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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (4 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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De todos modos era llamativo su rodar hasta el fondo del abismo, que un día en que estábamos solos y parecía presto a las confidencias, le pregunté cómo conseguía mantener la serenidad de ánimo, que en ocasiones daba la sensación de una extraña plenitud interior. Manuel, que para no fatigarse con el esfuerzo del limitado giro de la cabeza que podía realizar estaba mirando al techo, desvió los ojos hacia mí. La actitud era distinta de la habitual. Ojos penetrantes, con una mirada que no he podido olvidar:

—Leí unos versos, no me acuerdo del autor. Explican muy bien lo que hay que hacer:

«Baja, y subirás volando

al cielo de tu consuelo,

porque para subir al Cielo

se sube siempre bajando».

La rotunda sinceridad aleja toda impresión de beatería. Antes de terminar el recitado, Manuel mira de nuevo al techo. ¿Para no dar aire de sermón a esta confidencia? Los trastornos motrices de Manuel afectan ya ligeramente la musculatura del cuello. En ocasiones se atraganta al deglutir, y las cuerdas vocales, aunque habla con claridad, no permiten inflexiones para una dicción perfecta. Tampoco da la sensación de intentarlo, dice los versos sin énfasis, le importa mucho más el contenido que la forma.

Es la única vez en que nuestra charla adquiere matiz de lección. Le he obligado a ello con mi imprudente penetrar en su intimidad. Somos de la misma edad, 21 años. Tengo la sensación de estar empezando mi vida. El cuerpo de viejecito esquelético de Manuel da la impresión del epílogo de la suya. También el rostro está demacrado. Pómulos salientes, cuencas hundidas. La combinación de la mirada y la sonrisa acariciadoras se independizan del cuadro general, como en esos planos de cine en que la cámara desenfoca el fondo para destacar aislado algún detalle primordial.

Resulta ingrato verle con el pelo cortado al cero. El primer cuidado al ingreso de los enfermos era despiojarles, y por temor a los piojos, la mayoría de los pacientes tenía la cabeza rapada durante toda su estancia en el hospital.

Los manicomios próximos a Madrid alojaban cerca de cuatro mil enfermos, con menos de una docena de psiquiatras para su cuidado. Hoy sólo el más pequeño de esos hospitales, aquel del que fui director, para 450 enfermos tiene una plantilla de 307 profesiones. Veintidós psiquiatras, cincuenta ATS, cincuenta auxiliares psiquiátricos, diez asistentes sociales, cinco psicólogos, cuatro monitores laborales, etc., etc. En aquel tiempo muchas de estas profesiones ni existían.

Lamentablemente el mundo de Manuel era el otro, el de antes, y para acompañarle durante un rato va a ser de nuevo el tuyo, amigo lector.

Por la necesaria rotación para el aprendizaje pronto me destinaron a otros departamentos, y en uno de ellos coincidí otra vez con el enfermero humanitario y con Manuel. Entre los dos se había establecido un profundo afecto. Al ser trasladado el cuidador insistió en llevar consigo a Manuel, sacándole del pabellón «de sucios». Decisión elogiable, mas con sus inconvenientes. Manuel contra su voluntad, pero inexorablemente, se ensuciaba todos los días, y el pabellón de «sucios» es el único que dispone de cierta preparación para el aseo de éstos enfermos: Una gran habitación, caldeada por un chubesqui, con bañeras a la altura de las camillas, y unas mesas de baldosines, como el suelo y paredes, en las que con unas mangueras de agua templada… Sólo son dos enfermeros y dos mozos para ciento veinte enfermos. En realidad hacen proezas para que aquello no sea aún peor. Pero es malo, muy malo. En el nuevo departamento el enfermero tendrá que arreglar a Manuel con una palangana y una esponja, varias veces cada día. Insistió en que prefería hacerlo a abandonar a Manuel, y éste tras repetir que por él no se molestasen, que estaba contento, no resistió la tentación de seguir a la única persona que le mostró cariño, o no se atrevió a decepcionarlo. ¿Quién sabe?, era tan raro Manuel.

Manuel nunca pedía favores, pero sabía agradecerlos y mostró su gratitud con una alegría contagiosa que iluminó todo el nuevo pabellón, habitado por esquizofrénicos crónicos, incurables, con las más variadas y pintorescas expresiones de la enfermedad. Poco a poco se fueron presentando al nuevo inquilino: «Soy el Conde de Lemos, inventor del vino de moras», «soy el hombre más fuerte del mundo», «soy el Cristo de Orense, el de las barbas, que me han afeitado»,

«Soy Jesús Fernández, servidor de usted», «soy… ».

En el manicomio cada departamento es un mundo aparte, casi sin conexión con el resto, y en aquel pabellón un paralítico, permanentemente rígido en cama, fue una novedad que despertó la curiosa atención de los demás enfermos, y a la vez la posibilidad de sentirse útiles. Al contemplar la solícita actitud del enfermero algunos se contagiaron, portándose con Manuel como niñas que juegan con una muñeca, arropándola, dándole de beber. Otros, también al modo infantil, reaccionaron con celos del «nuevo», al que veían tan atendido mientras de ellos no se ocupaba nadie.

