorbo —quería tener la cabeza despejada—; Iván y el embajador hablaron sobre el viaje y sobre amistades comunes. Al parecer, Vorob'yev conocía personalmente a la madre de Iván. Miles ignoró la silenciosa invitación de Iván a sumarse a la charla y tal vez contarle a lord Vorob'yev la aventurita con el intruso… ¿eh?
¿Por qué no estaban con ellos las autoridades cetagandanas? ¿Por qué no los interrogaban? Miles repasaba explicaciones y argumentos con la mente aturdida.
Fue una trampa y yo acabo de morder el anzuelo, y están dejando que el guión siga adelante
. Considerando lo que sabía de los cetagandanos, Miles ponía esa posibilidad como primera de la lista.
O tal vez es cuestión de tiempo y van a llegar en cualquier momento… O más adelante
. Primero tendrían que capturar al fugitivo y hacer que soltara su versión del encuentro. Eso podía requerir tiempo, sobre todo si el hombre… bueno… estaba inconsciente por el arresto o estaba bajo los efectos de una picana. Si es que era un fugitivo… Si es que las autoridades de la estación lo estaban buscando en la zona de embarque… Si… Miles estudió la copa de cristal que tenía entre las manos, sorbió un poco del líquido rubí y sonrió a Iván con amabilidad.
El equipaje y los guardias llegaron justo cuando terminaban las copas: Vorob'yev sabía calcular el tiempo, pensó Miles. Cuando el embajador se levantó para supervisar la carga del equipaje y la partida, Iván se inclinó sobre la mesa para susurrarle a Miles con urgencia:
—¿No piensas decírselo?
—Todavía no.
—¿Por qué?
—¿Tanta prisa tienes por deshacerte de ese destructor nervioso? La embajada te lo quitaría inmediatamente, igual que los cetagandanos, supongo.