Crimen En Directo (39 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

BOOK: Crimen En Directo
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—Pero, ¿no iréis a...? —comenzó a preguntar Martin mirando a Patrik.

—No, no, ¡qué va! —negó Patrik riendo—. Todavía no, ¡por Dios! Con habituarnos a la vida con Maja tenemos de sobra. Pero más adelante...

—¿Y qué dice Erica? Teniendo en cuenta lo mal que lo ha pasado con Maja... —Martin guardó silencio, pues no sabía si Patrik quería hablar del tema.

Salieron del coche entumecidos y se estiraron un poco antes de entrar en la comisaría. Ya empezaba a resultarles algo habitual. Al menos, a Patrik, ya que era la tercera vez en muy poco tiempo que visitaba una comisaría de otra ciudad. La comisario que los recibió provocó en Patrik una reflexión sobre lo heterogéneo que era el Cuerpo de Policía de Suecia. Jamás había conocido a nadie cuyo aspecto encajase tan poco con la imagen que uno se forjaba a partir del nombre. En efecto, Gerda Svensson no sólo era mucho más joven de lo que él esperaba —rondaba los treinta y cinco—, sino que, pese a la clara sonoridad sueca de su nombre, su piel era tan oscura como la caoba. Era una mujer de una belleza sorprendente. Patrik cayó de pronto en la cuenta de que se había quedado mirándola boquiabierto como un pez y una breve ojeada a Martin le permitió constatar que su colega hacía el ridículo con la misma destreza que él. Le dio un codazo en el costado y le tendió la mano a la comisario Svensson, para presentarse.

—Mis colegas nos aguardan en la sala de reuniones —declaró Gerda Svensson indicándoles con la mano la dirección que debían tomar. Tenía una voz suave y profunda a un tiempo, y muy agradable al oído. A Patrik le costaba apartar la vista de aquella mujer.

No dijeron nada mientras se dirigían a la sala de reuniones, y sólo se oía el resonar de sus zapatos contra el suelo. Cuando entraron en la sala, dos hombres se adelantaron para darles la mano. El primero, que dijo llamarse Konrad Meltzer, frisaba los cincuenta, era menudo y macizo, pero con chispa y una sonrisa afectuosa. El otro tendría la misma edad que Gerda y era alto, corpulento y rubio. Patrik no pudo evitar pensar que Gerda y él formaban una pareja excelente. Supo enseguida que ellos dos lo habían comprendido mucho antes que él, ya que el hombre se presentó como Rickard Svensson, es decir, compartían apellido.

—Por lo que he visto, disponéis de información que puede ser relevante para un asesinato que nosotros archivamos sin resolver. —Gerda se había sentado entre Konrad y su marido, y ninguno de los dos parecía oponerse a que ella tomase el mando—. Yo dirigí la investigación de la muerte de Elsa Forsell —añadió como si hubiese leído la mente de Patrik—. Konrad y Rickard formaban parte de mi equipo y dedicamos muchas horas a las pesquisas. Por desgracia, llegamos a un punto en que nos estancamos... hasta anteayer, cuando llegó vuestra consulta.

—Supimos que vuestro caso guardaba relación con el nuestro en cuanto leímos lo de la página del cuento —intervino Rickard cruzando las manos sobre la mesa. Patrik no pudo por menos de preguntarse cómo funcionaría la cosa, siendo Gerda su esposa y su jefe a la vez. Aunque Patrik se tenía por un hombre igualitario e instruido, a él le habría costado un poco tener a Erica como superior en el trabajo. Por otro lado, tampoco a ella le gustaría que él fuera su jefe, de modo que quizá no fuese tan extraño.

—Rickard y yo nos casamos una vez finalizada la investigación. Desde entonces, trabajamos en unidades distintas —aclaró Gerda mirando a Patrik, que se ruborizó hasta las cejas. Por un instante se preguntó si no sería cierto que aquella mujer le leía el pensamiento. Sin embargo, se dijo que no debía de resultarle muy difícil adivinar lo que pensaba, ya que, seguramente, no era el primero en hacerse tales reflexiones.

