Cetaganda (6 page)

Read Cetaganda Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Cetaganda
11.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Carrera? —Lord Yenaro esbozó una mueca—. No, sólo soy un aficionado, por supuesto. Las consideraciones comerciales son la muerte del buen gusto. Pero espero convertirme en un artista de talla… a mi manera.

Miles esperaba que eso no tuviera doble sentido. Siguieron la mirada de lord Yenaro que se elevaba por encima de la baranda hacia el vestíbulo hacia la fuente que brillaba más abajo.

—Tiene que venir a verla por dentro. La vista es completamente distinta.

Lord Yenaro era un hombre torpe, decidió Miles. Ese exterior agrio y agresivo sólo ocultaba el ego tembloroso y vulnerable de un
artista
.

—Claro —dijo. Yenaro no necesitaba más. Sonrió, ansioso, y los condujo hacia las escaleras, explicándoles alguna teoría temática que demostraba la escultura. Justo en ese momento, Miles vio al embajador Vorob'yev que lo llamaba desde el otro lado del gran balcón.

—Discúlpeme usted, lord Yenaro. Iván, sigue tú. Enseguida me reúno con vosotros.

—Ah… —Yenaro pareció momentáneamente decepcionado.

Iván miró escapar a su primo con un brillo airado en la mirada que prometía una posterior venganza.

Vorob'yev estaba de pie con una mujer, quien apoyaba la mano con familiaridad sobre el brazo del embajador. Tendría unos cuarenta y tantos, calculó Miles, de rasgos naturalmente atractivos y libres de cualquier retoque relacionado con la escultura artificial de rostros. Su vestido largo y las capas externas que lo adornaban eran una copia de la moda cetagandana, pero con detalles mucho más simples que los de la ropa de lady Gelle. No era cetagandana, pero los colores crema y rojo intenso y los tonos verdes de las capas de tela armonizaban con la misma gracia con su piel olivácea y sus rizos oscuros.

—Por fin le encuentro, lord Vorkosigan —dijo Vorob'yev—. Prometí presentarlo. Ella es Mia Maz, y trabaja para nuestros amigos de la embajada de Vervain. De vez en cuando colabora con nosotros. Se la recomiendo.

Miles se puso firme ante la frase clave, sonrió y se inclinó ante la mujer vervani.

—Encantado de conocerla. ¿Y qué hace usted en la embajada de Vervain, señora?

—Soy jefa de asistentes de protocolo. Me especializo en etiqueta femenina.

—¿Es una especialidad separada?

—Aquí lo es… o debería serlo. Desde hace años vengo diciéndole al embajador Vorob'yev que debería contratar a una mujer para que se encargara de este tema.

—Pero no hay ninguna con experiencia suficiente —suspiró Vorob'yev—, y tú no aceptas el puesto… Aunque te lo he ofrecido muchas veces.

—Bueno, contrate a una sin experiencia y páguele para que la vaya adquiriendo —sugirió Miles—. ¿Milady aceptaría la idea de tomar una alumna?

—Me parece muy buena idea… —Vorob'yev parecía impresionado. Maz alzó las cejas en un gesto de aprobación—. Deberíamos discutirlo, Maz, pero tengo que hablar con Wilstar. Por ahí aparece: va directo a la comida. Con un poco de suerte, tal vez consiga atraparlo con la boca llena. Disculpen… —Ahora que ya los había presentado, Vorob'yev desapareció… diplomáticamente (como siempre).

Maz puso toda su atención en Miles.

—Aunque no acepte ese puesto, lord Vorkosigan, quería decirle que si hay algo que podamos hacer por usted en la embajada de Vervain… cualquier cosa por el hijo y el sobrino del almirante Aral Vorkosigan en su visita a Eta Ceta… Todos nuestros recursos están a su disposición.

Miles sonrió.

—No se lo diga a Iván: tal vez quiera que se lo ofrezca personalmente.

La mujer siguió la mirada de Miles por encima de la baranda, hacia donde Iván, alto como siempre, seguía a lord Yenaro a través de la escultura. Sonrió con picardía y se le formó un gracioso hoyuelo en la mejilla.

