Read Concierto para instrumentos desafinados Online
Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera
Tags: #Psiquiatría
En el pueblo había tres islotes autónomos, sin apenas contacto con la población ni sus autoridades municipales: Dos cuarteles, uno de la Legión, otro de Infantería y el Manicomio.
El más próximo es el de Infantería. Desde el despacho podía escuchar el cornetín, «tarariiii», llamando la guardia a formar a la llegada y salida del coronel.
El manicomio no tiene guardia ni cornetín, pero sí una gran campana, Dios sabe de qué procedencia, que tañían por tres veces a la entrada del director. «Tolón-tolón, tolón-tolón, tolón-tolón», pausa, y otras dos veces lo mismo. Era un toque de campana bastante soso, pero metía mucho ruido, y complacía pensar que sin duda lo oían desde el cuartel, igual que yo el cornetín, anticipándome o llegando con retraso respecto al coronel. «Tararííí», «tolón-tolón…» Pedí al enfermero que hacía de portero-campanero que prolongase la última racha acústica en tres tolones más. Los psiquiatras también tenemos nuestro corazoncito. El campanero encantado, cuanto más ruido mejor.
Muchos años más tarde, durante mis vacaciones veraniegas, el administrador en fiebre de reforma puso hilo musical, y cambió la campana por un timbre conectado con todos los departamentos. Nunca me repuse. Temo que mi prematura dimisión, que ocurrió poco después de este cambio, no le haya sido del todo ajena. En la época de esta historia aún disfrutaba plenamente del desafío sonoro cotidiano con el coronel: «tararíííííí… », «tolón-tolón… ».
El intercambio de andanadas melódicas era por el momento nuestra única relación, por eso me sorprendió el recado: «Le llama el coronel». ¿Cuál de los dos? «No sé».
El despacho carecía de teléfono, por lo que hube de atravesar el patio de entrada, con su doble fila de moreras que daban grata sombra, y nos ponían perdidos al menor descuido.
El teléfono está en la administración (como la mejor estufa de butano, y todo lo apetecible del hospital), y el administrador, listísimo, ya sabe de qué coronel se trata: El de infantería.
—Diga.
—
¿Es el director del manicomio?
—Soy el director del hospital psiquiátrico.
—
Un momento, le va a hablar el coronel.
El momento fue bastante largo, al fin se puso. Parecía hombre afable y cordial.
—
Doctor, soy el coronel Benavides, no tengo el gusto de conocerle personalmente y creo que deberíamos vernos algún día, para mejor dirimir cualquier asunto común de nuestras jurisdicciones, como el pequeño tema que me hace llamarle hoy.
—Completamente de acuerdo, coronel, siempre puede surgir algún incidente. Por cierto, espero que no les molesten nuestras campanadas.
—
¿Qué campanadas?, no sé de qué me habla.
(¡Maldita sea!, ni las ha oído y yo como un idiota haciendo prolongar los tolones.)
—Me refiero a una campana muy sonora que hay en el hospital, y que es costumbre tocar en ciertos momentos; temí que les molestase el ruido, me alegra saber que no la oyen.
—
Ah, esa campana, sí, sí la oímos. No sabía que fuese del hospital, pensé que era de la parroquia.
(¡Encima pitorreo!)
—Coronel, iba usted a hablarme de algún problema.
—
Efectivamente, creo que uno de sus enfermos acostumbra a pasear por el pueblo con insignias de oficial del ejército.
—Por favor, es un pobre esquizofrénico inofensivo que las monjas suelen utilizar de recadero porque a él le halaga, ayuda a mantenerle sanamente ocupado y además presta verdadero servicio.
—
Sí, pero lo hace con estrellas de teniente en la gorra, y le recuerdo que la ley prohíbe el uso de uniformes, insignias y atributos militares o que se les asemejen.
—Mire usted, poco a poco vamos suprimiendo todos los trajes y adornos patológicos o extravagantes, especialmente en los enfermos que salen, pero para algunos tienen un valor sentimental tan importante que es cruel despojarles, hasta que mejoren y puedan comprender.
—
Disculpe que insista, pero ese paciente es al parecer muy popular en el pueblo, una especie de gracioso oficial, y algunos soldados han comenzado a cuadrarse cuando pasa y otras bromas. Ayer un sargento de la Legión al presenciarlo les llamó la atención. Aunque ya han sido sancionados, comprenda que no podemos exponer nuestro cuartel a otra situación de esa índole… así que no salga, o que deje la gorra en la portería y se la devuelven al regresar.
Nunca he volcado tanta elocuencia en una conversación telefónica:
—… La desgracia acumulada del desamparo social, la falta de inteligencia y encima una enfermedad psíquica desoladora que seca todas las fuentes de complacencia normales… Tras infinitas humillaciones y fracasos, al fin un punto de apoyo a la propia dignidad tan apaleada desde el nacimiento… El honor personal asociado a un despojo de guardarropía. Una triste gorra andrajosa, a la que el delirio compensador había añadido dos estrellas… Frágil ilusión de un pobre desgraciado… Única posesión terrena, llevada con orgullo, acariciada con ternura…¿íbamos a despojar de todo eso, por mero formalismo, a quien sólo eso tenía?…
Por de pronto me había convencido a mí mismo y estaba emocionadísimo, pero el jerarca cuartelero era duro de pelar, y para colmo guasón:
—
Oiga, oiga, a ese enfermo suyo, ¿no le daría lo mismo un casco de bombero con águila imperial, que no compromete a nada?
