Concierto para instrumentos desafinados (3 page)

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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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—¿Por qué se atreve usted a tutearme? Sentado donde estoy sentado, no llega usted a la altura de mi desdén
—y pausadamente tomó al periódico.

Quedamos paralizados. Yo de gusto, los demás ellos sabrán de qué. Como espectadores de un partido de tenis las cabezas se volvían alternativamente del médico al enfermo, del enfermo al médico. Nadie habló.

El médico tramitó poco después su traslado.

Nunca volví a llamar «don Ataúlfo» a Bernardo. «Archiduque» delante de los demás; y en la intimidad del despacho: «Alteza»; hasta mi último día en el manicomio. Las deudas hay que pagarlas.

3. El beso de Judas

«N
o es frecuente encontrar ángeles en el infierno». Esta frase pertenece a una novela reciente
[1]
. La acción ocurre en un manicomio, y el autor con este comentario busca ensalzar a la protagonista que entró en el hospital fingiendo estar enferma para resolver un crimen. El escritor refleja sus impresiones, pues deseaba proporcionar veracidad al relato y vivió unos días en un hospital psiquiátrico actual. Del comentario se deducen dos cosas: Opina que el hospital es un infierno, y que en él no hay ángeles.

La experiencia me hace estar en desacuerdo con la segunda deducción. En los manicomios, como en todas partes, se encuentran ángeles y demonios. Hay que saber identificarlos. A los demonios es fácil porque atormentan. Los ángeles, por ser silenciosos, con frecuencia pasan inadvertidos.

Esta es la historia de un ángel. Antes de hablar de Al conviene que el lector se familiarice con el infierno donde estaba recluido desde la adolescencia y… para siempre.

Para el recuerdo de estos hechos, hemos de retroceder en el tiempo aún más que en los restantes capítulos de este libro, pues ocurrieron en los últimos años de la década de los cuarenta.

Se tiende hoy, en un constante error de perspectiva histórica, a considerar como unidad a la prolongada etapa del régimen político que sucedió a la guerra. Desde el punto de vista de quienes lo vivimos entero, muy poco tienen que ver los años cuarenta con los cincuenta, y casi nada éstos con la década de los sesenta.

Al iniciar mis estudios de Medicina en 1943 seguíamos bajo el espectro del hambre, azote pavoroso de los tres años anteriores. La triste clientela de los hospitales del estado era toda «de beneficencia», no podían costear su asistencia médica, y el Seguro de Enfermedad en etapa de arranque, sólo cubría a un pequeño sector de la población.

Las tragedias acumuladas en cada hospital eran una combinación de enfermedad y miseria. Los estudiantes nos percatábamos de que muchos enfermos no venían a curarse sino a morir. En seguida aprendimos a diagnosticar los .edemas de hambre», una hinchazón en manos, tobillos y otras partes del cuerpo esquelético de aquellas gentes famélicas. Tras muchos meses de no poder comer carne ni cualquier otro alimento con proteínas, el déficit proteico provoca una permeabilidad en los capilares que deja salida a los líquidos que deberían contener, encharcando los tejidos de zonas del cuerpo, que parecen llenas cuando sólo están hinchadas con agua. En algunas regiones, al faltar alimentos, empezaron a consumir productos vegetales inadecuados para el hombre. Entre las intoxicaciones de este origen fue terrible la provocada al comer almortas, llamada «latirismo», cuyo envenenamiento provoca dolores lancinantes y parálisis. Las víctimas seguían ocupando muchas camas del hospital de San Carlos, en el que cursábamos los estudios. Faltaban medicamentos y toda clase de medios. Para el enfermo el calvario terminaba con la muerte, no para su familia. Entre clase y clase, al deambular por los pasillos, los estudiantes tropezábamos de vez en cuando con una algarabía patética. La de los gritos y lamentos de la familia del fallecido, a la puerta del depósito de cadáveres que está al lado de la sala de disección, en la que teníamos que hacer prácticas de Anatomía.

Muchos enfermos fallecidos en el hospital no tenían familia, o ésta, anclada por la miseria en el lugar de origen, no podía viajar. Otros congregaban allí, a la puerta del depósito de cadáveres a sus allegados. El entierro en la fosa común tiene en esos años un costo de 17 pesetas. Si nadie lo paga, el cadáver pasa a la sala de disección. No hay que hacer un esfuerzo de imaginación para comprender el dolor de quienes no podían aportar las monedas imprescindibles para liberar los restos de un ser querido de esta tétrica desmembración final. Una de las aulas en que tentamos clase está al lado de la del depósito. Si la salida de los estudiantes coincidía con una de estas escenas desgarradoras, era frecuente verles realizar la apresurada colecta de una cifra que en la mentalidad de hoy de estudiantes con automóvil nos parece ridícula, pero que no era fácil reunir.

Al terminar mis estudios en 1949, la situación en San Carlos había cambiado ostensiblemente. Abundancia de medicaciones, más medios de toda índole, y… escasez de cadáveres disponibles para el aprendizaje de la Cirugía.