—No hay problema —dijo.

—Así que… una ghemlady es tan distinta de un ghemlord como para merecer un estudio aparte… un estudio de tiempo completo, quiero decir… Admito que la mayoría de las imágenes que tenemos de los ghemlores en Barrayar se obtuvieron por una mira telemétrica.

—Hace dos años, me habría burlado de esta visión militarista, pero desde el intento de invasión cetagandana he empezado a apreciarla. En realidad, los ghemlores son tan parecidos a los Vor, que a mi entender usted los comprenderá mucho mejor que nosotros en Vervain. Los hautlores son… otra cosa. Y las hautladies son aún más distintas. Apenas empiezo a comprenderlo.

—Las mujeres de los hautlores viven tan… recluidas… ¿hacen algo concreto? Quiero decir, nadie las ve jamás, ¿verdad? No tienen poder.

—Tienen su propio tipo de poder. Sus áreas de control. Paralelas. No compiten con los hombres. Tiene sentido, pero no se molestan en explicárselo a los extranjeros.

—Es decir, a seres inferiores…

—Eso también. —Otra vez apareció el hoyuelo.

—Así que… ¿es usted una autoridad en sellos, símbolos, marcas de los ghem y hautlores…? Yo reconozco unas cincuenta clanmarcas a primera vista, todas las insignias militares y los penachos de los cuerpos de lucha, pero sé que con eso no tengo ni para empezar.

—Estoy bien informada. La estructura se organiza en varias capas y niveles. No puedo decir que los conozca todos, claro…

Miles frunció el ceño, pensativo, después decidió aprovechar la ocasión. Esa noche no estaba pasando nada. Sacó la hoja del bolsillo y la alisó apretándola contra la barandilla.

—¿Conoce este símbolo? Lo vi en un… lugar poco habitual. Pero me sonó a ghem, o a haut… no sé si me entiende.

Ella miró con interés el pájaro con el pico abierto.

—A primera vista, no lo reconozco. Pero tiene razón, no cabe duda de que es de estilo cetagandano. Y antiguo… desde luego.

—¿Cómo lo sabe?

—Bueno, aunque es un sello personal y no una clanmarca, no está enmarcado. Durante las últimas tres generaciones, todo el mundo hace sus marcas personales en cartuchos, con marcos cada vez más elaborados. Se puede determinar la década por el diseño del marco… o casi.

—Ajá.

—Si quiere, puedo tratar de identificarlo en mi material de consulta…

—¿De verdad? Se lo agradecería mucho. —Miles plegó otra vez el papel y se lo entregó—. Ah… Y también le agradecería que no se lo mostrara a nadie…

—¿Ah? —Ella dejó que la pregunta colgara en el aire… ¿Ah?

—Discúlpeme. Paranoia profesional. Yo… eh… —Se estaba metiendo en aguas peligrosas—. Es una costumbre.

Por suerte, el regreso de Iván lo sacó del atolladero. La mirada práctica de su primo había examinado los atributos de la mujer vervani y ahora sonreía con atención… tan feliz como con la última muchacha y la siguiente. Y la otra. El ghemlord artista seguía pegado a su hombro y Miles tuvo que presentarlos a los dos. Maz no conocía a lord Yenaro.

Frente al cetagandano, no repitió el mensaje de gratitud vervani para con el clan Vorkosigan, pero se mostró decididamente amistosa.

—Deberías ir con lord Yenaro a ver esa escultura —dijo Iván con rabia—. Merece la pena, es una oportunidad única…

Yo la vi primero, carajo
.

—Sí, es muy bonita.

—¿Estaría usted interesado, lord Vorkosigan? —Yenaro parecía ansioso y esperanzado.

Iván se inclinó y susurró al oído de Miles:

—Fue un regalo de lord Yenaro a la embajada marilacana. No seas despectivo, Miles, ya sabes lo suspicaces que son estos cetagandanos con sus… obritas de arte…

Miles suspiró y consiguió esbozar una sonrisa interesada.