—¿Dónde encontrasteis la página vosotros? —preguntó para cambiar de tema. A los labios de Gerda asomó una sonrisa discreta: se había dado cuenta de que Patrik lo había entendido, pero fue Konrad quien tomó la palabra.

—Estaba entre las páginas de una Biblia que tenía al lado.

—¿Dónde hallaron su cadáver? —quiso saber Martin.

—En su piso. Fue uno de los miembros de su comunidad.

—¿De su comunidad? —se sorprendió Patrik—. ¿Qué clase de comunidad era?

—La Cruz de la Virgen María —respondió Gerda—. Una comunidad católica.

—¿Católica? —preguntó Martin—. ¿Acaso era de algún país del sur?

—El catolicismo no se da sólo en los países del sur —replicó Patrik, un tanto avergonzado por la ignorancia de Martin—. Está extendido por una parte considerable del mundo y en Suecia existen varios miles de católicos.

—Exacto —confirmó Rickard—. Hay unos ciento sesenta mil católicos en este país. Elsa llevaba muchos años en esa comunidad que, en principio, era su familia.

—¿No tenía más parientes? —quiso saber Patrik.

—No, no localizamos a ningún familiar —contestó Gerda moviendo la cabeza negativamente—. Interrogamos a los demás miembros de la comunidad para ver si se había producido una especie de cisma o algo así, que hubiese podido culminar en el asesinato de Elsa, pero el resultado fue cero.

—Si quisiéramos hablar con alguien que hubiese tenido una relación cercana con Elsa... ¿quién se os ocurre? —Martin tenía el bolígrafo preparado para anotar el nombre.

—Sin duda, el sacerdote. Silvio Mancini. El sí es del sur de Europa —dijo Gerda guiñándole un ojo a Martin, que se sonrojó en el acto.

—Por lo que deduje de vuestra consulta, también la víctima de Tanumshede presentaba indicios de haber estado atada, ¿no es cierto? —Rickard le dirigió la pregunta a Patrik.

—Así es. Nuestro forense halló huellas de una cuerda en los brazos y en las muñecas. Si no me equivoco, fue una de las razones que os inclinaron a considerar la muerte de Elsa como un asesinato, ¿verdad?

—Sí. —Gerda sacó una fotografía que les pasó a Patrik y a Martin por la mesa. Ambos la observaron unos segundos y constataron que, en efecto, las marcas de la cuerda se apreciaban con total claridad. Patrik reconoció además los extraños moratones alrededor de la boca—. ¿Detectasteis residuos de pegamento? —le preguntó a Gerda.

—Sí, el pegamento procedente de cinta adhesiva marrón normal y corriente. —Gerda carraspeó un poco—. Comprenderéis que nos interesa mucho conocer la información de que disponéis sobre los demás casos. A cambio, claro está, os facilitaremos todo lo que tenemos nosotros. Sé que, en ocasiones, se da un alto grado de rivalidad entre los distritos policiales, pero nosotros deseamos sinceramente iniciar una buena colaboración con canales abiertos entre nosotros. —No lo dijo como una súplica, sino como una fría constatación. Patrik asintió sin la menor vacilación.

—Por supuesto. Necesitamos toda la ayuda que nos podáis prestar. Igual que vosotros. De modo que lo más lógico es que nos facilitéis copias de vuestro material y viceversa. Además de mantenernos en contacto por teléfono.

—Bien —dijo Gerda.

A Patrik no le pasó inadvertida la admiración que reflejaba la mirada que Rickard dirigió a su mujer. El respeto de Patrik por Rickard Svensson aumentó enseguida. Era preciso ser un hombre de verdad para saber apreciar a tu mujer, cuando ésta había ascendido más alto que tú en el escalafón.

