Read Concierto para instrumentos desafinados Online
Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera
Tags: #Psiquiatría
Además de los explotadores de la escasez, poseían «haiga» los indianos. No se había iniciado la emigración al
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y la de América traía en su reflujo la figura singular del «indiano». Junto a los emigrantes enriquecidos, el típico indiano, empezaban a aparecer esporádicamente otros emigrantes, que con escasos ahorrillos los invertían todos en uno de estos coches deslumbrantes, que sólo ellos podían importar. Con las ganancias de la reventa a un estraperlista regresaban a América tras una visita a la patria convertida en buen negocio o permanecían aquí definitivamente.
A este grupo de jubilados modestos, con disfraz transitorio de rico, pertenecían don Plácido, doña Brígida y su haiga, formando un trío inseparable. Doña Brígida, un par de años mayor que su marido empezaba a declinar intelectualmente, en las primeras fases de una involución senil arteriosclerosa. La duración de la vida ofrece un ingrato dilema. A nadie gusta la idea de morir pronto, pero si la vida se prolonga hasta una edad avanzada, tarde o temprano entre otros achaques y miserias se pierde el pelo, los dientes y la memoria.
Los achaques físicos se soportan, y el cuerpo se acostumbra y adapta a las nuevas limitaciones. Acaba uno tan contento tomando el sol sentado en un banco. Los achaques de la mente convierten a la persona en una caricatura de sí misma, con la exageración de todos los defectos del carácter. El enérgico se convierte en violento, en avaro el ahorrador, el desenfadado en grosero, y el presumido en portador de una vanidad pueril, ostentosa y ridícula. Junto a la pérdida de memoria, este rasgo de presunción zangolotina era lo más llamativo en el desmantelamiento de la personalidad de doña Brígida. Maquillada en exceso y torpemente por su miopía, con trajes de corte y colorido juvenil, pestañas postizas, contoneos de la anatomía que debió ser apetitosa años atrás, pero que ahora anquilosada con una obesidad y derrumbamiento, que todo su despliegue de recursos de corsetería hacían más Llamativos en vez de disimular, doña Brígida era todo un «quiero y no puedo» de la apariencia y el atractivo, que dio lugar al remoquete de «La glamorosa sexapilera».
Doña Brígida probablemente fue una mujer honestamente coqueta y zalamera. La pérdida del control de matices en estos y otros rasgos la hacían aparecer ridículamente provocativa. A la vez inoportuna y gazmoña, con una nota permanente de teatralidad hueca, de estar haciendo un papel que además de no corresponderle representaba con una pésima actuación.
La disminución de la memoria en las edades avanzadas siempre se manifiesta de una forma que parece absurda: Olvidan lo ocurrido media hora antes, lo que han comido, las personas con quienes han hablado durante el día o la víspera, mientras recuerdan perfectamente hechos, conversaciones, personas, nombres que tuvieron significado cincuenta años antes y que no habían vuelto a rememorar. Este fenómeno les induce paulatinamente a colocarse en otra época, la que recuerdan bien, tendiendo a portarse como hacían entonces, pero de modo distorsionado y con sonido a falso al estar fuera de situación.
La imagen lastimosa de doña Brígida la percibían todos, menos don Plácido quien la contemplaba y escuchaba embelesado. Con la agudeza visual y la de la mente embotadas por su propia incipiente senilidad, don Plácido miraba a su mujer con los ojos del recuerdo, la ilusión y la gratitud. Sólo se percataba de la pérdida de memoria, motivo de la consulta. Todo lo demás «del color del cristal con que se mira», en su caso color de enamorado. Teñida por el afecto, la ridícula imagen de doña Brígida aparecía tal como ella se veía a sí misma: atractiva, juvenil, inquietante y al mismo tiempo fiel y recatada.
El sentimiento que dominaba en don Plácido era el de ternura y se hacía evidente al solicitar: «Por favor, doctorcito, póngamela bien, que es muy linda, toda corazón y el temperamento de seda». Los modismos y ceceo americanizados del emigrante, acentuándose en esta petición al fin de cada consulta, acompañaban a la mirada protectora con que envolvía cálidamente a su mujer al ofrecerle el brazo para marchar.
