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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (12 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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Estaban aún en el inicio de la cuesta. Ninguno se decidía a reemprender el suplicio. Pasó mucho tiempo y con él los primeros transeúntes. Un aldeano seguía a su burro con un saco cruzado sobre el lomo.

Abrieron algunas ventanas protegidas por la sombra fresca de persianas verdes enrollables. Fueron apareciendo los ciudadanos, camino del trabajo vespertino, Las miradas curiosas sirvieron de acicate, y acuciado por el decoro el grupo tornó al ascenso, jadeante y temblón. Paquito siempre unos pasos delante, dando algunos brincos de la acera a la calzada para no aburrirse, y luego parando a esperarles, como un cachorro que tira de su dueño durante el paseo.,

A mitad de la cuesta, a la derecha, hay una plazuela con árboles y bancos de piedra. En ella unos niños jugaban al fútbol con una pelota de goma color naranja. Al ver a Paquito le gritaron: «¡veeenga, que te estamos esperando para empezaaar!» La distancia era pequeña. Podían haber hablado en tono normal, casi en voz baja y se les hubiese entendido. Los niños españoles por misteriosas razones siempre gritan, a tope del potencial de su laringe y pulmones, que es mucho. Paquito quizá no era el mejor del grupo para el fútbol, pero en vociferar dejó bien sentado que a él no le gana nadie. «¡¡¡Que no pueeedo, que tengo que acompañar a éstos que van de puuuutas!!!»

Un latigazo sacudió a los prófugos. Todos desearon amordazar a Paquito, e inmediatamente a los otros niños. Paquito debía de ser importante para el partido o éste no prometer gran cosa, porque el grupo de chiquillos tras unos cuchicheos recogieron la pelota, y colocándose detrás del quinteto de obesos emprendieron la tarea que pareció divertirles mucho más que la pelota, gritando a coro, en un tono melódico parecido al del canturreo que empleaban en la escuela para aprender de memoria por dónde pasan los ríos de España: ¡Vaan dee puuutas!, vaan dee puuutas, vaan dee puuutas…»

Iñaki y Aquilino salieron tras ellos. Una breve carrera hizo evidente que no les podían alcanzar. Además los niños toledanos no se andan con chiquitas y algunos cogieron piedras. Era mejor una honrosa retirada. No logró ser muy digna porque reagrupados los críos unos pasos detrás de los Grandes Capitales, volvió a tronar por la cuesta y calles vecinas el alarido infantil: «Vaan dee puuutas, vaan dee puuutas, vaan dee puuutas…»

Ya no hacia tanto calor, pero el esfuerzo de la subida, la rabia y la vergüenza congestionaban a los perseguidos. Cinco masas gelatinosas temblando de fatiga y de ira treparon penosamente, aguijoneados por el coro implacable, seguidos por algunos curiosos y por las miradas de quienes se iban asomando a puertas y ventas atraídos por tan original proclama.

Traspuesta la cumbre, se llega en seguida a la casa donde la Herminia tenía su establecimiento de sólida reputación. Paquito señaló la puerta. «Aquí es», y extendió la mano para la propina. «Lárgate, hijo de puta o te rompo la crisma». Por los pelos logró escurrir el agarrón de Don Lisardo que estaba hecho un basilisco. Se unió a sus amigos, al parecer todos dispuestos a continuar indefinidamente la serenata: «Vaan dee puuutas, vaan dee puuutas…»

Casi no quedaba en la calle una ventana sin una faz curiosa, que atraída por el pregón de intenciones quería ver la pinta de los interfectos. Una vieja que hacía calceta en el umbral de su puerta, inició las invectivas: «¡Cochinos!» De una ventana, analizado el aspecto del grupo precisaron: «¡Cerdos!» Este calificativo despertó más eco entre otros espectadores, que desde las aceras y ventanas prestaron sus voces al apedreo de improperios, ¡cerdos!, ¡cerdos!, en un despliegue de unanimidad de criterios muy raro entre nuestros compatriotas.