Los niños se cansan pronto de los juguetes, y unos días más tarde sólo se ocupaban de atender a Manuel tres enfermos que lo hacían con sacrificada generosidad. Las enfermedades psíquicas pueden deteriorar la mente dejando intacto el corazón. Hay locos generosos y otros mezquinos, abnegados, vengativos, sensibles, violentos, sufridos, despiadados. Todas las variantes de la bondad y malicia humanas, vestidas con el multicolor ropaje de la locura.

En el pabellón, un centenar de cuerpos sanos con las mentes destrozadas fueron sintiéndose atraídos por el único cerebro íntegro, el cerebro sin cuerpo de Manuel. Pronto en lugar de venir a atenderle acudieron en busca de ayuda, de apoyo para sus almas rotas. El paralítico sabía dialogar con ellos, interesarse por las preocupaciones y anhelos, resolver dudas, dar versiones consoladoras, regalar esperanzas precisamente él que no podía tener ninguna.

El egoísmo humano acrecienta con el encierro, y con las privaciones cuando éstas llegan al límite del sufrimiento, cuando el plato un poco más lleno supone no quedarse con hambre ese día. Era extraño que Lorenzo, «El Judas», atrabiliario, cruel y rencoroso, hubiese tomado tanto afecto a Manuel como para ofrecerse a darle él la comida, pacientemente cucharada a cucharada todos los días. Descubrió el secreto el «Hombre más fuerte del Mundo» al venir a realizar una de las frecuentes exhibiciones ante el paralítico, para recibir las alabanzas de rigor. Lorenzo por cada cucharada al enfermo inmóvil se apropiaba de dos. Lo estaba haciendo desde la primera vez y Manuel no le había delatado. Quitó importancia al incidente cuando todos recriminaban a Lorenzo, quien desde aquel momento miraba torvamente de lejos al paralítico, sin acercarse, con expresión de odio irracional que se palpaba a distancia.

El incidente con Lorenzo «El Judas» puso en evidencia lo que ya desde el principio se sabía. Manuel estaba indefenso ante cualquier agresión, capricho o extravagancia de los demás enfermos, que aún con buena intención podían ponerle en peligro. Tras la limpieza del dormitorio común, quedaba éste vacío con la única excepción de Manuel y quienes acudían a darle conversación. El enfermero optó por cerrar con llave y sólo abrir cuando al menos dos pacientes simultáneamente deseaban acompañar al paralítico.

La medida disgustó a muchos, pues por diversos motivos preferían estar con Manuel a solas. Para hacerle confidencias, contar sus «secretos que no sabe nadie» — que nos habían repetido a todos hasta la saciedad—, o para presumir sin que les apagasen los faroles.

Uno de los que más sintieron tener que ir acompañados fue Basilio, el «Hombre más fuerte del Mundo». Escuchimizado, lampiño y tolondro, Basilio solfa recibir un silencio relativamente cortés, un comentario sarcástico, o un «quita allá» acompañado de un empujón o patada en el trasero cada vez que se empeñaba en contar o demostrar su portentosa fortaleza. Y se empeña todo el día, al menor pretexto o sin él. Vuelve como una mosca pegajosa: «Doctor soy el hombre más fuerte del mundo», «mire puedo cruzar el patio a la pata coja», «mire puedo sostener una silla con cada mano», «mire…».

Manuel, igual que a todos, le escuchaba con atención, admiraba sus demostraciones, y con la exquisita delicadeza que sacaba Dios sabe de dónde, encontró una fórmula para que Basilio no hiciese demasiado el ridículo ante los demás: «Basilio, no tienes que abusar de tu fuerza, no te pegues con nadie. Tampoco hagas alarde ante ellos, les asustas o les vas a dar envidia». Basilio hinchando su pecho esquelético, radiante de orgullo prometía moderación, para olvidar la promesa poco después. Sus momentos gloriosos, hacia los que fue desarrollando una apetencia concupiscente, los disfrutaba con la cariñosa aprobación de Manuel.

Basilio al encontrar por vez primera un espectador atento, interesado y admirativo fue saliendo de la rutina, aguzó el ingenio y enriqueció el repertorio de demostraciones. Por eso le fastidiaba tanto que hubiese testigos y buscaba cualquier pretexto para ir solo, pero el enfermero asustado con el incidente de Lorenzo «El Judas» se mantenía inflexible: por lo menos dos o ninguno.

Aquel día de julio éramos tres, pues decidí acompañar en su visita a Basilio y a Nemesio «el caballo de oro». Los enfermos con un delirio pueden adoptar dos tipos de conducta: Uno de ellos es la representación de las ideas delirantes, como un actor que hace su papel. Esto ocurre cuando el delirio es complejo y coherente consigo mismo. Antiguamente llamaban a estos enfermos «locos razonadores», al modo de Don Quijote luchando con los molinos de viento, y usando la bacía como yelmo. Igual que Don Quijote fuera de su delirio discurren correctamente, y la propia enfermedad la argumentan de un modo relativamente hábil por lo que suelen seducir algún Sancho Panza. Otros enfermos no representan su delirio. En estos casos las ideas delirantes suelen ser absurdas, incomprensibles, y no las argumentan o lo hacen de modo desorganizado y pueril, como Basilio. El psiquismo del enfermo está desflecado, incongruente y también su conducta.

