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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (25 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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—Sigo pensando que tiene que saber algo. Es imposible que ignore lo de las fiestas.

—Habla poco. Es reservado. Y muchas veces no entiendo lo que dice, su humor macabro, sus indirectas… Vive en su mundo. Va y viene, desaparece un día, dos, es como un gran misterio.

—¿No te dice a dónde va o qué hace?

—No.

—Pero su padre te apartó de él. Si intuyó o supo lo que tú hacías… —quiso insistir.

—Yo no le noté nada.

—Seguías viéndole.

—Ya le digo que menos, muy poco. Pero sí.

—¿Nunca se te declaró?

—No.

—¿Nunca te dijo «te quiero» en un momento de…?

—No.

—¿Ni te lo tropezaste al llegar o irte de las fiestas?

—No. —Fue sincera negando por tercera vez—. Y como le he dicho, había otras casas, grandes, palaciegas, recuperadas algunas en estos días o incluso antes, como la del señor Cortacans, y también pisos como éste, mejores y más grandes, refugios secretos para ellos y sus queridas. Nada de hacerlo dos veces seguidas en el mismo lugar. Y de todas formas todo esto se ha producido en las últimas semanas, estos tres meses más recientes. Jaume no siempre estaba en la casa, él también pasaba noches fuera, se lo acabo de decir. Desaparecía. Su padre le desprecia ante todo por su cojera, le da igual lo que haga. Y él desprecia a su padre, aunque ese desprecio creo que esconde también un raro amor, la necesidad de sentirse querido, cosa que pienso que no ha logrado jamás.

—¿Y ellos, los miembros del club?

—¿Qué quiere que le diga? Un par son viudos, otro soltero, el resto casados. Don Ernest siempre fue el mejor, el más correcto y educado. Realmente me quiere… —recordó que estaba muerto y buscó aire para continuar, dominando su nueva realidad y reteniendo las lágrimas—, me ha querido —rectificó—, y ha sido sincero. Sacarme de las fiestas fue la mejor de las pruebas, sobre todo porque tuvo que soportar las burlas de los demás. Enamorarse de una como yo, ya ve —resopló fingiendo desprecio.

—No te castigues, Patro. No vale la pena.

—Ya —dijo sin demasiada convicción.

—¿Dónde guardan la comida?

—En casa de los Cortacans, creo que también en el sótano. Es increíble. Lo ha arreglado todo desde que ha vuelto, para las fiestas. Arriba no hay apenas nada, pero abajo…

—Entonces, la última vez que viste a Merche fue el viernes pasado.

—Sí.

—¿Fuiste a su casa después?

—Sí, el domingo por la tarde, para ver qué tal le había ido el sábado, pero no estaba. Yo pensé que se había quedado allá. La cara de señor Cortacans al conocerla había sido… —Abrió unos ojos como platos—. Le gustan como Merche. Las prefiere muy jovencitas y por estrenar. ¿Qué tenía de extraño? Merche ya era muy independiente, rebelde, y capaz de lo que fuera por salir del hambre y por tener algo con los nuevos tiempos que se avecinan. Me lo dijo así antes de que le hablase de las fiestas. Estaba cansada de mantener el tipo. ¿No bebían los vientos por ella todos? Guapa, risueña, con un cuerpo divino, capaz de dar vida —hablar de una muerta le hizo daño—. Yo no le comenté nada a su madre. Ni hablé de su hija cuando fui a buscarla. Callé y pensé que ya me diría algo. Pero el domingo por la noche volví, y al saber que seguía sin dar señales de vida… no sé, me inquieté.

—¿Hablaste con Ernest Niubó?

—No, este fin de semana pasado no le vi, con su hijo llamado a filas y su mujer muy nerviosa… Y de cualquier forma él nunca se metía con Cortacans. Pienso que le tenía miedo. Él y los demás. El más rico siempre es el más fuerte, y el más fuerte también es el más temido. No dejaba de repetirme que se trataba de nosotros, que no importaba nada más, que teníamos derecho a ser felices.

—Entonces aparecí yo.

—Cuando entró en la mercería de la señora Anna y me dijo que Merche había desaparecido y su madre estaba muerta… Bueno, me asusté, por eso eché a correr. Ya sentía algo raro aquí. —Se tocó la boca del estómago—. Y suelo fiarme de mis intuiciones. De pronto vi muy claro que si Merche había desaparecido era porque tenía que haberle pasado algo malo, que no se trataba de que se hubiera quedado en la casa, porque el señor Cortacans las usa, no se las queda, y que si yo la había llevado allí, para entregársela a aquella bestia…

—¿Viniste aquí?

—Tarde o temprano sabía que don Ernest aparecería y me ayudaría. Mis hermanas tienen comida de sobra, eso me tranquilizaba.

—Pero Pasqual Cortacans no sabía lo de este piso secreto de Niubó.

—No.

—Por precaución, con Mercedes y Remedios muertas, Fernando le espiaba para dar contigo; entonces aparecí yo, alarmé a Niubó para provocar su reacción, y mientras le seguía a él, Fernando nos seguía a los dos. Con Merche muerta y yo haciendo preguntas… aunque sólo fuera por seguridad…

—Don Ernest decía que el señor Cortacans no deja nunca nada a medias, que es un lince, despiadado, implacable.