Los sentimientos son contagiosos, y acabamos tomando cariño a doña Brígida. Sin que nadie lo propusiese dejó de usarse el apodo burlón y, poco a poco, a través de la idolatría de don Plácido, empezamos a encontrar en ella aroma de feminidad, encanto y un empaque exótico y entrañable, en sus gafas con la montura ribeteada de brillantitos, la chaqueta de lana rosa con lunares bordados en hilo plateado, aquel bolso inaudito en forma de corazón que portaba en bandolera, y los zapatos con tacones de plástico transparente.
La condición de recién estrenado de todo el atuendo de doña Brígida es muestra de que, al igual que el haiga, va destinado a impresionar a sus paisanos de El Pito, un pueblo vecino a Cudillero, del que ambos partieron en su juventud para la aventura de ultramar.
La ligera mejoría en el psiquismo arterioscleroso de doña Brígida, se magnificó en la expectación anhelante e ilusa de don Plácido, quien al despedirse para el veraneo con grandes muestras de agradecimiento, dejó como recuerdo una calabacita con bordes de plata para tomar el mate, que supongo seguirá rodando por alguna estantería o cajón del que fue mi despacho en el hospital. «La cañita para sorber el mate es también de plata labrada, y muy lííínda, pero no la ubicamos, si aparece vendremos a traerla».
Apareció y la trajeron. Venían radiantes tras el feliz veraneo en Cudillero sin apearse del haiga, mezclando giros asturianos resucitados con americanismos. No sobrevivía ningún pariente próximo, pero los lejanos y simples conocidos, con admiración envidiosa y la esperanza de algún provecho en la amistad de estos ancianos con disfraz de millonarios, les bailaron el agua disputándose su amistad y ser cada uno de ellos quien les presentaba en la cerrada sociedad local. «Fíjese, dortorsito, un cuñau de un sobrín llevónos a merendar al Pitu al jardín de los Selgas, ¡coime, ye macanudo!»
Además de este máximo espaldarazo social, el mejor recuerdo era el desfile de «El día de América» en Oviedo. No sé a quién pudo ocurrírsele, pero la idea era genial. En septiembre, durante las fiestas de San Mateo comenzaron en esos años a pulular por las estrechas calles de Oviedo los indianos a exhibir sus haigas. El español estaba hambriento de automóvil y en torno a cada uno de aquellos paquebotes rodantes formaban un corro de admiradores. Se decidió agruparlos a todos en un desfile, el del «Día de América en Asturias».
Esta ocurrencia un tanto disparatada tuvo inmensa acogida popular, aumentando año tras año mientras se mantuvo la escasez de automóviles. La provincia entera se volcaba en Oviedo. Cada pueblo competía con los demás en el número de hijos afortunados, triunfadores de allende el océano. La cantidad y calidad de los coches era la unidad de medida del talento y prosperidad de los emigrantes de cada pueblo. Sus convecinos decidieron arroparlos en el desfile. Eran también los años de máximo esplendor de «Coros y Danzas». Cada poblado enviaba su grupo folklórico, ataviado y danzando al modo local, precedidos de carteles y pancartas, y la banda de música, o por lo menos el flautista-tamborilero y el «gaiteru». Los conductores se empeñaban en llevar el compás con el claxon, que interfiriendo con el ritmo de los grupos que marchaban delante o detrás formaban una algarabía infernal en la que cada bailarín danzaba a su aire. No importa demasiado porque la atención general se centra en los coches, con las guapas del pueblo de tiros largos. Colocadas en el techo o capó con la falda extendida en abanico, arrojaban serpentinas y confetis, como en el desfile de carrozas de un carnaval. Los ovetenses, burlones de nacimiento, creyeron encontrar una ocasión para el pitorreo, pero al segundo año estaban tan entusiasmados y orgullosos como los que desfilaban por la calle Uria. Todos los balcones y ventanas de esta avenida abarrotadas de espectadores que entre guasa y admiración dejaban caer una lluvia de serpentinas y papelillos, en remedo de lo que en los noticiarios habían visto ocurrir en las grandes conmemoraciones de Nueva York.
