Concierto para instrumentos desafinados (8 page)

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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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Un simple parche de tela en la parte delantera hubiese servido de bolsillo, a modo de la bolsa marsupial de los canguros, rudimentario pero suficiente para llevar algunas cosas guardadas. ¿Por qué no lo añadían al blusón? Algunos de los responsables de esta posible decisión no sabían por qué, otros argüían que tratándose de enfermos tan deteriorados, olvidaban sacar sus pertenencias al cambiar de ropa, en ocasiones alfileres o alambres oxidados que podían herir las manos de la lavandera, otras veces sus deyecciones o cualquier otro elemento repugnante. Si tenían apego a lo guardado su pérdida les provocaba un disgusto, por tanto era mejor que siguieran utilizando «la bolsa del tesoro».

Sirve de relativo consuelo comprobar que esta situación tenía carácter internacional, pues por aquellos años se publicó en Francia un interesante trabajo con este nombre, «La bolsa del tesoro», refiriéndose a la que sus enfermos, igual que los nuestros, llevaban colgando de la mano, o prendida a la cintura. El trabajo del colega francés era interesante. Realizó una investigación sistemática de lo que el enfermo guardaba, su «tesoro», realizando un análisis dinámico del por qué de esta arbitraria selección de objetos, en relación con el mundo interno de cada paciente.

El contenido de los bolsillos del pantalón de un niño, casi siempre muy abultados, se parece en cierta medida al «tesoro» de los enfermos: Un pañuelo sucio, un trozo de lápiz, el rabo de una lagartija que quedó en su mano al agarrarla, una piedra, un sacapuntas roto, un alambre enrollado, tres clips, un pegote de chicle varias veces usado, tres cromos arrugados, dos chapas metálicas de las que cierran las botellas…

En mi infancia, los niños íbamos al colegio además de con los bolsillos en estas condiciones, con una bolsa de tela, cerrada por una cinta que servía para colgarla del cinturón. La función de la bolsa era llevar en ella las canicas. Bolas de barro pintado en colores vivos, también las había de piedra o de cristal. Las canicas pesan, abultan, y, por su forma, tienden a escapar por cualquier agujero o descosido del bolsillo. Eran a la vez el patrimonio, los ahorros y las ganancias del niño. La bolsa tenía su justificación, formaba parte de la silueta infantil, y a un niño sin ella se le veía como a un desposeído, casi un mutilado.

Las esferitas de barro eran las más baratas, un céntimo cada una (hasta 1936), pero se rompían con facilidad y su forma imperfecta no acababa de agradar. Una de piedra se cambiaba por cinco de barro. Las de cristal eran de dos tipos. Unas, de vidrio monocolor, procedían de las botellas de gaseosa, de las que formaban el cierre hermético, apretándose por la fuerza expansiva del gas contra una arandela de goma en el borde superior de la botella. Valían diez canicas de barro. Las otras de cristal transparente, con espirales multicolores en su interior, nos parecían un milagro de la técnica y el ingenio de los adultos. Su precio: veinte de las de barro, pero había ejemplares excepcionales mucho más valiosos.

Algunos privilegiados disfrutaban con la posesión de esferas de acero, residuo de algún rodamiento a bolas. Era un signo de ostentación estéril, como la de los propietarios de yate que no navegan y sólo lo usan para presumir tomando copas en cubierta, para envidia de los que pasean por el puerto y de los que toman las mismas copas en una embarcación de menores dimensiones y lujo. Las bolas de acero, pese a su atractivo y prestigio, pesan demasiado y no se prestan a la función de las canicas: el juego del castillo o del puente. Por su nombre estos juegos deben tener una larga tradición, quizá desde la Edad Media. El castillo se forma clan cuatro bolas, tres de base y una sobre ellas, tal como se colocan las antiguas balas de cañón en los museos de artillería. El oponente, desde una distancia convenida, que suele ser una zancada del propietario del castillo, dispara la canica sujeta en el dedo índice flexionado, utilizando como fuerza propulsora la del pulgar, engatillado con la uña sujeta por el extremo del índice. Si derriba el castillo se adueña de las cuatro bolas, si no lo toca pierde la suya.

En su aparente simplicidad las canicas cumplen muchas funciones en el adiestramiento del niño para la lucha por la vida. Son la primera actividad deportiva «marrón», remunerada. Embrión de las actitudes competitivas en la adquisición de bienes materiales. Hay jugadores hábiles y torpes, fanfarrones y ladinos, limpios y sucios, ganadores natos y otros que se condicionan a perder. Algunos niños poco habilidosos físicamente no juegan, pero con astutos cambalaches van aumentando el contenido de su bolsa, que acaba siendo la más abultada. Todo un micromundo, espejo de la dinámica de la sociedad humana en ebullición. Como en ella: ¡Ay de los vencidos!