—¿Y la muerte de Remedios? ¿Qué sentido tenía matarla a ella…? —Mientras lo decía en voz alta su propia mente se lo rectificó—. No, Remedios murió accidentalmente. Fernando fue a su casa, ella lo sorprendió, debió de golpearla con demasiada fuerza y al retroceder a causa del impacto atravesó la puerta acristalada y cayó por el balcón. Aunque pienso que si le sorprendió la habría matado igualmente y lo de que se despeñara fue mala suerte. —Miró a Patro—. ¿Para qué iría el lacayo de Cortacans a casa de Merche?

—Ella escribía un diario.

La pieza que cerraba el círculo.

—No encontré ningún diario en el piso cuando lo registré —suspiró Miquel Mascarell.

Patro Quintana ya no dijo nada más.

Mercedes Expósito, Remedios, Ernest Niubó, ella…

La primera muerte había desatado todas las demás.

«Pasqual Cortacans no deja nunca nada a medias. Es despiadado, implacable…».

Fin del caso.

O no.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Patro.

—Nada.

—¿Nada? —Estuvo a punto de echarse a reír, ofreciéndole la sorna de su incredulidad.

—Muerto el ejecutor, Fernando, Pasqual Cortacans no es de los que se ensucia con sus propias manos. Y cuando sepa que Niubó también ha muerto, sabrá que tú no dirás nada, que no eres tan valiente, ni tan tonta, especialmente cuando entren las tropas de Franco.

—¿Está seguro de eso?

Intentó que su voz sonara lo más aplomada posible.

—Sí.

—¿Por cuánto tiempo?

—El suficiente, tranquila.

—No entiendo…

—Vamos, querida. Te llevaré a tu casa. —Se puso en pie para que ella no viera su inseguridad.

—¿No puedo quedarme aquí?

—¿Y el cadáver de Fernando?

—Es cierto. —Tembló al recordarlo.

—Si consiguiéramos deshacernos de él entre los dos, podrías quedarte, por supuesto. Tienes la llave, las cosas tardarán todavía un poco en funcionar de nuevo… pero a fin de cuentas has de volver con María y Raquel.

—¿Y qué hago cuando se acabe la comida?

—Habla con Jaume, cuéntaselo todo. Está enamorado de ti y eso cuenta. O recupera a tu novio si no está muerto, no sé. Las tropas de los nacionales deben estar entrando ya en Barcelona, hoy o mañana, tal vez pasado. Tú aún tienes una oportunidad, Patro. Eres joven, y muy guapa. No te pierdas a ti misma.

—El diablo seguirá libre —desgranó con el alma rendida.

—Confía en mí.

—¿Va a detenerle, en serio?

—Confía en mí —le dijo por segunda vez.

—No puede ni tocarle…

Ya no habló, sólo dejó que sus ojos cerraran el diálogo empujándolos a la calma.

33

Se había hecho muy tarde, demasiado. Salieron de la habitación con el declinar del día camino de la oscuridad. El cadáver de Fernando presidía la sala con su charco de sangre bajo la cabeza. Parecía una alfombra. Sin cara era mucho más desagradable. Tal vez por ello Patro desvió la mirada.

Miquel Mascarell no.

Era el primer hombre que mataba en su vida policial.

Y había gastado en él una de sus dos balas.

Si llegaba lo peor, la que quedaba era para Quimeta.

Por la destrozada ventana que daba al patio de luces penetraba el frío del exterior. La muchacha tembló porque la habitación de la que salían estaba muy caldeada gracias al brasero. Los dos enfilaron el pasillo, la puerta del piso, y después la escalera, rumbo a la calle.

Le sorprendió no encontrar vecinos apostados, a la espera de noticias. Pero habían pasado mucho rato hablando después del disparo, así que probablemente se habrían cansado. La portera tampoco estaba a la vista. Vaciló con las llaves en la mano. Si se las devolvía, ella no perdería ni un segundo en subir y encontrarse con el muerto. Si se las llevaba…

Quizás pudiera hablar con Bartomeu Claret, explicarle lo sucedido.

Se guardó las llaves en el bolsillo derecho del abrigo, con la comida.

Al salir a la calle tomó a Patro del brazo, mitad por protección mitad por prevención. No subió Lluís el Piadós arriba, porque al llegar a Trafalgar ella vería el cuerpo de Ernest Niubó todavía tendido en el suelo de la esquina de la derecha. Prefirió bajar hasta la plaza de Sant Pere, caminar un trecho por la calle de Sant Pere Més Alt y subir de nuevo por el pasaje de Sert hasta alcanzar la calle Bruc. Significaba dar un rodeo absurdo, porque desde Trafalgar se cogía Girona directamente. Sin embargo Patro no dijo nada. Le seguía y punto. Probablemente ni siquiera se daba cuenta de dónde estaba o lo que hacía, todavía bajo los efectos de su shock anterior, su intento de asesinato, la noticia de que su don Ernest había muerto…

Tenían un breve camino juntos hasta el piso de la muchacha.