—¿Sabéis dónde podemos localizar a Silvio Mancini? —preguntó Martin cuando ya se levantaban para despedirse.

—La comunidad católica tiene un local en el centro —Konrad les anotó la dirección en un bloc, arrancó la hoja y se la dio a Martin antes de explicarles cómo llegar.

—Cuando hayáis hablado con Silvio, podéis pasar por aquí a recoger el paquete con las copias de todo el material —sugirió Gerda mientras le estrechaba la mano a Patrik—. Daré orden de que las hagan ahora mismo.

—Muchas gracias por la ayuda —dijo Patrik con sinceridad. Tal y como Gerda había mencionado, la colaboración entre los distritos no siempre era el punto fuerte de la policía, y se sentía muy satisfecho de que en el caso de aquella investigación ocurriese justo lo contrario.

—¿No piensas dejarte ya de tonterías?

Jonna cerró los ojos. La voz de su madre sonaba siempre tan dura y tan acusadora por teléfono...

—Tu padre y yo hemos estado hablando y pensamos que es una irresponsabilidad inaudita por tu parte malgastar tu vida de ese modo. Además, tenemos que mirar por nuestra reputación en el hospital. Debes comprender que no eres tú sola la que hace el ridículo, ¡nosotros también!

—Ya sabía yo que algo tendría que ver esto con el hospital —murmuró Jonna.

—¿Qué dices? Tienes que hablar un poco más alto, Jonna, no oigo lo que dices. Ya tienes diecinueve años, deberías haber aprendido a expresarte bien a estas alturas. Y te diré que los últimos artículos que publicaron los diarios no nos han gustado lo más mínimo. La gente empieza a preguntarse qué clase de padres somos. Y debes saber que hemos hecho lo que hemos podido. Pero tu padre y yo tenemos una misión importante que cumplir y tú ya eres mayor, Jonna, lo bastante para comprenderlo y para demostrar un poco de respeto por lo que hacemos. ¿Sabes? Ayer operé a un niño ruso que sufría un grave fallo cardiaco. En su país no podía recibir la atención quirúrgica que necesitaba, pero ¡yo le ayudé! Le ayudé a sobrevivir, a vivir una vida digna. En mi opinión, deberías mostrarte un poco más humilde ante la vida, Jonna. Tú has vivido una existencia sin problemas. ¿Te hemos negado algo alguna vez? Siempre has tenido ropa, techo y comida. Piensa en todos los niños que no lo han pasado ni la mitad de bien que tú, ¿qué digo la mitad?, ni una décima parte. A ellos les habría gustado estar en tu pellejo. Y, desde luego, a ellos no se les han ocurrido esas tonterías de autolesionarse y cosas de ésas. ¿Sabes? Yo creo que eres una egoísta, Jonna, y que ya es hora de que madures. Tu padre y yo pensamos...

Jonna colgó el auricular y se desplomó hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. La ansiedad crecía sin cesar hasta que sintió como si quisiera subir y salirle por la garganta. Llenó cada milímetro de su cuerpo, como si fuera a estallarle dentro. La sensación de no tener adonde ir, ningún lugar al que huir, se adueñó de ella como en tantas ocasiones anteriores y, con mano temblorosa, fue a sacar la cuchilla que siempre llevaba en el monedero. Los dedos le temblaban de forma tan incontrolada que se le cayó al suelo. Lanzó una maldición y trató de recuperarla. Se cortó los dedos varias veces pero, tras unos cuantos intentos, lo consiguió y se la llevó despacio hacia la cara interior del brazo derecho. Fijó la vista en la cuchilla con la máxima concentración mientras la hundía en la piel escoriada, cubierta de cicatrices, que parecía un paisaje lunar de carne rosa en algunas zonas y blanca en otras, surcada por pequeños ríos de color rojo. Cuando empezaron a brotar las primeras gotas de sangre, sintió que la angustia cedía. Apretó más fuerte y el hilillo rojo se convirtió en una corriente bombeante. Jonna la observó con una expresión de alivio. Levantó la cuchilla otra vez y dibujó otro río entre las cicatrices. Luego, alzó la cabeza y le sonrió a la cámara. Casi parecía feliz.

