Concierto para instrumentos desafinados (14 page)

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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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Por su talante esquivo, naturaleza huraña y aspecto físico desagradable, se aisló de los otros pacientes, inactivo y embotado. Sin saber qué hacer, pues en el hospital nada guarda relación con su antiguo estilo de vida, con las cosas que un pastor sabe y gusta realizar.

Tras la mejoría inicial con la medicación, no volvió a atentar sexualmente contra otro enfermo. Su turbio pasado, que algunos enfermos conocían pues en aquel tiempo la delincuencia era tan reducida en España que un caso como el suyo salía con carácter sensacionalista en todos los periódicos, fue olvidándose poco a poco, difuminado entre las otras muchas historias dramáticas que albergaba el hospital. Se olvidó su pasado, y en realidad se le tenía también olvidado a él.

Eufrasio fue uno de los más beneficiados con la fiebre laboral de las bolsas. Forzado a salir del aislamiento por el trabajo en equipo, siguió relacionándose en las horas libres. Su inteligencia no era tan pobre como había parecido a los forenses, estaba atrofiada por falta de uso. Tras permanecer hacinado cuatro años entre enfermos, ahora comenzaba a vivir CON hombres, a sentirse útil. Al ser seleccionado por «El señor Macario» tuvo por primera vez en su vida la vivencia de participación. Desperezó el ingenio embotado, y los dibujos con muescas en bastones y tallas se agilizaron con el manejo de nuevas herramientas y las lecciones del ebanista, despertó facultades dormidas, mejoró día a día, empezando a disfrutar de algo que jamás había tenido: amigos. Hasta se permitía pavonearse un poco: «Eufrasio, ¿cómo va el telón del cine?» «Bien, bien, lo
estamos
terminando».

Ahora el episodio del árbol, que parecía una broma de mal gusto, adquirió matices sombríos al despertar en otros enfermos recuerdos y remover posos amargos: bestialismo, violaciones. Eufrasio empezó a ser visto como un ser salvajemente anormal, fuente de repugnancia y temor… y 61 a notarlo y arrinconarse, como fiera acorralada. Los ojos de Eufrasio, que hablan recuperado transparencia, tornaron a ser impenetrables. En las pupilas, brillantes y aceradas, rebotaba la mirada del interlocutor, como en un espejo. Esto es lo que deseaba aclarar sor Domitila al preguntar: «Doctor, ¿qué vamos a hacer con Eufrasio?» Pero, como me hubiesen dicho en el ministerio: «no había precedentes», era la primera vez que me encontraba ante un caso de esta índole.

Por fortuna mi maestro nos había inculcado a todos sus discípulos que un psiquiatra jamás puede juzgar a sus enfermos. Tenemos que aceptarles como son. Ayudar, sin ningún tipo de rechazo; sin tolerar que brote en nuestro ánimo el menor atisbo de repugnancia, hostilidad o desprecio. Sólo así se puede comprender.

¡Triste vida la de Eufrasio! Se habla mucho de la crueldad deshumanizada de las grandes ciudades, y no se piensa en la crueldad de los villorrios. Qué tragedia sorda encontrarse el más feo, tonto y pobre del pueblo! Caserío que es el principio y fin del mundo, para alguien de tan pocas luces. Sin una sola memoria grata de la infancia. Zagal con un pastor zafio y violento sin el menor apego a un oficio que abandonó, quedando Eufrasio, «El Eufrasio» todavía niño, a cargo del rebaño de los vecinos.

Al regresar a contraluz del ocaso que convierte en polvo de oro, el del camino que levantan las ovejas, éstas van quedando en grupos de dos, tres, cuatro, a veces una, inmóviles ante las puertas de las casas de sus dueños, hasta que al final resta Eufrasio solo, porque no tiene ninguna.

Tampoco tiene con quien hablar. Si alguna vez se ocupan de él es para gastar una broma pesada. Aún no existían las radios de transistores, que han cambiado el mundo interno del pastor, con una comunicación unilateral, pero comunicación. Para «El Eufrasio» sólo las ovejas, el campo, el frío, la lluvia heladora, el calor aplastante, las ovejas, el arroyo refrescante, el soto umbrío verdinegro y acogedor, las ovejas, el día, la noche, la luna, una naturaleza robusta en la que el instinto sexual nunca bien comprendido brota intermitentemente con fuerza arrolladora como un géiser y… las ovejas. El pueblo con la gente como un erizo con las púas amenazando, necesidad de compañía, soledad, desprecios, soledad, burlas crueles, soledad, una niña que aún no envenenada contra él sonríe, habla, no insulta, ríe, juega, corre a cuatro patas… como una oveja…

¡Tiene que haber sido el Eufrasio! ¡¡Ha sido el Eufrasio!! Unidos en justa ira le persiguen, acorralan y también unidos, ¡todos a una!, en una «justicia»por su mano tan irracional y monstruosa como la acción que él ha cometido: garrotazos, patadas en el bajo vientre «para que aprenda», garrotazos, patadas, garrotazos, pérdida del conocimiento. Vive, porque llegó la guardia civil que percatándose de que iba a morir le trasladaron al hospital de la ciudad más próxima. Fractura de cráneo, de maxilar, de húmero derecho, de dos costillas, de tibia, orquitis traumática, lesiones internas…