—Coronel, no añada un sarcasmo a tanta desventura…
Benavides es buena persona. Acabó cediendo y llegamos a un acuerdo provisional: El enfermo podía transitar con su atuendo por la zona del pueblo no frecuentada por la tropa. Según el resultado, ya veríamos.
Nicanor, sin enterarse de nada, como de costumbre, seguía tan pancho entrando y saliendo sin saludar más que a las monjas. No creó grandes problemas hasta Semana Santa. ¡Dios mío! ¿A quién se le ocurre mandarle a un recadito el día de la procesión?
Como otros años, el único paso de procesión del pueblo iba escoltado por un pelotón de cada uno de los dos cuarteles locales. Delante el de Infantería, y detrás el de la Legión.
Saludó muy satisfecho desde la acera a alguno de sus amigos que reconoció en la escolta de Infantería. Al parecer ya les habían levantado la sanción, o la procesión forma parte del castigo. Iban muy serios y marciales, siguiendo el ritmo solemne y trágico de los tambores, con el fusil colgado al revés, apuntando al suelo.
Al pasar los de la Legión, Nicanor comprendió que era otra escala de valores. Miró hipnotizado las grandes manoplas blancas en la muñeca del brazo remangado, moviéndose con pausada violencia. Fuerza controlada, que en cada gesto irradia virilidad castrense.
Le pareció que sus amigos de Infantería no hacían buen papel, y corrió a ponerse ante ellos en el centro de la procesión imitando, a su modo, los movimientos de los legionarios, ladeada hasta la oreja la gorra, al modo de éstos.
Intentaron apartarle. Primero unos espectadores devotos, luego los dos guardias municipales. Olvidé advertir que cuando a Nicanor le llevan violentamente la contraria, grita. Como un niño, pero con pulmones de adulto. Ocurrió como con esos niños que corretean por una iglesia, y cuando sus padres pretenden detenerles se ponen a chillar, y acaban dejándoles correr porque si no es peor. Nicanor, después de un par de berridos que sonaron mucho más que nuestra campana, presidió la procesión hasta el final. Realizó verdaderamente esfuerzos para que sus amigos comprendiesen cómo debían hacerlo, para lo que no tuvo más remedio que exagerar los gestos, con regocijo de parte del pueblo y de toda la Bandera de la Legión. El resto del pueblo, y los de Infantería, echaban humo.
Pocos días después el administrador apareció en el despacho sin su optimismo habitual. «Siento interrumpirle pero tenemos un asunto urgente y muy desagradable». «… Ha llegado un oficio: nos han puesto una denuncia por el incidente del Jueves Santo…», «… sarcasmo al Ejército… insignias de oficial…», «advertencia previa», «reincidencia…».
Ahora parece una tontería, pero en abril del cincuenta y tantos el asunto no tenía maldita la gracia.
Con absoluta inexperiencia burocrática, no sabia por dónde empezar. Al fin acabé haciendo lo que todos los españoles en apuros: buscar influencias.
Comenzó una desoladora peregrinación ascendente por las escalas del Ministerio de la Gobernación. El jefe provincial de Sanidad me mandó al director general y éste al ministro. El ministro me mandó a paseo:
¡Pero!… ¡¡¡¿Qué os habéis creído los psiquiatras que es el ministro de la Gobernación?!!!
Al principio quedé perplejo, porque siempre me había tratado muy bien. Le conocía y tenía aprecio, que estoy seguro era mutuo. Sin embargo, su reacción era lógica. Por supuesto yo no sabía que otro colega le había visitado aquella misma mañana. De saberlo ni se me ocurre aparecer. Dos psiquiatras seguidos acaban con la paciencia de cualquier alto funcionario. Pero nadie me lo advirtió.
El ministro luchaba por dominar su indignación, y tuvo la cortesía de justificarla: Imaginas la envergadura de los problemas que tengo que resolver, ¿verdad? Pues fíjate lo que me ha venido a plantear tu querido compañero. Lo explicó aún más acalorado: Un colega, recién nombrado catedrático de Psiquiatría en una provincia próxima a Madrid, vive en la capital y se aloja en el manicomio de aquella ciudad los días que va a dar clase, durmiendo un par de noches a la semana. El manicomio tiene un director, que considera una usurpación que el catedrático le haya arrebatado unas salas del hospital e instalado allí su vivienda. Conserva el piso superior, y ha improvisado un plan diabólico para vengarse. La habitación sobre el dormitorio del visitante-usurpador tiene suelo de madera. Ha retirado la moqueta y puesto allí la cama de una loca violenta, coja, con insomnio y pata de palo. Quitándole el taco de goma, la cantonera metálica, toc… toc… toc, atormenta al compás de los continuos paseos nocturnos de la lunática insomne al catedrático, y le impide dormir. Este se ha quejado al rector de la universidad, al presidente de la diputación (el manicomio pertenece a la diputación), etc., pero todos son de la provincia, amigos del director vengativo y están contra el visitante. La chiflada de la pata de palo es ya un ídolo del movimiento anticentralista local. El catedrático ha tenido la peregrina idea de venir con el cuento al ministro, que aún no se ha repuesto: Pero ¿en qué país vivimos? ¿Hay alguna otra nación en el mundo, en el que le detallen al ministro de la Gobernación los paseos nocturnos de una loca coja, de un manicomio de provincias? ¡Y ahora apareces tú, con esa ridícula historia de la gorra de un tal Nicanor! ¡Pero, ¿qué os habéis creído los psiquiatras?! Comprendí que convenía esperar mejor ocasión.