En los últimos años de la carrera, el estudiante de Medicina ya suele saber la especialidad a que le inclina su vocación, y aprovecha el período de vacaciones para hacer prácticas en un hospital de la especialidad elegida. En mi caso un hospital psiquiátrico en la provincia de Madrid. Un auténtico manicomio, con todas las agravantes. Estos establecimientos, por tradición cuyos sórdidos motivos no es difícil intuir, se edifican alejados de las ciudades.

Entonces me di cuenta de cómo había mejorado San Carlos. Creí volver a los primeros cursos de la carrera. Las reformas hospitalarias llegan siempre con retraso a los centros psiquiátricos, y aquél tenía una dotación de cinco pesetas diarias por enfermo, para alojamiento, comida, asistencia médica, fármacos, vestido y tabaco. Puede imaginarse la calidad de todo ello.

«Departamento de sucios». Es absurdo y degradante, este letrero encabezaba la entrada de un pabellón en casi todos los manicomios del mundo. El olfato permitía inmediatamente comprender lo certero de la denominación. Acumulaban allí a todos los pacientes con incontinencia de heces y orina. Carecen de control de esfínteres o la enfermedad les induce a no utilizarlo.

Los enfermos se dividen por esta alternativa. Unos no pueden y otros no quieren permanecer limpios. En el primer paso están entre otros los paralíticos, y en el segundo se encuentran ciertos enfermos, sanos físicamente pero a los que sus ideas delirantes les hacen creer,¡por ejemplo, que si no sueltan inmediatamente, vestidos, lo que apremia por salir, les matarán sin remedio. Prefieren encharcarse en sus propias deyecciones o la muerte, y obran en consecuencia. Desde el punjo de vista de quienes tienen que limpiar la diferencia es pequeña, pero no resulta así en el interior de la mente del enfermo.

Como los restantes pabellones del hospital el «de sucios» tiene un jardín, al que salían los pacientes los días si lluvia. En este departamento no salen, les sacan porque casi ninguno tiene iniciativa propia, y muchos no pueden caminar.

Los pacientes inmóviles, por parálisis o porque su trastorno mental les induce a no moverse, solían estar agrupados en un lugar próximo a la puerta, por economía de esfuerzo de quien tenía que trasladarles. La mayoría de los sillones de paralítico carecían de ruedas, y aun a los que las tienen había que alzarlos a pulso en las escaleras, pues no han construido rampas, ignoro por qué. ¿Sillones de paralítico sin ruedas?, sí, amigo, solían ser unos toscos, incómodos y resistentes sillones de madera con un amplio orificio en el asiento con el orinal debajo. El enfermo, para que no caiga, está sujeto con cinchas de lona, correas, etcétera, al respaldo y brazos. Si algún miembro del personal tiene sentido común, han adosado a los sillones dos pares de asas metálicas, por las que pueden deslizarse unos palos, y llevarlo en volandas entre dos personas, como las antiguas sillas de manos.

«No habrá ninguno que no las tenga». Te equivocas, amigo. El sentido común está muy poco difundo. He visto en muchos hospitales acarrear al paciente trabajosamente entre dos cuidadores, sujetando encorvados al enfermo por el asiento, desplazándose lateralmente con pasitos cortos y peligro de tropezar y caer los tres. Enfermo tras enfermo, día a día, año tras año, sin pensar en tan sencilla mejora. Estos puestos de cuidador estaban pésimamente retribuidos, y solían ocuparlos ignorantes de pocas luces, incapaces de lograr otro empleo.

—¿Por qué no usan los palos para llevar los sillones?

—Estamos acostumbrados a hacerlo así.

Del equipo de cuidadores los menos inteligentes, o más indefensos, acaban siempre en el pabellón de sucios. La torpeza no significa entusiasmo por el trabajo, y los paralíticos quedan habitualmente, como dijimos, a la puerta del pabellón. En torno al grupo de sillones hay otros enfermos que teóricamente pueden moverse, y lo hacen de vez en cuando en el momento que les apetece, no cuando los enfermeros pretenden hacerles salir, por lo que les acarrean igual que a los paralíticos y allí les dejan. Unos sentados en sillas, bancos, o en el suelo. Otros en la postura que eligen, o en la que han caído.

Los paralíticos, además de la silla, tienen en común el estar vestidos con una especie de camisón de lona que fue blanca. Ahí terminan las semejanzas. Si pueden mover los brazos los tienen sueltos, en caso contrario, adosados a las asideras mantienen actitud de estatua sedente con sólo dos posibles variantes: Yerguen la cabeza en vigilia cuando algo les interesa, y la dejan caer con la barbilla ligeramente ladeada si están dormitando. Así hasta que les vuelven a entrar para acostarles. Así hasta el fin de sus días… que son muchos, porque desde el advenimiento de las sulfamidas y luego los antibióticos, las úlceras e infecciones que acababan con ellos en poco tiempo ahora no les hacen mella y, ¿para su desgracia?, esta población hospitalaria tiene muy poca mortalidad.