El traumatólogo del hospital hizo unas cuantas proezas, la naturaleza férrea de Eufrasio las demás, indispensables para su recuperación. Sólo física. En cama con los maxilares cosidos, teniendo que alimentarse por medio de una paja introducida a través del boquete de un diente que hubo que arrancar para este fin, y medio cuerpo enfundado en escayola, arreciaron las visiones y las voces que dieron lugar al diagnóstico de los forenses: «psicosis injertada en una oligofrenia» (enfermedad psíquica que aparece en un cerebro ya tarado por una deficiencia intelectual).

La cárcel, el hospital psiquiátrico penitenciario, el juicio y nuestro hospital…

Cuatro años de encierro “estupuroso” dentro de sí mismo. El trabajo en equipo. Eufrasio empieza por primera vez a ser y sentirse hombre, a tener camaradas, compañeros, incluso amigos. ¿Por qué el árbol?

Eufrasio se encuentra de nuevo fiera acorralada, está a la defensiva y es difícil relacionarse con él, pero poco a poco se confía. Al principio no responde, lo hace con monosílabos después, para abrirse más adelante y acabar buscando las entrevistas, necesitando hacer confidencias. Con ellas se va perfilando el mundo interior, alicorto y atormentado, de un ser humano convertido en anormal peligroso por la crueldad del destino y de los hombres.

En el hospital no hay aún psicoterapeutas. Intentamos sustituir su labor. Eufrasio de la confianza sube al entusiasmo. Muestra nuevas aptitudes, las desarrolla, y pese a las barreras de un distinto lenguaje y diferente visión del mundo, es capaz de comunicarse con sutileza. No sólo se apresta a una nueva vida, remodela la interpretación de su pasado: Eufrasio, ¿por qué un árbol, por qué aquél precisamente? (No voy a intentar imitar su lenguaje, expongo las ideas de Eufrasio en el mío.)

—¿Para qué hablar de eso?

—Es lo único extraño que has hecho últimamente, que alarme, que pueda ser el principio de una vuelta a lo que te trajo aquí. Conviene que lo hablemos, para protegerte enseñándote cómo lo puedes superar.

—No quiero volver a hacer daño a nadie, por eso elegí el árbol.

Reconozco que es triste que hayas tenido que recurrir a un sistema tan raro y tan incómodo.

—No, si no es sólo para eso. Aquí encerrado me empecé a acordar de mi vida. A echar de menos cuando estaba solo en el campo. Los recuerdos buenos se separan de los malos, y se quieren repetir los buenos.

—¿Por qué precisamente ese árbol?

—Está al lado de la fuente. Abriendo el grifo, el ruido recuerda en el silencio de la noche el arroyo del soto. El mismo fresco con la brisa que mueve las hojas, entre las que se filtra la Luna. Ya se lo dije, no era sólo para eso.

Singular revelación. Un acto anormal y abyecto, visto desde su protagonista puede presentar un aspecto insospechado. La mejoría de Eufrasio se consolida. La psicosis ha remitido desde su remoto ingreso en el hospital. El otro factor dictaminado por los forenses, la subnormalidad intelectual, ha mostrado ser en gran medida un bloqueo afectivo. Al recibir estímulos ha despertado la inteligencia embotada, y aun siendo inferior al término medio ya no justifica su reclusión. Debo enviar al juez un informe: «… la enfermedad que provocó tanto su irresponsabilidad como el delito cometido, ha desaparecido. Clínicamente puede ser dado de alta y abandonar el hospital…».

Si el juez se convence, ¿cuál será el resultado para «El Eufrasio»? Al pueblo ni quiere ni puede volver. El intenta olvidar los recuerdos negros, es poco probable que sus paisanos hagan lo mismo. ¿Buscarse la vida en la ciudad? No está preparado. ¿Tornar a su oficio de pastor, en otro lugar, donde no pudiesen llegar noticias de su pasado? Si lo desea, puede ser una solución.

Eufrasio pidió, llorando, seguir en el hospital.

La profesión de psiquiatra es fascinante, pero no siempre alentadora.

8. Amor en el crepúsculo

E
l ejercicio de la Psiquiatría brinda la oportunidad de observar «El Teatro Mundo» entre bastidores, con los actores despojándose del disfraz o prestos a entrar en escena, mudando el gesto para la representación. Como a los españoles nos entusiasma traspasar cada puerta en que está escrito: «prohibida la entrada a toda persona ajena a…», suele envidiarse esta licencia para deambular entre bambalinas y camerinos. No todos los espectáculos se contemplan mejor entre bastidores, por ejemplo el ballet está diseñado para disfrutarse sólo visto de frente. También en nuestra profesión hay ocasiones en que conviene que abandonemos apresuradamente el puesto de observación profesional para regresar al patio de butacas, si no queremos perdernos lo mejor del espectáculo. Este libro es en esencia, una muestra de lo que los médicos sólo podemos ver si nos quitamos durante unos minutos las gafas de los conocimientos técnicos, y miramos al hombre con los ojos humildes y afectuosos de un ser humano como otro cualquiera.