Don Plácido, con el Packard descapotable abarrotado de bellezas engalanadas fue la estrella de Cudillero. Doña Brígida invitada en un balcón. Al pasar bajo su esposa, don Plácido, los ojos chispeantes tras las gafas bifocales de montura de metal dorado, detuvo el coche y aporreó el claxon olvidando llevar el ritmo, mientras con la otra mano saludaba a doña Brígida, hasta que le advirtieron que paraba el desfile.
Para el matrimonio este alarde glorioso fue la traca final con que termina la fiesta. El regreso a Madrid tenía como propósito realizar la venta del «carro». La visita al hospital a revisión de doña Brígida y traer la cañita de plata para sorber el mate, tenía un dejo de tristeza. Al subir al coche dijo el marido: «Será la última vez que venimos en él, párese que hay comprador».
La prueba de fuego para los coches se realizaba en el «Alto de los Leones». En una de las cuestas, la llamada «recta de Madrid», los cacharros vetustos mil veces reparados, solían pararse humeando. Había que cambiar el agua del radiador, y muchos sólo podían realizar la subida marcha atrás. El aspirante a poseer un haiga solía ser dueño de uno de estos trastos, y había pasado repetidamente por las humillaciones del agua al radiador y la marcha atrás. Con pasmada in-credibilidad, al ver subir el haiga sin esfuerzo, tomaba la decisión de compra. El ritual se cumplió exactamente en la prueba del coche de don Plácido. El accidente ocurrió con el descenso, en el regreso a Madrid. Con la escasez del tráfico rodado cada accidente era noticia. La publicaron todos los periódicos: Un muerto y tres heridos graves en la caída de un coche a un barranco en Guadarrama.
La víctima del accidente mortal fue doña Brígida. Don Plácido ingresó en nuestro hospital dos meses después, en una silla de ruedas, con las piernas paralizadas por la lesión de columna. Pidió su admisión el estudiante asturiano que los trajo por primera vez, temiendo el suicidio de don Plácido.
Intenté disuadir al estudiante:
—Resulta impropio alojarle en un hospital de beneficencia.
—No puede elegir, perdió todo en el accidente. El coche representaba casi la totalidad de sus ahorros. El resto lo ha gastado en estos dos meses de tratamientos. No tiene nada ni a nadie. Soy el único que se interesa por él.
Don Plácido se había convertido en una ruina humana. Inválido, empequeñecido y plañidero. El aire de anciano sólido y garboso, optimista y protector, era sólo un recuerdo. El presente, sin esperanza, un perpetuo lamento en búsqueda de calor humano a través de la compasión. Compasión a la que el traductor y el jesuita renunciaron, y que a don Plácido le era tan necesaria como un salvavidas para no ahogarse.
En la desolación absoluta, este hombre triturado por la adversidad tuvo su gesto de grandeza. Entre los lamentos por la felicidad perdida, flotaba constantemente, dominando todo, la añoranza de doña Brígida, el dolor de su ausencia.
Intenté ofrecer un alivio parcial con la novedad clínica del momento, los tranquilizantes:
—Don Plácido, desgraciadamente no le podemos devolver a su esposa. Con el cariño que les unía es lógico que sufra, pero este padecimiento se lo podemos aliviar. La pena será la misma, pero con unas medicinas se atenuará, la notará menos.
Don Plácido agarró convulsamente los brazos del sillón. Con expresión de angustia e irritación gritó:
—¡Noo!, ¡no quiero!
—¿Por qué don Plácido? No supone ninguna deslealtad a su memoria. Usted la seguirá recordando y echando de menos igual, pero es como a quien le han dado una paliza, mientras curan las heridas, con calmantes se le puede quitar el dolor, ¿por qué no?
Enronqueció a punto de quebrarse la voz de don Plácido:
—No doctorsito, no, ¡la pena no me la quite! ¡Es lo único que me queda de ella!
— FIN —
[1]
Los renglones torcidos de Dios,
de Torcuato Luca de Tena, 1979.
[Nota del autor]