La piara, disneica y azorada se refugió en el portal. La Herminia, que atisbaba tras la persiana desde que se empezó a escuchar el coro de «voces blancas», envió al chulo del lupanar armado de un palo en persecución de los niños cantores, que se dispersaron a toda velocidad. Tras ellos salió Aquilino, con agilidad inesperada, desapareciendo por una esquina…

—Vamos, suban, no se queden ahí —susurró la Herminia.

Desplomados en las butacas de mimbre del salón, se abanicaban mientras regresó el chulo y renacía el silencio en la calle.

Recuperado el aliento, otros estímulos volvieron a hacer latir apresuradamente cuatro fatigados corazones. La Herminia servía copas de licor, acompañada de alguna de las pupilas disponibles.

Tardaron mucho rato en percatarse de que la salida de Aquilino no fue para una persecución, sino para la fuga, con el dinero de todos.

—Lo tiene todo él —murmuró Don Servando.

La Herminia suspendió el suministro de copas mientras reflexionaba. El escándalo callejero le iba a proporcionar sin duda algún disgusto. No podía dejar escaparse de bobilis a los responsables del alboroto con todas las copas que se habían tomado. Su mirada rapaz se fijó en las dos sortijas que le quedaban a Don Servando, un tresillo con un brillante y dos rubíes, y otra sólo de oro, gruesa y muy labrada. Señalando ésta dijo insinuante: «Pueden dejar en depósito esa sortija, y… un servicio para cada uno».

—No tenemos con qué volver, ni dónde dormir. —Eso no es cosa mía.

Servando tuvo un arranque rumboso, propio del antiguo «Rey del Calcetín»: «Va también el tresillo, y dormida para los cuatro con todas las ocupaciones que hagan falta». La Herminia tuvo un destello de codicia en los ojos y la respuesta apropiada: «Vamos, niñas, ¿qué hacéis ahí paradas como tontas?, más copas para los señores y que vengan las otras…»

Volvieron al hospital al día siguiente hacia las doce, con dos números de la Guardia Civil en un taxi, apretados como sardinas en lata en el asiento y los dos traspontines. No sabiendo cómo regresar se habían entregado a la Benemérita.

Dejé al administrador discutiendo con el taxista y los dos civiles sobre quién pagaba el taxi, para ocuparme de los enfermos. Venían ojerosos, con el traje arrugado y aire de satisfacción que en el «Príncipe» se materializó en un desplante perdonavidas: «Esta salida la he hecho de incógnito, espero que el hospital sepa mantener la debida discreción». Pero, bueno, ¿dónde está Aquilino? «Ese es mejor que no vuelva».

Volvió. Una semana más tarde. Durante ella fue, según se hartó de alardear, huésped predilecto de las casas «que sólo funcionan de noche». Todas las de la ciudad.

Para evitar conflictos con los otros cuatro se le trasladó de pabellón. Allí un auditorio nuevo y pasmado de asombro y envidia, escuchaba incansable la repetición, cada vez más adornada por la fantasía que embellece los recuerdos, de una descripción gozosa y apasionada de los más variados encantos femeninos y sus posibilidades de utilización. Los demás narradores de historias lascivas quedaron relegados a segundo plano.

El rapsoda, embriagado por el estrellato y convertido en el más interesado de los oyentes de sus propios relatos, no echaba de menos ni la portería ni a las estudiantes de Psicología. Es triste comprobar que el encumbramiento suele ir acompañado de un olvido ingrato de los primeros peldaños del ascenso.

7. El Eufrasio, desde el otro lado del espejo de sus pupilas

U
na de las tragedias mudas del hospital psiquiátrico era la pérdida, sin esperanza, de toda satisfacción amorosa o sexual. La «autogestión» y alguna sórdida escaramuza homosexual hacían de triste sustituto de la fiesta de fuegos de artificio del alma y de los sentidos. Con la falta de libertad, es la privación más dolorosa.