Para el análisis del amor, el sillón del psiquiatra es un observatorio privilegiado, porque uno de los dos protagonistas está en menoscabo, y el amor al no ser fruto de la pasión sino del cariño, la idealización, el recuerdo o la generosidad, adquiere su expresión más sublime. Es muy fácil que dos personas jóvenes y atractivas se amen apasionadamente. Es un bello espectáculo, pero no para presentarlo a un concurso de méritos, les induce a ello, casi les obliga, la naturaleza. Por eso voy a rememorar ahora tres episodios de amor en el atardecer de la vida, en los que el instinto no representa ningún papel.

Logradas las primeras reformas del hospital, que empezaba a parecer habitable, los nuevos medicamentos hacían curables a enfermos que antes no lo eran, y mejoraban a otros lo suficiente como para regresar a su hogar. Para atenderlos, fue necesario abrir una consulta ambulatoria, para enfermos externos, en aquel centro oficial «de régimen cerrado», que permaneció tantos años aislado del exterior. Junto a los pacientes en alta provisional que acudían a revisión, empezaron a venir otras personas. Al principio del pueblo o zona inmediata, y luego también desde Madrid.

Aquel hombre, alto, delgado, espada encorvada, pómulos salientes, nariz afilada, caía antipático en el contacto inicial. Aunque no hacía frío él lo tenla; entró en la consulta con el abrigo puesto y frotándose las manos, largas, huesudas y pálidas.

Hablaba en voz baja obligando a un esfuerzo para no perder el hilo de su relato, ordenado, dicho de forma monótona, distante, sin entonación sentimental, casi de modo desdeñoso.

Algunas piezas de concierto, como el «Bolero de Ravel», siguen un esquema curioso, parten de unos pocos compases que se reiteran constantemente, añadiendo en cada repetición la compañía de nuevos instrumentos, hasta conseguir en su despiadada monotonía un efecto orquestal deslumbrante, que arrastra al oyente. El relato del friolero tuvo el mismo efecto.

Contó que era traductor de libros para las editoriales, tarea compartida con su esposa, y que les permitía vivir muy modestamente en una habitación alquilada con derecho a cocina, en un barrio céntrico de Madrid.

«Vivimos al borde de la pobreza, luchando uno junto al otro, hombro contra hombro para sobrevivir dignamente. De todos los seres con que he tropezado en mi vida sólo tengo motivos de agradecimiento para ella. Es la única persona que se ha portado bien conmigo y que me ha querido. Soy un hombre difícil, sé que resulto poco atractivo como hombre y como compañero. Ella con su cariño me ha hecho creer, y me ha hecho sentir, que mi existencia y mi compañía son preciosas para alguien. No lo puedo olvidar ahora, no me quiero morir sin pagárselo».

Sobre estos compases iniciales, el friolero fue construyendo su concierto, añadiendo nuevos elementos que reforzaban la repetición, que adquiría dimensión heroica al ser dicha con despego.

El tema siempre el mismo: la deuda de gratitud con su esposa.

Un cambio en la situación venía a plantear su dificultad de pago. Acababa de recibir el diagnóstico de un cáncer pulmonar. Estaba informado concienzudamente de la posible supervivencia: sólo unos meses. También de la evolución de los dolores, que en esos días se iniciaban y le habían pronosticado que irían en aumento constante hasta hacerse lancinantes, insufribles, combinándose al final con las dificultades respiratorias, y el ahogo.

Fue una de las consultas médicas más extrañas de que tengo noticia, pues no venía buscando ni esperanza ni alivio: «Sé que no tengo remedio, y que los dolores sólo se pueden embotar con calmantes morfínicos, todo eso ya está planeado y no es tema de ustedes».

Pedía orientación para hacer soportable toda esta etapa final no a él mismo sino a su esposa, aún no enterada del diagnóstico. Se confesó agnóstico, y por tanto sin el consuelo ni apoyo que la religión puede prestar en estos casos a un creyente. «Temo que me falte el valor y la serenidad, y amargar nuestros últimos meses de convivencia. Convertirme en una carga y una pesadilla para ella, y que ya para siempre se le haga penoso mi recuerdo. Físicamente creo que puedo aguantar, temo fallar psicológicamente. Por eso vengo, para tener una guía técnica, y un punto de apoyo, y poder disimular hasta el fin, o fingir que no sufro. Cuando mi mujer tenga que enterarse, si cree que yo no padezco, lograré aliviarle este calvario que no le puedo evitar…»

«Supongo que igual que el Yoga enseña a hacer ciertas cosas que no se logran normalmente, tendrán ustedes una psicoterapia o algo similar, que pueda ayudarme a no hacer sufrir a mi mujer».

Pocas veces me he sentido tan ignorante, tan desvalido, tan pequeño, ante alguien que acude en busca de consejo y ayuda.

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