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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (11 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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Don Servando no traía a Madrid el coche y el chofer, para evitar que éste regresase con chismes a Murcia. En una de sus primeras juergas le cayó simpático el taxista.

—¿Cómo te llamas?

—Felipe.

—¿Cuánto ganas un día con otro?

—Tanto.

—Pues desde ahora te doy el doble, y todo el día conmigo cuando venga a Madrid.

Así empezó la intensa relación, conveniente en un principio para Felipe, y que ahora lo era para Don Servando. De las muchas personas que le debían favores y dinero sólo Felipe dio muestras de gratitud. Acudía periódicamente a visitar a su antiguo patrón vociferante. Unas veces en el taxi, y le sacaba de paseo. Otras en el cochambroso autobús que unía el pueblo con Madrid, y en el autobús se lo llevaba a pasar el día con su familia. Al regreso se complacía relatando las gracias de Servando, que a él le hacían retorcerse con una risa que nos contagiaba a todos. En uno de los viajes en autobús, que costaba 75 céntimos, al entregar el cobrador los billetes, Don Servando con tres bastones de puño labrado, cinco sortijas, chaqueta de grandes cuadros, corbata chillona sujeta con un brillante, el sombrero emplumado; preguntó despacioso y solemne: «¿Tiene usted cambio de mil dólares?» Viajaron gratis.

Una de las primeras cosas que aprendí en el manicomio es que la atenta observación de los visitantes tiene tanto interés como la de los enfermos. Era un espectáculo aleccionante ver la solicitud con que Felipe cuidaba a Don Servando. Celebraba la comicidad de su ingenio extravagante, le protegía de cualquier consecuencia ingrata, y comenzó a llevarle a su casa los días en que se hace más amarga la ausencia del cariño familiar que faltaba a Don Servando, Navidad, Nochevieja, etc.

El taxista era profundamente religioso y tradicionalista, lo que no acababa de entusiasmar a Servando, porque le sacaba en fiestas de guardar, y las misas y procesiones a que asistían no era precisamente su idea de un día de fiesta, «además han puesto de cena sopa de almendras y besugo que dice que es lo típico». El Domingo de Ramos le regaló una corbata, «Domingo de Ramos, el que no estrena no tiene manos». En el Valladolid natal de Felipe, era un precepto al que el taxista seguía aferrado.

La mayor decepción de Servando ocurrió un viernes de marzo en que Felipe acudió a buscarle. No siendo día festivo esperó cambio en el programa de festejos. Regresó mustio. «¿Dónde han estado hoy?» «Me llevó al Cristo de Medinaceli, hicimos cola cuatro horas, luego nos tragamos media hora allí rezando estaciones, dice Felipe que tenemos que pedir por mi salud, que el Cristo es muy milagroso. Menos mal que justo delante en la cola iba una tía estupenda y muy simpática…»

La salud de Don Servando llevaba mejorando varios meses, gracias a lo cual podía salir con Felipe y pernoctar con la familia. Hoy no sería gran problema su curación estable; con los medicamentos de entonces se empezaban a conseguir remisiones, al menos por largas temporadas. Don Servando aceleró su normalización, y el deseo de abandonar el hospital empezó a estar justificado.

Como en tantos casos similares, enfermo y médico tropezamos con la familia, que no creyendo en la mejoría se negaba a aceptarle en la casa, casa que era suya y disfrutaban ellos. Don Servando estaba legalmente «incapacitado para administrar su persona y sus bienes».

La «incapacitación» de un enfermo mental se hace, teóricamente, sólo para su beneficio. Si por la enfermedad comete algún acto delictivo, queda automáticamente exento de culpa y sanción. Si firma cheques, hace donativos o es víctima de una estafa, nada de esto le perjudica, pues todos los documentos son nulos. El problema está en que queda en manos del consejo de tutela que nombra el juez, y que si no hay razones evidentes para modificarlo, suele estar constituido por los parientes más próximos. En la mayoría de las ocasiones en que hay cónyuge o hijos, quieren al enfermo, le protegen, y acogen con júbilo la curación o mejoría, la posibilidad de regreso al hogar y la anulación del expediente de incapacidad.

El mejor indicio del afecto o despego de una familia, es la frecuencia de las visitas, el deseo de sacar al paciente, tenerle unos días en casa, preocupación por su bienestar y satisfacciones. La de Don Servando no le visitaba, y de las muchas cartas que escribía el enfermo sólo contestaban alguna, de tarde en tarde y con evasivas. Ahora hacían lo mismo con las que enviábamos los médicos apremiando el alta del paciente.

El hospital era «de beneficencia», gratuito. Conservaba, como residuo anacrónico del pasado, un pabellón llamado «de primera», porque pagando la familia un simbólico suplemento, los pacientes disfrutaban en él de algunos mínimos privilegios. El dinero se invertía en carbón para prolongar las horas de estufa en el salón de estar. Los dormitorios carecían de calefacción, como los del resto del hospital. Ese pabellón fue originalmente el «de agitados», por lo que todos dormían en «celdas de aislamiento» que al haber resuelto la farmacología los antiguos episodios de violencia, se habían convertido en «habitaciones privadas», tan cochambrosas como cuando eran celdas de aislamiento, pero con otro nombre, y un rango ilusorio. De ilusiones también se vive.

