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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

Concierto para instrumentos desafinados (15 page)

BOOK: Concierto para instrumentos desafinados
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La segunda partitura de este concierto para instrumentos desafinados, es de música religiosa. Al contrario que el protagonista del relato anterior, el padre Garzón era creyente. Jesuita de los de antes, de sotana, fajín, teja, tonsura y San Ignacio metido en las entrañas. Ahora se dice que estos jesuitas eran unos monstruos traumatizantes para sus alumnos-víctimas. Lo cierto es que la mayoría de sus antiguos discípulos no nos enteramos de que nos torturaban, ni ahora nos embarga el «justificado rencor» que se nos dice debemos sentir. Posiblemente es falta de sensibilidad o de memoria, pero… ¿de tantos a la vez?

Del padre Garzón no guardaba ningún recuerdo ni bueno ni malo, pese a haber estado durante años en el colegio en que él aún permanecía en el momento de la consulta. No fue profesor de mi promoción, y era tan insignificante que nos pasó inadvertido.

Tampoco él me recordaba. Quedamos un tanto sorprendidos e incómodos al comprobar que habíamos pasado ocho horas diarias en el mismo edificio cuatro años, sin tener noticia el uno del otro. Mi incomodidad dejó en seguida paso al asombro, porque aunque la enfermedad del padre Garzón es una de las más comunes, el modo de vivirla no tiene precedente.

La «melancolía» o «depresión endógena» es una dolencia frecuente y curable, pero no por eso menos temible. Quienes la han padecido juran, todos ellos, que prefieren la enfermedad más dolorosa, la amputación de una pierna, cualquier calamidad antes que sufrirla de nuevo.

Los que les rodean no les pueden comprender, porque su aspecto es saludable. Conservan el vigor físico, y no tienen dolores corporales, nada que al espectador pueda darle una imagen del sufrimiento del deprimido. Frecuentemente el médico tampoco valora la tragedia interna del enfermo, pues los análisis y demás pruebas a que le somete dan respuestas normales. Tanto los parientes como los amigos y el mismo médico acaban diciendo: «Lo que tienes que hacer es distraerte, salir, caminar, ir a los sitios, ver gente, viajar y olvidar esas tonterías…»

La gota de agua que hace rebosar el vaso de amarguras del enfermo de melancolía suele ser este tipo de consejos, porque con ellos se encuentra víctima de la incomprensión y de la mayor de las injusticias. Su enfermedad consiste en la imposibilidad de «distraerse, salir, etc.». Un filtro maligno se ha instalado en el cerebro cerrando el camino a todo lo grato o consolador y en cambio actúa amplificando todo lo desagradable o doloroso. Por lo tanto tampoco puede «olvidar esas tonterías».

Si a cualquier persona se le suprime todo lo agradable de la vida, y le multiplican las molestias y sufrimientos su estado es digno de compasión. La tragedia del deprimido va más allá. En la vida siempre hay algún momento terrible, por ejemplo el de la pérdida del ser más querido, en que la pena parte el alma, y se está incapaz para todo, embargado por el dolor. Este es exactamente el estado del enfermo de depresión endógena. La misma tristeza, sufrimiento interno que se contagia al cuerpo, que pese a estar sano apenas puede arrastrar de modo mecánico. Desconsuelo infinito, sin un rayo de esperanza en el horizonte. La impresión de que la vida carece de sentido. El deprimido tiene además sentimientos injustificados de indignidad o de culpa, y un pesimismo aplastante que le convence de que todo le va a ir cada vez peor. Pierde el deseo de vivir, la muerte se ve como una liberación, la única posible, y al final siente una inducción apremiante, obsesiva, hacia el suicidio.

El padre Garzón tenía todos estos síntomas. La mayoría de los deprimidos lloran durante la consulta, especialmente al notar que, ¡al fin!, se les entiende. Si consiguen dominar las lágrimas, el relato adquiere de todos modos una gran tensión emocional. Lo llamativo inicialmente en el jesuita era que pese a la precisión de las descripciones, el relato se desarrollaba en tono menor, en pianísimo. Le interesaba informar al médico para que no se equivocase. No había la menor búsqueda de eco sentimental, de compasión, y esto es muy raro.

El anhelo de compasión está enclavado en el corazón de todo el que sufre. La educación de algunas personas les impulsa a eludir esta búsqueda de compasión, pero instintivamente la llevamos dentro. No se libran ni los santos; lo que ocurre es que, como en tantas cosas, los santos se dominan. En cambio los aspirantes a santo no siempre lo consiguen, expresando el deseo al menos de modo simbólico. En el proceso de beatificación de una monja visionaria del Valladolid de primeros del siglo XVII influyó negativamente el que en una de sus visiones Nuestro Señor, quien ya le había proporcionado cuatro ángeles que hacían guardia permanente junto a ella, le dejó como compañía suplementaria otro ángel «pequeñito, en forma de niño». El confesor de la visionaria, que redactó su biografía para enviarla a Roma, se pregunta ¿para qué?, y reproduce en el expediente la interpretación de la interesada: «para que se compadeciese de ella». Al parecer en la Roma del siglo XVII, siglos antes de Freud, se hilaba bastante fino en el análisis del subconsciente, porque este desliz desiderativo le costó a la monja no pasar el proceso de beatificación y quedarse en «Venerable».