Tardaron un poco en hablar.

Y fue Patro la que rompió el silencio.

—Don Ernest tiene mujer. —Fue como si lo reflexionara en voz alta.

—Y un hijo escondido, ya sabes.

—Sí —admitió—. Antes le he comentado que no le vi este fin de semana pasado debido a ello. Lo han llamado para ir a pegar tiros siendo un crío.

—Jaume Cortacans quería ir a la guerra y no pudo. Un ex novio de Merche lo mismo. El de Niubó no quiere y se esconde. A veces las cosas son extrañas. Unos republicanos, el otro faccioso.

—Sólo cobarde.

—¿Te lo dijo él?

—Sí, pero no lamentándolo. Don Ernest quería mucho a su hijo pequeño. Las dos hijas están en Madrid, y del mayor no sabe nada desde hace meses. Buscaban protegerlo porque ya era todo lo que les quedaba.

—¿Hablaba mucho de su familia?

—Sí.

—¿No te molestaba?

—No. —Subió y bajó los hombros indiferente—. Decía que un día yo también tendría eso, una familia, porque era muy joven y no siempre estaría él. Hace una semana me dijo que me quería tanto que lo que más le importaba era mi felicidad, aunque fuese con otro, porque tarde o temprano estaba seguro de que me enamoraría de alguien de mi edad. Ya le he dicho que era una buena persona.

—Una buena persona que participaba en esas… fiestas con jovencitas.

—Eso no tiene nada que ver.

—Yo creo que sí.

—Todos los hombres son iguales, ¿no?

—Algunos, Patro. Algunos.

—Ya.

—Pareces una vieja experta, no una joven que empieza a vivir.

—El hambre te clarifica mucho las ideas.

¿Qué podía decirle? Llegaban tiempo peores, aunque para ella y todas las Patro Quintana, el fin de la guerra era la esperanza del futuro. Ya se lo había dicho: le importaba poco quién mandase. Lo único que pedía era paz, dignidad como persona. María y Raquel pesaban.

—¿Qué será ahora de la esposa y el hijo de don Ernest?

—Caerán de pie. Les devolverán la fábrica. Saldrán adelante.

Y muerto el esposo y padre, lo harían con una nueva dosis de odio sobre el pasado, porque ellos nunca sabrían nada de lo sucedido. Lo interpretarían como una venganza.

Salvo que él lo contara todo.

¿A quién?

No quería pensar en Pasqual Cortacans. Todavía no.

Ni siquiera sabía qué podía hacer, aunque le había dicho a Patro que sí.

Estaba solo.

—¿Está usted casado?

—Sí.

—¿Tiene hijos?

—Tenía.

—Lo siento.

—Yo también. Tú le habrías gustado.

—Ojalá mi padre hubiera sido como usted.

—No digas eso.

—¿Qué piensa de mí? —Hundió los ojos en el suelo, mirándose las puntas de sus zapatos al andar.

—Nada.

—¿Por qué miente?

—Hemos vivido tres años oscuros, Patro. No se puede juzgar a las personas en una guerra. Todos cambiamos a la fuerza.

—Usted no parece haber cambiado. ¿Por qué sigue haciendo de policía?

—Es mi trabajo.

—Pero ya no queda nadie en Barcelona. Don Ernest me lo dijo.

—Yo sigo aquí.

—¿Por qué?

—Por Merche, por su madre…

—No puede ser sólo por ellas. Es absurdo.

—Tampoco puedo marcharme. Mi esposa se está muriendo de cáncer.

—¿Y se ha sacrificado por ella? —Levantó los ojos del suelo de golpe.

—Es toda mi vida.

Percibió su relajación, o abandono. La forma en que suspiraba, la manera en que su cuerpo temblaba. Se había peinado un poco, pero aun así resultaba salvaje, exuberante. Algunos hombres se volvían para mirarla, y él la llevaba del brazo con cautela. Parecían un padre y su hija. Pero algunas miradas eran de otro signo. Nunca faltarían los suspicaces. Y el amor en tiempos de guerra era muy extraño.

Subían ya por Bruc. Por allí había más gente, vagando como espectros por las sombras, hablando entre sí o formando corrillos expectantes. El tema era monocorde:

—¿Cuándo entrarán?

—¿Cómo?

—¿Habrá resistencia?

Personas hartas, agotadas, indiferentes.

Ya tanto les daba la República como la nueva España que se avecinaba.

¿Dónde estaban las masas de obreros que tenían que defender Barcelona a sangre y fuego?

El sentimiento de vacío los alcanzó a los dos. Algunas personas todavía salían de sus casas llevando sus enseres, colchones, mantas, maletas, dispuestos a marcharse a pie de la ciudad. Los que se movían rápido contrastaban con los que sólo miraban, sin hablar. Y en medio estaban ellos dos, caminando, caminando.

Patro parecía ajena a cuanto la rodeaba.

—Antes me ha dicho que hablara con Jaume, porque estaba enamorado de mí, o que esperase a Lluís por si volvía.

—Sí.

—Sabe que no sería feliz con ninguno de los dos, ¿verdad?

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