La desesperanza erótica de los manicomios se anestesia paulatinamente con la falta de estímulos. El equilibrio, precario e inestable, se rompía al menor soplo avivador del rescoldo bajo las cenizas. Un buen narrador es un catalizador erótico. Lo es cualquier enfermo recién llegado con anécdotas de mujeres. Los conversadores con chistes o relatos lascivos, como Aquilino o Don Agustín, tienen siempre su corrillo de oyentes con sonrisa embobada. Han oído la historia cien veces, y sin embargo llegan a hacer una dependencia obsesiva de estas torpes expansiones imaginativas, muchas veces preludio de la descarga física.

Al submundo de miseria y aislamiento que era un hospital psiquiátrico de aquellos años apenas llegan noticias del exterior. Las pocas veces que un asilado recibe de su familia una revista con fotografías, porque la envían o la dejan un día de visita, se produce una petición en cadena, con turnos, privilegios y sobornos para contemplarla. Algunas fotos recortadas se atesoran, pese a que la rígida censura hace que vengan ya muy descargadas eróticamente desde la imprenta, pudiendo apreciarse los trazos negros de tinta que suben escotes y bajan faldas.

«Aquilino», «Don Agustín», «El Eufrasio». ¿Por qué a un enfermo se le llama de tú, a otro de usted, a un tercero se le antepone el Don, a un cuarto el «El» y al vecino se le conoce por el apellido? Generalmente porque el interesado lo induce así. Recuerdo una frase reveladora de J. J. Rousseau: «Hay que tener cuidado con lo que se desea, porque se acaba teniendo». Esta máxima sigue vigente dentro del hospital. Los pacientes crónicos se van adaptando a su modo a las realidades en que están inmersos, entre estas realidades figura la personalidad de sus compañeros, en la que cuentan tanto los elementos reales como los patológicos. Si un delirante se empeña en que los demás le llamen marqués, suele conseguir que lo hagan, aunque sea en guasa o como mote.

En otros casos son rasgos personales ajenos a la enfermedad los que marcan la forma de relación: El enfermo que hace los trabajos de ebanistería, siempre activo, atento con los demás, pero distante, es: «el señor Macario». No he oído llamarle de otro modo. En su previa vida extramuros dicen que se le llamó así desde muy joven, pues era excepcionalmente serio y cumplidor. Tan cumplidor que al padecer una paranoia de celos, mató a su mujer con una de las herramientas de la profesión, el mismo oficio que por voluntad propia sigue ejerciendo en el hospital. «Fue muy duro para mí porque la quería mucho, pero volvería a hacerlo, el honor de un hombre…» El motivo de que siga hospitalizado es que su única hija sobrevivió a las heridas, y «siendo el producto del pecado y del deshonor…», está dispuesto a reemprender la tarea. Ya lo hemos dicho, es muy cumplidor. En el hospital es inofensivo y responsable.

Resulta impresionante cómo los criterios sociales deciden el comportamiento de los enfermos delirantes. En los siglos en que ha estado vigente el código de honor calderoniano, los enfermos más peligrosos fueron los que padecían la misma enfermedad que «el señor Macario», pues sistemáticamente «cumplían con su deber». Actualmente ni se les ocurre, se dedican a pleitear contra la esposa intentando no pasarle dinero, quitarle los hijos y perjudicarla. Sigue siendo un drama, pero se desarrolla en otro escenario.

«El señor Macario» andaba aquellos días muy preocupado. Como hombre consciente sabe la responsabilidad que tiene al guardar herramientas tan peligrosas como las que él maneja, cuidando que no caigan en manos de otro enfermo que pueda cometer un desmán. Pese a sus precauciones han desaparecido de la carpintería varios utensilios punzantes y cortantes y, cosa extraña, también papel de lija.