Las bolsas de los enfermos eran idénticas a las de las canicas, quizá por eso me impresionaron tanto. La función del contenido completamente distinta. Estos enfermos, los más deteriorados del hospital, por su empobrecimiento psíquico habían perdido todas las aptitudes competitivas que adquirieron en la infancia. El «tesoro» siempre era multiforme y absurdo en apariencia. El contenido de cada bolsa adquiere significado y resonancia sentimental para su dueño, pero generalmente no lo tiene para los otros enfermos.

Deprimente espectáculo el de un grupo de pacientes mentales «profundos». La esquizofrenia es una enfermedad con múltiples formas clínicas, de apariencia y consecuencias completamente distintas. Tanto que muchos dudamos de que se trate de una misma enfermedad. Hay formas benignas, precisamente las que más asustan al enfermo y su familia, las que por sus alucinaciones, desorganización del pensamiento, episodios de violencia, etc., coinciden con el concepto que el vulgo tiene de la «locura». Gran número de estos enfermos se recuperan y vuelven a la lucha por la vida. Otras formas de esquizofrenia son destructivas de la función cerebral. Provocadoras de «demencia» en sentido estricto: aniquilamiento de la mente. Los pacientes inician la enfermedad en una etapa muy temprana de su vida, en la pubertad o primera adolescencia, y quedan «demenciados», empobrecidos intelectualmente. Faustino era víctima de esta modalidad destructora y, en aquella época, sin esperanza.

No existían todavía centros especializados en subnormales graves, y a éstos se les alojaba con los psicóticos profundos. El grupo es fantasmal y deforme, como una pesadilla de la que se quisiera despertar y que no pudiese ocurrir en la realidad. Los pacientes sin capacidad de relación estable, no se comunican y permanecen inmóviles, deambulan torpemente o se agreden.

Los libros técnicos describen las estereotipias y regresiones. Contemplarlas simultáneamente en un grupo de personas encerradas en un patio, deja huella en todo corazón no encallecido. Las «estereotipias» son actos innecesarios que se repiten perseverantemente. Casi todos estos pacientes las tienen. Algunos caballos estabulados mueven incesantemente la cabeza de un lado a otro, en un penduleo constante, para el que no hay corrección. Generalmente se les sacrifica. Suele ocurrir con los osos enjaulados en el estrecho recinto de los antiguos zoos, o de los circos ambulantes. Algunos de estos pacientes realiza el mismo tipo de movimientos, se le llama «síndrome del oso enjaulado». Otros golpean rítmicamente con una mano, durante horas, o rascan con las uñas el suelo o la pared. Además de las estereotipias de movimiento, como éstas, las hay de fonación, y quien las padece grita intermitentemente, sin carácter intencional, sin pretender significar o comunicar algo, es sólo un acto automático repetitivo, una «estereotipia». Las hay también de lugar, la víctima al salir busca todos los días el mismo rincón, o banco y de allí no se aparta. También existen posturales, y el sujeto en cuanto puede adopta una postura, siempre la misma, aunque sea inadecuada o contraproducente, como estatuas humanas.

La llamada «regresión» significa que la persona retrocede, regresa, a etapas iniciales de su desarrollo, y olvida todo lo aprendido después: hablar, vestirse, el uso de los utensilios para comer, el control de esfínteres. En las regresiones graves, el comportamiento remeda el de un niño de sólo meses o días de edad, pero con cuerpo y vigor de adulto. Hay quien teoriza que la regresión puede alcanzar etapas prenatales de la vida intrauterina, pues algunos de estos enfermos adoptan constantemente, incluso en la cama, una postura «fetal», plegados sobre sí mismos, como el feto en el útero y no hacen otra cosa, ni comer. Hay que alimentarles forzadamente, por sonda nasal, porque la muerden y cortan si se les da por la boca.

Otros comen vorazmente, con apetito ciego, sin distinguir de los alimentos las piedras, mechones de pelo, tierra, etc. Se llevan a la boca, como el niño al que le salen los primeros dientes, todo aquello con que tropieza su mano.

Las moscas son una molestia ocasional, casi un recuerdo que se reactiva incómodamente cuando se ponen pegajosas los días en que sopla el poniente.

Allí eran una plaga, posadas a miles, como manchas negras sobre los enfermos estatuarios, que no hacían ningún movimiento defensivo, ningún gesto o parpadeo para espantarlas de las comisuras de la boca o del borde de los párpados. Dentro de la repugnancia con que asocio su recuerdo, tengo que reconocer que estos insectos proporcionaron, con su fotografía sobre el rostro de algunos pacientes, el primer dinero que pude arrancar al ministerio para la reforma del hospital. Incluso los políticos y los altos funcionarios tienen estómago y corazón.

En este ambiente conocí a Faustino. Llevaba en el pabellón varios años. No muchos, aún era joven. Uno de los matices más desoladores en un departamento como aquél es el de la incomunicación: Los que gritan lo hacen para sí mismos, los pocos que hablan palabras articuladas no suelen construir frases completas. Los gestos de estupor, sufrimiento o embeleso tampoco van dirigidos a los demás. ¿También de embeleso? Sí, algunos pacientes tienen expresión de gozo inefable.