—Claro, claro. ¿Ahora?

Se disculpó con Maz, la vervani. Realmente lo lamentaba. El ghemlord lo llevó por las escaleras hacia el vestíbulo y lo hizo detenerse a la entrada de la escultura para esperar que el ciclo empezara de nuevo.

—Mi escasa preparación estética no me permite emitir un juicio —comentó Miles de pasada, con la esperanza de que eso desviara la conversación hacia otros temas.

—Hay tan poca gente preparada para eso… —sonrió Yenaro—, pero claro, eso no les impide criticar…

—De todas formas, me parece un logro tecnológico considerable. ¿Provoca el movimiento con antigrav?

—No. Los generadores serían demasiado voluminosos y se desperdiciaría energía. La misma fuerza desarrolla el movimiento de las hojas y el cambio de color… o por lo menos eso me explicaron los técnicos.

—¿Técnicos? Yo suponía que usted había hecho todo esto con sus propias manos.

Yenaro abrió las manos (pálidas, delgadas, de dedos largos) y las miró como si se sorprendiera de encontrarlas al final de los brazos.

—Claro que no. Las manos se alquilan, se pagan. El diseño es una obra del intelecto.

—No estoy de acuerdo. Lo siento. Según mi experiencia, las manos forman parte del cerebro, casi como si fueran otro lóbulo cerebral. No es posible captar las cosas que no se conocen con las manos.

—Veo que es usted una persona de conversación amena, lord Vorkosigan. Si su agenda se lo permite, me gustaría presentarle a mis amigos. Celebramos una recepción en casa dentro de dos noches… ¿Cree usted que…?

—Mmm, tal vez… —Dos noches después no había ninguna ceremonia fúnebre… Sería bastante interesante, una oportunidad para observar a los jovencitos de la casta de los ghemlores en su ambiente sin las inhibiciones que causaba en esa generación la presencia de los mayores. Una mirada al futuro de Cetaganda—. Sí, ¿por qué no?

—Le mandaré una invitación y las indicaciones para llegar. Ah. —Yenaro miró la fuente, que de nuevo empezaba a mostrar la paleta de verdes veraniegos—. Ahora ya podemos entrar.

A Miles el interior de la fuente no le pareció muy distinto del exterior. En realidad, parecía
menos
interesante porque de cerca se perdía la ilusión de que las hojas formaban imágenes. La música se oía con más claridad, eso sí. Cuando los colores empezaron a cambiar, el volumen aumentó bruscamente en un crescendo.

—No se pierda esto, vale la pena —dijo Yenaro, con evidente satisfacción.

La escultura era interesante, lo bastante para que Miles tardara un momento en darse cuenta de que estaba
sintiendo
algo: picazón y calor en los hierros que le cubrían las piernas, apoyados contra la piel. Intentó conservar la calma, pero el calor seguía aumentando.

Yenaro parloteaba con entusiasmo artístico mientras señalaba los diferentes efectos. Ahora,
mire
esto… Un remolino de colores brillantes frente a los ojos de Miles. Una sensación evidente: un ardor insoportable en la piel de las piernas.

Ahogó un grito y lo convirtió en un gemido agudo. Logró dominarse para no correr hacia el agua, pues sabía que podía electrocutarse… En los pocos segundos que le llevó salir del laberinto, el acero que le rodeaba las piernas alcanzó la temperatura de ebullición del agua. Miles olvidó la dignidad, se tiró al suelo y trató de arrancarse los hierros de las piernas. Cuando tocó el metal, se quemó las manos. Se sacó las botas de un tirón, soltó los hierros y los lanzó a un lado. Se retorció en posición fetal, aullando de dolor. Los hierros le habían dejado en las rodillas y tobillos unas marcas blancas y punzantes, con el borde en carne viva.

Yenaro corría de un lado a otro, desesperado, pidiendo ayuda a pleno pulmón. Miles levantó la vista y descubrió que era el centro de atención de unas cincuenta personas sorprendidas e impresionadas, que miraban con horror sus frenéticos movimientos. Dejó de retorcerse y de maldecir y se quedó sentado, jadeando; el aire producía un siseo profundo al salir por entre los dientes apretados.