Los enfermos del «pabellón de primera», incluso «Los Grandes Capitales», estaban sumidos en la pobreza. Los del resto del hospital en la miseria. Un signo visible era el atuendo, más cuidado, y ocasionalmente de mejor calidad. Testimonio de un trágico venir a menos. Otro signo que en las partidas de cartas apostaban algunos céntimos. En los demás pabellones sólo podían jugar la exigua ración de tabaco, no tenían otra posesión disponible.

El «Príncipe» disfrutaba de un reloj de oro de bolsillo, con cadena cruzando el chaleco, y unas pesetillas de renta, que pasando por la administración del hospital le servían para comprar el papel y sobres para las cartas, y ocasionalmente un nuevo mapa, algo de ropa y útiles de aseo, pues era extremadamente cuidadoso de su aspecto. Don Lisardo, «El Filósofo», gastaba su mezquina jubilación en el suplemento. Algo quedaba, muy poco, para aumentar la ración de tabaco. Conservaba una pitillera de plata. Iñaki unos gemelos de oro y un reloj de pulsera de acero, viejo pero en un buen estado. Don Servando su florido guardarropa, los bastones, alguno muy valioso pero difícil de vender y las sortijas con pedrería multicolor. Era lo único que la familia no se atrevió a arrebatarle. Aquilino, el portero, no tenía ninguna de estas cosas, pero sí una vista de lince y mente maquiavélica que premeditaba la agrupación del tesoro. Para reunirlo precisaba primero reconciliar al «Príncipe» y a Don Servando, incomunicados desde el altercado en el mus. ¡Qué talento perdido para la diplomacia española! Consiguió que Don Servando diese el primer paso. El «Príncipe» rumiaba los inconvenientes de haber perdido el auditorio predilecto y la partida vespertina de cartas, a esa hora estaba demasiado cansado para seguir dictando a Germán, y se aprestó al perdón. El «abrazo de Vergara» hizo posible el plan que Aquilino llevaba semanas tramando, con tan menguadas posesiones, que en aquel ambiente de privación bastaron para acuñar el apodo de «Los Grandes Capitales».

El plan de Aquilino era sencillo y tentador. Amigo de un quinqui del pueblo, el puesto en la portería le facilitaba hacer de intermediario en la venta de las alhajas. Con el dinero podían marchar a Madrid y en el anonimato de la gran ciudad, mientras daban con ellos, podían pegarse la vida padre con unas chiquitas alegres.

Don Servando, recuperado en gran parte el equilibrio mental, se negó a que la venta la realizase solo Aquilino, de quien empezaba a desconfiar, y aportó sólo dos de las sortijas, quedando otras dos en sus dedos gordezuelos. No estaba dispuesto a quemar todas las naves. Acertada precaución.

El estratega Aquilino planificó la operación: Aprovecharían el momento en que después de la comida de los enfermos se sirve la del personal y disminuye la vigilancia, apuntalada precisamente en la portería a su cargo. El quinqui esperaría en la esquina, y cobradas las alhajas ¡corriendo a la estación! A esa hora pasa un tren hacia Madrid, y antes de que hubiesen notado su ausencia ya estarían mecidos dulcemente por el traqueteo de los raíles, mal ensamblados como todos los de España. Luego ¡ancha es Castilla!

La partida de mus se sustituyó por reuniones de cinco conspiradores. Por la imposición de Don Servando de intervenir todos en la venta, había que esperar a uno de los días en que el buhonero, llamado pomposamente anticuario por Aquilino, operaba en el pueblo. Varias noches casi sin dormir. AI fin noticias en la portería: mañana.

Los conspiradores fueron muy puntuales, no tenían ni otro deseo ni otra cosa que hacer. El punto de vista del quinqui era diferente. Retrasó de modo deliberado su aparición, para provocar la impaciencia de los fugados. Temerosos de perder el tren, con un regateo apresurado y angustioso tuvieron que aceptar las despiadadas condiciones del «anticuario». ¡Que no llegamos! Partieron los cinco gordinflones hacía la estación, con un trotecillo que el jadeo redujo en seguida a un paso rápido, y poco después a arrastrar el cuerpo como podían.

El tren, resoplando tanto como ellos, hacía su fatigosa entrada en la estación. No hay tiempo de coger billetes, los tomaremos en ruta! Desconocedores de la estación confundieron el andén. Olvidaron que los anticuarios no son los únicos que se retrasan, subieron a un tren que debía haber llegado una hora antes…, y no iba a Madrid sino a Toledo. Don Lisardo tranquilizó al grupo con serenidad filosófica: «En todas partes cuecen babas, y si nacen toledanos es que hay mujeres».