Ya entonces era una rareza la enfermedad que antes llenaba la mitad de estos sillones: La «parálisis general progresiva de los enajenados de la mente», PGP para los aficionados a las siglas. Enfermedad terrible que destroza a la vez la mente y el cuerpo. Un tratamiento casi ha borrado esta pesadilla, y los sillones de paralítico fueron ocupándose por otros huéspedes. Algunos no tienen el alma deformada por una verdadera enfermedad mental. Pueden dividirse en dos grupos, y es difícil saber quiénes merecen mayor compasión.

Muchos no tienen ni tuvieron vida intelectual, que por lo tanto no ha podido «enfermar». Lesionado el cerebro desde el nacimiento, con las neuronas irreparablemente muertas mantienen una vida meramente vegetativa, de muñeco que respira. Carecen a la vez de movimiento voluntario y de inteligencia, sólo se expresan con gritos guturales con la cabeza colgante y babeando, la mirada errante e inexpresiva. Un perro normal aprende buen número de órdenes; un loro repite varias palabras. Ninguna de las dos tareas está a su alcance, son un trozo de carne sufriente, aunque algunos parecen insensibles también al dolor.

Mezclados con ellos están otros pacientes, condenados a silla perpetua por incapacidad de moverse. Multitud de enfermedades neurológicas llegan a paralizar brazos y piernas, o a provocar movimientos desordenados e incontrolables. En ocasiones estas dolencias no afectan el psiquismo, y los enfermos inteligentes y alerta quedaban como espectadores lúcidos y aterrados de su propia tragedia.

La reacción al drama varía de uno a otro, en situación similar. Recuerdo a Lucas, pidiendo cada vez que un médico para a su lado «una inyección para acabar de una vez, no puedo aguantar más». Junto a la memoria de Lucas acude la de Manuel en el mismo hospital, el primero en que hice prácticas como aprendiz de psiquiatra.

Inolvidable Manuel. Hay una momia egipcia en un museo francés con el más bello epitafio: «Thais, sacerdotisa de Osiris, que nunca se quejó de nada». Podemos colocar un letrero semejante en la cabecera de Manuel.

Tenía Manuel tantos motivos para lamentarse que es un milagro que no lo hiciese. Más aún, encontraba siempre una frase, un argumento para eludir la compasión. La primera vez creí que se trataba de un sarcasmo. Llevaba meses sin que le movieran de la cama, en el segundo piso del «pabellón de sucios». En mi primera visita acompañaba a un enfermero nuevo, recién destinado al departamento, más inteligente y humano que sus predecesores. Inmediatamente se percató de que Manuel, en su forzada postura, sólo podía contemplar la desnuda pared de enfrente con la ventana, y encuadrado por ella, un rectángulo de cielo. Propuso acercar la cama al ventanal, y colocando un espejo inclinado permitir a Manuel que pudiese ver lo que ocurría en el patio, y tener así alguna distracción. Interrumpió Manuel:
«Por favor, no se moleste, no hace falta. Dios es tan bueno que hace que de vez en cuando vea pasar un pájaro».
¿Nos estaba tomando el pelo, o la frase desdeñándonos iba más allá, dirigida al Dios que acababa de mencionar, como una ironía blasfema? No, Manuel era así. Mejor dicho, había conseguido ser así. Cuando los terribles espasmos dolorosos contraen su rostro, y alguien al percatarse acude con la inyección para aliviarle, su comentario con voz entrecortada por el sufrimiento siempre es: «No hace falta, ya se está pasando», aunque de sobra sabe que la crisis dolorosa está en la fase inicial, y sin el espasmolítico se convierte en una tortura creciente y prolongada. ¿Por qué se portaba así? ¿De dónde sacaba fuerzas? Nunca lo quiso explicar, fingía no entender la pregunta.

«Una persona inteligente, con las facultades mentales intactas, en el departamento de sucios de un manicomio, ¿cómo es posible semejante monstruosidad?» Lector amigo, ¿en qué mundo vives? La prosperidad económica vertiginosa e ininterrumpida del 58 al 73 hace parecer remoto, como una pesadilla irreal, nuestro pasado de miseria y atraso, ¡tan próximo! Hoy un enfermo de esta índole puede estar en un departamento de Neurología, con baños diarios en piscina templada, masajes, movilización pasiva, intentos de rehabilitación de los músculos conservados, terapia de ocupación, por ejemplo tocar la armónica que le sostienen, o pintar sujetando el pincel con la boca, etc. Efectivamente puede estar, y algunos están. ¿Te has preguntado qué pasa con los demás? Al ingresar casos recuperables y estar todas las camas ocupadas, los crónicos se van trasladando a otros departamentos menos diferenciados y menos costosos. De allí acaban mudándoles también…

Manuel no pudo bajar trabajosamente peldaño a peldaño, porque no existía casi ninguno de los escalones superiores. Ni un solo departamento de Neurología en toda España.

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