Iván y Vorob'yev se abrían paso a codazos desde distintos lugares del salón.

—¡Lord Vorkosigan! ¿Qué pasa? —preguntó Vorob'yev con urgencia.

—Estoy bien —dijo Miles. No era cierto, pero ése no era ni el lugar ni el momento de entrar en detalles. Se volvió a poner los pantalones, para esconder las heridas.

Yenaro tartamudeaba, desesperado.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué… qué ha pasado? No tenía ni idea… ¿Está usted bien, lord Vorkosigan? Ay, Dios… Dios…

Iván se agachó y tocó uno de los hierros, aún caliente.

—Sí… ¿qué diablos…?

Miles pensó en la secuencia de sensaciones y en sus posibles causas. No se trataba de antigrav, nada importante para una persona que no padeciera sus problemas óseos, un truco que había pasado inadvertido ante las narices de Seguridad de la embajada marilacana. Habían logrado esconderlo manteniéndolo a la vista de todos.

—Un efecto de histéresis. Los cambios de color de la escultura obedecen a un campo magnético en reversión… un campo de nivel bajo. Para la mayoría de la gente no constituye ningún problema. Para mí, bueno, no fue tan horrendo como poner los brazos en un horno microondas pero… ya me entienden…

Se puso en pie con una sonrisa. Iván, que parecía muy preocupado, ya había recogido las botas y los hierros. Miles lo dejó con ellos en las manos. No quería ni tocarlos. Se acercó a Iván tropezando con gesto de ciego y susurró en el oído de su primo:

—Sácame de aquí. —Estaba temblando.

Iván sintió el estremecimiento en la mano que tenía apoyada sobre el hombro de su primo. Lo miró, hizo un gesto con la cabeza y avanzó rápidamente entre la multitud de hombres y mujeres muy bien vestidos, algunos de los cuales ya se estaban retirando.

El embajador Bernaux apareció inmediatamente después y agregó sus contritas disculpas a las de Yenaro.

—¿Quiere usted pasar por la enfermería de la embajada, lord Vorkosigan? —le ofreció

—No. Gracias. Prefiero ir a casa. —
Pronto, por favor
.

Bernaux se mordió el labio y miró a lord Yenaro, que seguía disculpándose.

—Lord Yenaro. Lamento decirle que…

—Sí, sí, apáguela enseguida,
enseguida
—dijo Yenaro—. Ordenaré a mis sirvientes que vengan a buscarla inmediatamente. No tenía ni idea… le gustaba tanto a todo el mundo… tengo que volver a diseñarla. O destruirla, sí, la destruiré enseguida. Lo siento muchísimo… Dios, qué vergüenza.

¿Sí, vergonzoso?
, pensó Miles. Un despliegue de sus debilidades físicas frente a un nutrido público, justo cuando acababa de poner un pie en el planeta…

—No, no, no la destruya —dijo el embajador Bernaux, horrorizado—. La haremos revisar por un ingeniero de seguridad y la modificaremos, o tal vez pondremos un cartel de advertencia…

Iván reapareció junto a la multitud que se dispersaba y levantó el pulgar frente a Miles. Después de unos minutos terriblemente dolorosos de sutilezas sociales, Vorob'yev e Iván se las arreglaron para escoltarlo hacia el tubo elevador y luego hacia el auto de superficie de la embajada de Barrayar. Miles se arrojó en el asiento y se quedó ahí, con la cara retorcida de dolor, jadeando. Iván vio que temblaba, se sacó la guerrera y se la echó sobre los hombros. Miles no protestó.

Other books

The Flying Squadron by Richard Woodman
Transcendence by Shay Savage
The Humbug Murders by L. J. Oliver
Little House On The Prairie by Wilder, Laura Ingalls
Promethea by M.M. Abougabal
Dante's Ultimate Gamble by Day Leclaire
Gertrude by Hermann Hesse