—Hola, buscamos a Silvio Mancini —dijo Patrik sosteniendo la placa a la vista de la mujer que les abrió la puerta. Ella se hizo a un lado y gritó hacia el interior del local: — ¡Silvio! Está aquí la policía.

Un hombre de pelo cano que vestía vaqueros y un jersey se les acercó por el pasillo y Patrik acertó a constatar que, en su subconsciente, se había imaginado que aparecería con el uniforme completo de cura, en lugar de con ropa normal. La parte lógica de su yo se dijo que el sacerdote no podía llevar la sotana a todas horas, pero a él le llevó unos segundos reajustar sus expectativas.

—Patrik Hedström y Martin Molin —saludó Patrik señalando a su colega. El sacerdote asintió y los invitó a sentarse en un pequeño tresillo. No era un local muy amplio, pero sí muy cuidado y profusamente adornado con todos los atributos que Patrik, como profano, asociaba al catolicismo: imágenes de la Virgen María y un gran crucifijo, por ejemplo. La señora que les había abierto la puerta apareció con una bandeja de café y galletas. Silvio le dio las gracias amablemente, pero ella respondió sólo con una sonrisa y se retiró enseguida. Silvio dirigió su atención hacia los dos policías y preguntó en un sueco correcto, aunque con inconfundible acento italiano:

—Bien, ¿qué puedo hacer por la policía?

—Querríamos hacerle algunas preguntas sobre Elsa Forsell.

Silvio exhaló un suspiro.

—Ya, bueno, yo tenía la esperanza de que, tarde o temprano, la policía encontraría algo con lo que seguir investigando. Aunque creo en el fuego del infierno como en una realidad tangible, prefiero que los asesinos reciban su castigo ya en esta vida. —El sacerdote exhibió una sonrisa con la que consiguió expresar humor y empatía a un tiempo. Patrik experimentó la sensación de que él y Elsa habían sido muy buenos amigos, impresión que el propio Silvio confirmó con su siguiente comentario—: Elsa fue una buena amiga durante muchos, muchos años. Participaba con asiduidad en las actividades de la comunidad y yo era, además, su confesor.

—¿Nació en el seno de una familia católica?

—No, en absoluto —rió Silvio—. Pocas lo son en Suecia, a menos que hayan venido de un país católico. Pero Elsa asistió a uno de nuestros servicios religiosos y, bueno, yo creo que encontró lo que buscaba. Elsa era... —Silvio dudó un instante—. Elsa era una especie de alma destrozada. Buscaba algo y lo halló entre nosotros.

—¿Y qué era lo que buscaba? —preguntó Patrik observando al hombre que tenía enfrente. Todo en aquel sacerdote confirmaba que era un hombre bueno, un hombre que irradiaba serenidad, que transmitía paz. Un auténtico hombre de Dios.

Silvio guardó silencio un buen rato antes de responder. Parecía querer medir muy bien sus palabras, pero al final miró a Patrik fijamente y declaró:

—Perdón.

—¿Perdón? —repitió Martin extrañado.

—Perdón —reiteró Silvio con calma—. Lo que todos buscamos, la mayoría sin ser conscientes de ello. Perdón por nuestros pecados, por nuestras debilidades, por nuestras faltas y nuestros errores. Perdón por cosas que hemos hecho... y por cosas que hemos dejado de hacer.

—¿Y cuál era el motivo de Elsa para buscar el perdón? —preguntó Patrik tranquilo, observando atentamente al sacerdote. Por un instante, creyó que Silvio estaba a punto de ir a contarles algo, pero luego bajó la vista y dijo:

—La confesión es sagrada. Y, además, ¿eso qué importa? Todos tenemos algo por lo que ser perdonados.

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