Dudo que el padre Garzón llegue a tener un proceso de beatificación, pero eludiría fácilmente este obstáculo. No buscaba compasión. Más notable aún, tampoco parecía muy interesado en el alivio del tormento. El paciente siempre viene buscando algo a la consulta. ¿Qué quería éste? La respuesta me tiene aún perplejo: Quería seguir amando.

Sesentón, rechoncho, bajito, manos sarmentosas de artrítico que se posan en una cartera de cuero, vieja y medio descosida a punto de reventar por la cantidad de libros que lleva dentro, ojos grises descoloridos y sin brillo tras los gruesos cristales de las gafas, pelo blanco y escaso, suficiente para sembrar de caspa los hombros de la sotana, desgastada y lustrosa por el uso. El padre Garzón no presenta la imagen de un poseído de amor.

Tampoco la presentaba el friolero. Ambos mostraron una generosidad admirable y ese rasgo excepcional de renuncia a la compasión ajena, vivido y motivado de modo diferente. En el canceroso era la muestra de su mal concepto del género humano, como si dijese: «Ya sé que no puedo esperar nada de usted ni de nadie, ni siquiera que me compadezcan, por tanto renuncio a poner carita de pena. Además no debo desperdiciar energías, las necesito todas para mi mujer». El sacerdote tenía expresión de tristeza, con un curioso matiz: pena para llevarla dentro de sí mismo, no para mostrarla a los demás, como quien tiene un bonito reloj de bolsillo y sólo es visible cuando lo saca para saber la hora, o cuando tiene que mostrarlo al relojero para su reparación. Esto último ocurría en la consulta.

En cualquier enfermedad se consideran síntomas graves los que indican peligro para la vida, o los que causan invalidez o gran sufrimiento. Todas ellas tienen otros síntomas llamados concomitantes, que acompañan a los principales como personajes oscuros del séquito oficial. Tienen que estar allí, pero da igual, nadie se fija. Sin embargo, el padre Garzón deseaba, antes que nada, la desaparición de uno de estos síntomas, cuya mera enunciación parece trivial: la desgana.

En la depresión los síntomas fundamentales son la tristeza, congoja, desconsuelo, pesimismo, remordimiento, desesperanza. Tan intensos que como hemos comentado, inducen al suicidio, y cuya magnitud de sufrimiento sólo puede comprender quien los ha padecido. Por eso al deprimido le da la sensación de que no le entiende nadie. Otro síntoma grave porque les incapacita profesionalmente es la llamada «inhibición psicomotriz», que consiste en una pereza enfermiza, invencible que tienta a permanecer en cama. Vestirse, lavarse, parece una tarea abrumadora. Escribir una carta rutinaria supone un esfuerzo como trepar a una montaña. Por la mañana al despertar, todo deprimido se dice: «Otro día más, qué carga tan pesada, no voy a poder con ella!»

Algunos muy cumplidores, empujados por la fuerza de voluntad, logran acudir al puesto de trabajo y allí con esfuerzo indescriptible realizar parte de su función.

Entre los síntomas secundarios relacionados con la inhibición psicomotríz están las disminuciones de apetencias: del apetito de comida, del apetito sexual. También de las apetencias psicológicas, de las ilusiones. El coleccionista de sellos mantiene cerrado el álbum. La mujer que no para de hacer labores de punto se siente incapaz de tocar las agujas. Quien se acaba de comprar un coche con el que lleva soñando años, con asombro de su familia no baja ni a verlo. En otros terrenos más sutiles, como es el de la pasión amorosa o el cariño, el enamorado nota desinflar su entusiasmo, la abuela chocha con los nietos prefiere no verlos. Todo ello son manifestaciones de la desgana patológica.

El padre Garzón estaba sufriendo una depresión endógena grave, con todo su martirio sordo y feroz de angustia y tristeza desgarradoras, inhibición paralizante que lograba vencer en parte. Refirió todos estos síntomas sin quejarse de ellos. Su esquema mental era en síntesis así: «He llevado una vida sin pena ni gloria dentro de mi orden religiosa. La Gloria la espero para después, y sé que hay que pagarla con la pena. He recibido con agradecimiento que al fin me envíen mi cruz, deseaba tener una con la que cargar. Bendigo a Dios todos los días por haberse acordado de mí, al final, cuando ya me queda muy poco de vida, y parecía haber perdido toda oportunidad de hacer algunos méritos. Pero he notado que ahora en el confesionario, en la dirección espiritual no siento como antes, como toda mi vida, esa ilusión por ayudar, ese cariño espontáneo lleno de impaciencia, de necesidad por el alivio de los que acuden a mí. Logro dar los consejos porque el cerebro me funciona, pero no los siento con el corazón, y eso da una nota falsa, artificial, y no puedo consolar a mis fieles como antes. Nunca me había pasado, tiene que ser la enfermedad. Esto es lo que le pido que me cure. Lo demás ya se irá con el tiempo, y si no ¡bendito sea Dios!»