El «caballo de oro» es otro caso típico de esta modalidad, nunca pretende demostrar su condición de equino áureo, camina normalmente y no relincha portándose con naturalidad dentro de las limitaciones a que la esquizofrenia le ha reducido. Únicamente al preguntarle quién es expone su pintoresca convicción: «el caballo de oro». Lo que desea mostrar a Manuel no eran alardes ecuestres sino una rara habilidad con la que hoy podría acudir a un concurso de televisión: La oreja izquierda carece de cartílago, y plegando el pabellón auricular logra introducirlo en el conducto auditivo, quedando desorejado para asombro de los espectadores que se lo jalean las primeras veces. Los demás enfermos sienten un cierto orgullo por esta proeza circense de su compañero y gustan mostrarla a los visitantes o recién llegados: «anda, Nemesio, haz lo de la oreja», pero si no hay ningún novicio le es difícil encontrar espectadores, todos lo han visto demasiadas veces.

En aquella ocasión Nemesio «el caballo de oro» repite el numerito para Manuel, quien finge sorprenderse, como en ocasiones anteriores. La oreja derecha conserva algo de cartílago por lo que su manipulación no resulta tan lucida como la de la izquierda, quedando una especie de moñito cárneo detrás de la patilla. Fingimos no darnos cuenta. ¿Verdad que puedo ganar dinero en las ferias con esto?, no hay nadie que lo haga. «Si, Nemesio, pero ten cuidado no te lastimes». Más que las palabras es la sonrisa y la mirada de Manuel lo que incita a los otros enfermos a buscar su aprobación, siempre presente.

Basilio tiene preparada una sorpresa en la nueva exhibición de fortaleza: «soy el hombre más fuerte del mundo. Puedo bailar el zapateado ese de Antonio el bailarín sin cansarme. Si quiero puedo cruzar todo el dormitorio bailándolo y no me canso». Imposible disuadirle, a eso ha venido. Su triste figurilla acentúa la ridícula silueta canija y encorvada al adoptar postura de bailaor flamenco. La raída chaqueta, heredada de alguien mucho más corpulento, ciñe por una vez la cintura al sujetarla con la mano izquierda, mientras alzando la derecha inicia lo que pretende ser el zapateado de Sarasate. Taconeo en sordina con zapatos destrozados, de suela blanda como un cartón, agujereada y los tacones desgastados y torcidos. También el infeliz Basilio está desgastado y torcido. Arrastra los pies, tropieza de vez en cuando, pero en un esfuerzo heroico por mantener la figura continúa el remedo de un taconeo rápido y convulso, con el que avanza lentamente por el dormitorio. Mal orientado el edificio a saliente, el abrasador sol matinal marca con fuego la silueta de los ventanales en el suelo, y ante ellos la sombra de Basilio se va recortando una y otra vez según los atraviesa en fatigosa marcha. Nemesio ha olvidado sacar las orejas y mientras contempla al «bailaor» parece una extraña especie de mono o un marciano, pelón y desorejado. No sé cómo interrumpir tan penoso espectáculo sin herir la vanidad del «forzudo». Manuel contempla aprobando con la mirada alentadora aquel baile desatinado que va lentificándose por la fatiga. Es Nemesio el «caballo de oro» quien interpela al «hombre más fuerte del mundo» sudoroso y jadeante. «Oye, te estás cansando». Basilio casi no puede hablar. Con las palabras ahogadas por la respiración veloz y entrecortada logra gritar: ¡Si, pero me aguanto!

Aplaudo y Nemesio se suma a la ovación. Con el movimiento se le despliega la oreja derecha a su posición natural, y él saca la izquierda del escondrijo. Manuel, dulcemente, comenta: «Muy bien, Basilio, nadie habría llegado hasta ahí».

El médico tiene que atender otros dos pabellones además de éste. El enfermero y los dos cuidadores o «mozos» (es el título oficial), totalmente desbordados no pueden apenas conversar con los pacientes. Los enfermos organizan su aplastante soledad en simulacro de mutua compañía. Conversación de sordos porque muy pocos escuchan. Manuel y algún otro.

Entre los que saben escuchar y hablar coherentemente, está un personaje pintoresco y popular del Madrid de entonces. Entra y sale de los hospitales psiquiátricos según oscila la intensidad del hambre o de sus extravagancias. Sin dinero para comer, lo ha sacado para unas tarjetas de visita que reparte en la calle, en los corrillos que logra formar en su torno ; o entre los estudiantes, especialmente los de Medicina del viejo San Carlos, uno de los lugares que por misteriosos motivos más le gustaba frecuentar. Del patio de San Carlos le recordaba. Alto, fornido, melena y barbas al viento repartiendo sus tarjetas:
«Cristobalia»,
y debajo en letra menuda,
«Abogado defensor de Cristóbal Colón, y acusador de Américo Vespuccio, usurpador del mérito y fama de Colón».

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