Aquel ministro era el mismo que tan generosamente se volcó en la reforma de la asistencia psiquiátrica. Tras la bronca inicial solía tomar partido en favor de los médicos, y se había puesto en marcha para mi defensa. Yo no lo sabía e intenté quemar el último cartucho. Un hermano de mi padre desempeñaba un alto cargo militar de Madrid. Fui con los lamentos a su oficina. Aunque no le había visitado ningún colega, reaccionó igual que el ministro:
¡Pero ¿qué os habéis creído los psiquiatras?!
Por lo visto todas las autoridades españolas creían que los psiquiatras creíamos algo. Puedo prometer, y prometo, que a los psiquiatras lo único que nos interesa es curar a nuestros enfermos y hablar mal de los colegas. Como todos los médicos.
Mi tío José también se puso en acción después de enfadarse (debe de ser un preliminar obligatorio), pero sin resultado. El coronel mantuvo su denuncia, que seguía los trámites habituales.
Estaba desolado en compañía del administrador y la superiora contemplando la citación judicial. Nunca había estado en el banquillo de los acusados y me atormentaban los más negros pensamientos. ¿Cómo nos habrá hecho esto Benavides, que parecía buena persona? El administrador cortó: «No ha sido Benavides, le ascendieron a general y está en Valencia, el nuevo coronel acababa de incorporarse, se llama Fernández Muiño».
La monja saltó a la palestra. ¿No será Don Luis Fernández Muiño? «Si, se llama Luis». ¡Pero bueno!, si a ése le curé cuando era teniente en la guerra, en el hospital de campaña. Me siguió escribiendo muchas Navidades. Vamos ahora mismo al cuartel!
—Yo no me atrevo, sor Carmen, vaya usted.
Fue.
Retiraron la denuncia.
En cuanto a Nicanor, recordando el casco de bomberos aconsejado por Benavides, llamé por teléfono a un amigo de Barcelona para pedir una gorra igual a la del presidente de la asociación de capitanes de yate. Por aquellos días aparecía en los periódicos con un uniforme tan deslumbrante, y al parecer de su propia invención, que le colocaban en el centro de todas las fotografías…
No, no me he contagiado. Mándame en seguida esa gorra… Creo que la venden en una tienda que se llama «El dique flotante»… Ya te explicaré… Oye, si hay sitio que le pongan dos anclas en vez de una… Que no, hombre, que no me he contagiado. Es urgente…
Nicanor, enhorabuena, te acaban de ascender. Eres
«Almirante de tranvías».
Mira, han llegado las nuevas insignias, fíjate qué bonitas. Toma esta gorra y dame la vieja.
E
s la historia de un hombre, un mango de paraguas y su entrañable relación. Tienen de común que están rotos y abandonados. Se pertenecen. Faustino es dueño del mango, y el fragmento de paraguas tiene hipnotizado a Faustino. Así les conocí. Luego, un arranque caritativo, el más generoso que he presenciado en toda mi vida, separó sus destinos.
Una de las impresiones penosas a la llegada al hospital, fue comprobar que en un departamento los pacientes no disponían de armarito o alacena a la cabecera de sus camas, y por tanto donde guardar sus mínimas pertenencias. ¿Y la ropa? Sólo tenían un traje, que por la noche se plegaba sobre la silla. Camas y sillas, los únicos muebles en el largo dormitorio corrido. ¿Por qué no guardaban algunas cosas en los bolsillos? Tampoco los tenían. Su atraje» era una especie de camisón de tela blanca y muy resistente, porque debería lavarse casi todos los días. De mangas amplias, sólo hasta el codo, abrochados a la espalda con botones o con cintas, sin ningún ornamento, pliegue, añadido, o bolsillo.
Hace años que el hospital tiene lavandería automática y planchado mecánico. Entonces todo había que hacerlo a mano. Estos blusones nunca se planchaban, y el lavado que excepto en los meses más crudos del invierno no disponía de agua caliente, se realizaba a diario sólo cuando el olor lo hacia indispensable. Paradójicamente los enfermos más limpios eran los que estaban más sucios, pues el lavado de su ropón «podía esperar», y se iba aplazando. Faustino era uno de ellos.