Hice un esfuerzo de memoria, intentando revivir algún recuerdo olvidado del padre Garzón en el colegio. Inútil. Cuatro años tropecé de vez en vez con él por los pasillos. Su figura tan insignificante que ni siquiera resultaba ridícula, al contrario que la mayoría de los curas con los que no teníamos contacto directo pero habitaban en el colegio, no mereció ni la dudosa distinción de que le pusiéramos un mote.

Han pasado muchos años desde esta entrevista. El alejamiento hace que quede fundida en el horizonte de la memoria con los episodios del colegio. Sigo contemplando con admiración y agradecimiento a muchos de mis profesores, maestros de talento singular, pero según la experiencia de la vida modifica la escala de valores, se agiganta la figurilla de este anciano insignificante y casposo, con sed de amor, por que la enfermedad había agostado el manantial de cariño y entrega a sus semejantes que siempre brotó espontáneo de su corazón, sin que nadie se percatase de ello.

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Don Plácido Álvarez buscaba compasión. Encontrarla era el principal motivo de su ingreso en el hospital, y casi lo único que podíamos proporcionarle, porque no padecía una enfermedad. Estaba destrozado por la pena, sin la grandiosa renuncia a sí mismo del traductor y el jesuita.

Las primeras consultas no fueron para 61, sino para su esposa, doña Brígida, una anciana pizpireta, con arrumacos y perifollos, conocida en el hospital corno «La glamorosa sexapilera». El mote se lo había puesto uno de los estudiantes en prácticas. Un asturiano que se las daba de ingenioso y cosmopolita por lo que propendía a soltar frases con palabras exóticas, que él consideraba signo de distinción. En realidad era ingenioso. Asturiano sólo a medias. Nació allí por casualidad, durante un veraneo de sus padres. En sucesivas estancias en el Principado se contagió de la diabólica habilidad que los habitantes de mi patria chica tienen para motejar.

Los asturianos la emplean con crueldad despiadada. Insultan mejor que nadie. Es un deporte local. Se rumorea que para la temporada de ópera de Oviedo, que tanto les fascina, invitaban todos los años a un tenor muy malo para darse el gustazo de vocear insultos ingeniosos hasta quedar afónicos. El resto de la ópera aplauden a rabiar, con lo que quedan satisfechos todos los anhelos musicales y de temperamento. Eran los años en que Marilyn encandilaba a la humanidad entera. Una chica ovetense disfrutaba de gran parecido, incluso la superaba en el desarrollo de los más gratos atributos de la feminidad. La llamaban «La Pechonín Monroe». Lo atroz de los motejadores ovetenses es que no ridiculizan, como es costumbre, los defectos sino también las cualidades. Un prócer local, sencillo, sin ambiciones, afectuoso con todo el mundo, recibió como recompensa de saludar afable-mente hasta a los limpiabotas el ser conocido como «Educación y Descanso», y un pariente suyo aún más saludador: «Educación sin Descanso». Una chica muy cordial y sociable, que era la primera en hacer amistad con los estudiantes que acudían a Oviedo a examinarse, y solía darles algún festejillo para presentarles a sus amigas era: «Oviedo saluda a los forasteros». Una familia con varias hijas casaderas, las presentaba en todas las fiestas, organizaciones benéficas y cualquier tipo de oportunidad de mostrarlas emperifolladas. Disfrutaban de uno de los motes más largos: «Ferias, fiestas, romerías y mercados». Dos hermanas descomunales de Gijón: «Las Gijonudas».

Por supuesto cualquier defecto, el más insignificante, sirve como único punto de referencia. Si es pelirrojo, que por motivos locales no es un color apreciado: «El Roxu». Cuando se trata de alguien pequeño de estatura y cabeza grande, sólo tiene dos posibilidades de designación: «El Hombrín» o «El Cabezu».

Embalados en esta competición de ingenio a costa de los demás, los campeones de la agresión verbal no se detienen ante la crueldad de los sarcasmos. Alguno de estos graciosos de oficio cae en la bellaquería con tal de hacer reír a sus contertulios, saltando en el fácil trampolín de la desgracia ajena. Arturo, víctima de la polio en su infancia es «El Coxu». Al lado de las sillas que en la acera tiene un café en que hacen tertulia hay una agencia de viajes en la que va a entrar Arturo. Del grupo sale una voz: «Arturín, ¿vas pa Lurdes?»

Viniendo de esta escuela, el estudiante estuvo relativamente discreto con la «Glamorosa-sexapilera». Quizá la moderación se deba a que por ser doña Brígida pariente suya, don Plácido la ha traído a la consulta del hospital.

Tratándose de un centro de beneficencia, en época de escasez en que los médicos no teníamos coche, y llegábamos en la furgoneta, a todos sorprendió ver a la pareja de ancianos en un cochazo americano impresionante, de los que llamaban «haiga»; suponiendo que el propietario era un nuevo rico del estraperlo, que en la tienda había pedido «el mejor que haiga».

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