«Inefable», el diccionario define: «que con palabras no se puede explicar». Es un adjetivo que solemos escuchar asociado a las vivencias místicas. Cuando una persona experimenta algo que no tiene nada que ver con la vida cotidiana, que carece de puntos de referencia previos, que no corresponde a nada conocido; es mucho pedir que nos los explique con palabras, que siempre están asociadas a algo que se conoce. Es lo que ocurre a los místicos en el contacto subjetivo con la divinidad. Provoca en ellos sensaciones nunca vividas fuera de estos momentos: los «éxtasis místicos». Al tomar de nuevo tierra no pueden dar una versión asimilable de lo sentido durante el éxtasis: es inefable. Algunos místicos con talento literario, como Santa Teresa, nos permiten atisbar ciertos rasgos del misterio; siempre expresado a través del vocabulario que se utiliza en el amor humano, en su expresión más exaltada. La iconografía con que los artistas intentan reproducir en esculturas y retratos los episodios de arrobamiento espiritual, con excesiva tendencia a poner a los santos ojos de carnero degollado, nos han acostumbrado a identificarlos como gozosos, o impregnados de dolor ambivalente, dolor-placentero placer-doloroso. También ocurre en el amor.

Estos momentos, en que seres privilegiados ascienden a un nivel de sublimidad que no parece asequible a la naturaleza humana común, tienen su triste remedo, su caricatura, en la enfermedad.

Un paciente, que por su expresión parece estar transportado en éxtasis, destaca sobre cuantos le rodean con gesto ausente o dolorido. La facies de embeleso místico, que puede permanecer durante horas, y ser un estado habitual en determinado paciente, no contiene el volcán de ideas y sentimientos del auténtico místico, es una máscara hueca, casi vacía de contenido. Cuando lo tiene suele ser agradable para el enfermo, pero se trata de un estado de ánimo inducido biológicamente, no de un rapto espiritual. Es un automatismo sentimental, que gusta saber que se vivencia placenteramente, porque su protagonista modifica el tono general del departamento y despierta interés y simpatía.

Faustino sufre, ¿disfruta?, frecuentes raptos de embeleso, pero mi simpatía se debe a otros motivos, ya he conocido muchos casos similares. Sólo parecidos, porque Faustino es un ser de bondad y desprendimiento excepcionales. De inclinación solitaria no busca compañía, sin embargo, dentro de su aislamiento siempre está dispuesto a ayudar. Si cae otro paciente lo levanta, si se lamenta o llora, acude a su lado e intenta consolarle, luego marcha a su rincón. Faustino es uno de los menos deteriorados del grupo. Conserva un cierto nivel de lenguaje, desorganizado y elemental.

Al entrar los médicos, cuidadores o monjas en este departamento, la mayoría de los enfermos permanecen ausentes. Otros siempre se acercan, tropezando y babeantes. No es un acto de cordialidad o petición de ayuda, es un automatismo, vienen a posarse, igual que las moscas que les cubren, y a toquetear instintivamente, como hacen con todo lo que se mueve, con las manos sucias de secreciones nasales o excrementos. Con una claudicación egoísta siempre que puedo entro detrás de sor Aniceta, la monja del pabellón que sirve de pararrayos, pues se adhieren al que va delante, y la sor no les rechaza.

Faustino suele estar en su esquina preferida, en el borde de la sombra de uno de los árboles, tanto en verano como en invierno. Contesta si se le habla, si no prefiere continuar abstraído. La mímica de arrobo de Faustino tiene dos modalidades. Una de ellas fija, congelada, mirando beatíficamente al vacío, los ojos perdidos en lo alto. La otra modalidad es la que más interesa por lo poco habitual. El embeleso tiene contenido, se dirige a un objeto, siempre el mismo, al que mira con placer indescriptible: el mango de un paraguas.

Es un mango de celuloide, los plásticos no se habían difundido entre nosotros. Ambarino, transparente, con volutas nacaradas en su interior. No puedo imaginar con qué tipo de tela se completaría aquel disparate estético. La huella de la inserción por atornillamiento de la vara metálica central del paraguas está aún visible en su extremo inferior. Está roto por la rosca, y éste debió de ser el motivo de su abandono.

¿De dónde lo sacó Faustino? Sor Aniceta dice que llegó con él al hospital dentro de su bolsa. Una bolsa casi vacía, porque en sus gestos de consuelo a otros pacientes, suele regalar al apenado algo de lo que contiene, y es muy difícil reponer el ahorro gastado, en el patio de un pabellón de profundos de un viejo manicomio. El «tesoro» de Faustino mantiene dos elementos fijos, su única posesión preciada, y tema de muchos episodios de gozo inefable. Uno es el mango del paraguas, y otro es un retrato ovalado, sobre chapa metálica con orificio en los dos extremos, para dar paso a los tornillos que lo sujetaban a la lápida, pues se trata de una de esas fotos, que en cementerios de pueblo pueden verse sobre las tumbas.

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