El misterio se desveló poco después, y por fortuna no guardaba relación con ningún proyecto sanguinario, sino sorprendentemente con la «revolución sexual» que iba cociéndose en el manicomio. En los talleres había explotado una bomba erótica.

Las mejores intenciones provocan consecuencias impensadas. En aquel ambiente de penuria no se podía soñar con que nos proporcionasen un taller para «terapéutica de ocupación»; para tener a los enfermos trabajando y adiestrándose, recuperando funciones en vez de embotarlas dando vueltas en la inactividad de los patios, jardines y salas de estar. Denegadas las peticiones de material, herramientas, monitores y dinero, un psiquiatra entusiasta e ingenioso, Ildefonso López Caño, imaginó un sistema para montar el trabajo colectivo de los enfermos sin ninguno de estos elementos. Un ejemplo más de cómo la falta de material se suple con celo, según dicen las ordenanzas militares. En los mercados de Madrid estaba prohibido empaquetar alimentos en papel usado, con una excepción: los huevos. López Caño Llegó a un acuerdo con un proveedor de bolsas de media docena y de docena para los huevos vendidos en Madrid. Eran tiempos de escasez de papel y rudimentaria industrialización. Las bolsas podían hacerse a mano con papel de periódicos usados y salir más baratas que las nuevas. El intermediario se encargaba de proporcionar el papel, cola y brochas que nosotros no podíamos comprar. Los pacientes hacían las bolsas y cobraban en relación con el trabajo terminado. Una miseria, pero cobraban. Algunos por primera vez en su vida. La mayoría tenía dinero tras muchos años de no verlo. Pronto nos dimos cuenta los médicos de que ahora poseían una cosa aún más importante que el dinero: tenían
trabajo.

Fue impresionante el cambio provocado en el hospital, en la vida y en la actitud de aquellos psicóticos crónicos por la introducción de este nuevo factor: el trabajo. Aun de forma tan rudimentaria y mal remunerada, dignificó a los pacientes. Se organizaron en equipos para trabajar en cadena, compitiendo con otros grupos en velocidad y rendimiento. Era como un campeonato deportivo. Pacientes mutistas, que no hablaban una palabra desde hacía años se enrolaron. Alguno volvió a hablar, otros en silencio participaban con evidente entusiasmo. Uno de estos silenciosos inventó y construyó una máquina complicadísima, ensamblando una rueda de bicicleta y algunos engranajes de utensilios rotos y abandonados en el almacén del manicomio. Todo sujeto con alambres, cinta aislante y las transmisiones con cordeles. Aquel artilugio estrambótico, que parecía una caricatura de máquina funcionaba divinamente. Doblaba y pegaba las bolsas de papel a una velocidad ocho veces superior a la del mejor operario, pero necesitaba cuatro hombres para atenderla, y los cordeles se rompían constantemente. El inventor pasaba media jornada laboral reparándola ante la impaciente expectación de sus tres colaboradores, todos ellos empeñados en mejorar el rendimiento de los demás equipos. La victoria o derrota dependía del número de averías. Si había suerte y en la jornada se rompían pocos cordeles, ese día barrían.

El beneficio para la salud y el clima humano colectivo de esta rudimentaria terapéutica de ocupación, fue tan importante como el logrado con los nuevos medicamentos.

Nuestros pobres enfermos, mutilados de la mente y abandonados de todos, volvían a tener trabajo, dinero, estímulo y… decisiones que tomar. Hasta ese momento nunca habían tenido voluntad colectiva. Se dejaban conducir pasivamente, como un rebaño. Nada les pertenecía y todo se les daba hecho. Ahora, con el manicomio convertido en industria clandestina y los enfermos trabajando con verdadera «furia española» (que los españoles sanos nunca emplean para trabajar), en unas semanas nos encontramos con una respetable cifra en la caja donde íbamos metiendo los pagos del empresario de las bolsas.

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