Aquilino, autonombrado administrador general, pagó los billetes al revisor y en la primera parada compró una botella de vino para Iñaki, lo que por el momento calmó todas las inquietudes del
bilbaíno rico.
Don Lisardo, como todos los filósofos, estaba de espaldas al dinero y resignado a no tenerlo. Al «Príncipe» le pareció buena idea disponer de un «administrador», que además de liberarle «de la impropia mezquindad de andar contando las vueltas, evita que sea yo quien dé las propinas, que tendrían que ser principescas, y el anticuario nos ha dejado como para no andar con fantasías». Don Servando, con el sofocón de la carrera descompensó su cardiopatía, y preocupado con sobrevivir a lo único que prestaba atención era a la taquicardia y extrasístoles, que por fortuna se iban atenuando.

Llegados a Toledo comprobaron que efectivamente había mujeres, con excesiva propensión a vestir de luto, pero muchas. Sólo faltaba encontrar las adecuadas. Don Serrando, recuperado, no dudó en el sistema: «Vamos a coger un taxi».

El tráfico rodado del Toledo preturístico no tenía nada que ver con el actual. Dominaban aún los carros y carretas, lo que se llamaba técnicamente «tracción de sangre», para no ofender con «tracción animal» por si era un hombre quien empujaba el carrito. Ocupaban la plaza de la estación un par de autobuses, algunos coches privados, «coches oficiales» y cuatro taxis. Otros viajeros más avispados se llevaron los taxis.

Como decía Don Lisardo «Dios le da nueces a quien no tiene dientes», y en aquella España sin automóviles abundaban sobremanera los «guardacoches». Dos de ellos, en la plaza vacía de vehículos, se disputaron atender al grupo que desconcertado apiñaba sus corpachones.

—Queremos un taxi.

—No llevan más que cuatro pasajeros, tienen que coger dos.

—Bueno, pues trae dos taxis.

Vendrán dentro de dos horas, al otro tren.

Iñaki propuso ir a tomarse unas copas. Prevaleció la opinión de Don Lisardo: «Primero lo primero, ya tendremos tiempo de beber después celebrándolo». Los filósofos y los artistas pueden despreciar el dinero, pero no hay que olvidar que Juan Sebastián Bach tuvo doce hijos, la mujer de Goya 14 abortos, y que Sócrates no les aventajó porque los efebos no suelen quedar embarazados. Demos a cada cual lo suyo.

Uno de los dos guardacoches, dentadura verdosa y mellada visible al sujetar la colilla de puro con los dientes en vez de con los labios y la gorra de visera llena de manchas de grasa, logró echar al otro y apoderarse del grupo. Aquilino adelantó una propina mientras preguntaba por una «buena casa de mujeres».

—Funcionan por la noche, ahora sólo recibe la Herminia, pero ésa es más cara porque es para gente bien que no sale de noche.

—No importa, llévanos a la Herminia.

El guardacoches, por la propina recibida calculó la que iban a darle al despedirse a la puerta del burdel. Calculó también la cuesta arriba, empinada e inacabable, el calor aplastante, y decidió que con lo mezquino que se había mostrado el gordinflón no valía la pena. Llamó a un niño que se hurgaba apaciblemente la nariz, en la sombra apoyado en una columna: «Paquito, lleva estos señores cá la Herminia». Paquito miró al extraño grupo, a la cuesta y se hizo el remolón, pero una patada del guardacoches en el trasero del zagal puso en marcha a todos tras el chico.

Pronto comprendieron la renuncia del guardacoches. El largo camino y luego la cuesta, que ahí sigue, ahora abarrotada de coches rugientes que meten la primera para poder subir, estaba silenciosa y vacía de peatones por la hora de la siesta, brindando toda la calzada al grupo, que por ella marchó con desprecio de las estrechas aceras. El sol plomizo, cayendo en vertical suprimía el alivio de cualquier sombra, y rebotaba en el adoquinado con aliento de fuego.

Con la excepción de los campesinos, la población española utilizaba chaqueta y corbata incluso durante los rigores de la canícula. Quien podía permitírselo tenía una chaqueta blanca y los zapatos bicolores, blanco el empeine y marrón o negro el resto del calzado. Del mismo material que durante el invierno. Don Servando venía apercibido con atuendo de rigor: americana blanca cruzada y zapatos de dos colores. Los otro cuatro lo mejor de su exiguo guardarropa.

En la primera esquina se desabrocharon el cuello de la camisa y se aflojaron la corbata. En la esquina siguiente, ya sudorosos y jadeantes, se despojaron de las chaquetas llevándolas plegadas sobre el antebrazo izquierdo. Poco después encontraron cierto alivio arremangando la camisa por encima del codo. En la tercera esquina, con los pañuelos empapados en el sudor que recogían de frente y calvas, el «Príncipe» sintió una punzada en el costado y Don Lisardo extrasístoles.

No teniendo dónde sentarse lo hicieron en el bordillo de la acera los más afectados, los restantes pegados a la casa inmediata, para utilizar la estrecha sombra que se iniciaba y el muro como respaldo. Paquito, impaciente, intentó decir que le estaban esperando para jugar: «¡Tú calla y espera, mocoso!»

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