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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Cuatro días de Enero (27 page)

BOOK: Cuatro días de Enero
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—Buenos días —dijo.

—Lo son —asintió dándole la razón.

Ya no había máscaras.

—¿Puedo entrar? Hace frío.

Pasqual Cortacans lo evaluó. No parecía demasiado convencido. Pero se rindió. Lo acompañó por un encogimiento de hombros y una mueca de indiferencia en sus labios. Dio media vuelta, entró en su casa y dejó que su visitante le siguiera a unos pocos pasos.

Hicieron el mismo camino de la otra vez.

Hasta la pequeña habitación con paredes de madera que servía de retiro y refugio a su propietario.

Miquel Mascarell cerró la puerta.

Pasqual Cortacans vestía con mayor elegancia. Ropas recuperadas para el momento, acordes con la ocasión. Llevaba un batín tres cuartos, rojizo, anudado con una cinta del mismo color. Sobre la mesita destacaba una botella de coñac. Del caro.

Las últimas explosiones, ya no tan lejanas, habían cesado hacía rato, mientras Miquel Mascarell subía hasta el paseo de la Bonanova. Al llegar a él se encontró con cuatro carros de combate rusos y dos blindados rodando hacia Sarrià. La resistencia final. Una piedra en el camino de las botas facciosas. Los vio pasar como quien ve a los animales en el matadero. El interior de la mansión daba la impresión de ser una isla. O ya no había el menor combate y las tropas franquistas estaban allí o faltaba muy poco para el estallido póstumo.

Pasqual Cortacans se sentó en una de las butacas.

Miró a su visitante.

—De acuerdo, ¿y ahora qué? —le preguntó.

—Dígamelo usted —le propuso el policía.

—¿Habla en serio? —Hizo ver que contenía la risa.

—Siempre lo hago.

El notable prohombre lo evaluó con una mirada crítica.

—No sé si es usted ridículo o patético —manifestó.

—Probablemente las dos cosas a la vez, ya ve.

—¿Sabe que el Ejército está entrando por la Diagonal en estos momentos?

—No, aunque lo imaginaba.

—Y ha venido hasta aquí.

—Sí.

—¿Por qué?

—¿Cómo sabe que están entrando en Barcelona?

Ladeó la cabeza y cerró los ojos con lasitud. Al volver a abrirlos le brillaban. Miquel Mascarell no supo si había en ellos más desprecio que placer, más superioridad que orgullo.

—Usted y sus amigos siempre fueron quintacolumnistas, ¿verdad?

—Yo lo llamaría patriotas.

—Puede que incluso hayan tenido alguna emisora escondida, para dar informes, ¿me equivoco?

—Usted ha leído muchas novelas baratas.

Miquel Mascarell se apoyó en la madera de la puerta.

—¿No quiere saber qué ha sucedido, Cortacans?

—¿Es importante?

—¿Ni siquiera le interesa saber por qué su perro de presa no regresó anoche?

—Fernando sabe cuidarse.

—No esté tan seguro.

Le hizo moverse en la butaca, inquieto.

—Fernando mató a Niubó ayer, pero no pudo con la chica. Yo se lo impedí.

La inquietud se convirtió en sorpresa, pero de nuevo contenida.

—¿Usted?

—Maté a Fernando, sí.

—Vaya, me sorprende. —Su rostro se endureció sólo un poco.

—¿Por qué?

—Un viejo policía solitario, hasta el límite. Un fantasma en una ciudad fantasmal. No sé si es digno de admiración o patético.

—Ustedes, los de derechas, siempre se creen por encima del bien y del mal. —Fue como si lo considerara en voz alta, sin dirigirse a él en particular—. No entienden otras posturas, son monolíticos, nunca se cuestionan nada. Se aferran a lo que consideran eterno, a sus «valores universales», y de ahí no se mueven. Su gran ventaja con relación a nosotros es que son amorales. Comen mejor, tienen más dinero, más posibilidades, estudios, y eso les da una coartada. Nosotros en cambio nos pasamos el tiempo discutiendo, buscando verdades que nunca aparecen o no existen como tales. La derecha es única, monolítica, implacable. La izquierda es múltiple, está fragmentada. Su martillo contra la libertad y la independencia de las ideas. El fascismo es una lepra, la izquierda sólo socializa al pueblo, ya ve qué poca cosa. El pueblo no es más que eso: gente. Y la gente de a pie es prescindible. Ustedes siempre sobreviven.

—La República ha combatido con eso, con ideas. Por eso han perdido la guerra.

—Es más que eso, Cortacans, pero usted no lo entiende. Uno de los problemas de hoy es que los necios y los fanáticos están siempre seguros de sí mismos, mientras que los sabios están llenos de dudas.

—¿Y ustedes, los de izquierdas, son sabios? —No le dejó responder—. Déjeme decirle yo también algo: la indignación moral es la estrategia adecuada para revestir de dignidad al idiota. Y eso es lo que hacen los que se definen como «de izquierdas»: en lugar de pensar, lo cual es duro, hay que leer, lleva tiempo, se indignan por algo y eso les reviste de la dignidad que necesitan para defenderse de lo que consideran injusto.

—¿Quiere hablar de política?

—Ya no es necesario hacerlo.

—Usted lo ha dicho. Han ganado la guerra. Enhorabuena.

—Llevo tres años aguantando esta mierda, inspector Mascarell. Tres años dándolo todo a una República vendida al comunismo, fingiendo ser leal cuando he perdido casi todo. Tres años haciendo mi otra guerra. Me ha llamado quintacolumnista, sí. Nosotros, mis amigos y yo, lo hemos sido. Ahora este país tendrá paz y orden, a un Dios de nuestro lado. Todo volverá a ser como siempre debió ser, antes de que las ideas rojas nos carcomieran por dentro. ¿Sabe lo que es la libertad? Yo se lo diré: un líder fuerte y una masa obediente. Ésa es la libertad, inspector, porque la masa, de por sí, no puede ser libre, ni tomar decisiones. Carece de cabeza. La libertad se la da el que manda. Ustedes iban a vender España.

—Y ustedes la han comprado.

—No, la hemos recuperado, nada más. Este país tiene un destino universal, será la reserva moral de Occidente. Una vez tuvimos el mundo en nuestras manos. Estos días asistimos al comienzo de un nuevo orden.

—¿Ese nuevo orden implica destrozar a niñas de quince años?

Logró atravesarlo. Una flecha invisible. No le hizo daño, sólo le causó irritación.

—No sea estúpido.

—Lo sé todo, Cortacans.

—Usted no sabe nada.

—Sé lo de sus fiestas, sus orgías, con los Pomaret, Sallent, Villar, Creixell, Niubó… Un club selecto para pasar el rato entre vapores, antes de la guerra y ahora, cuando todos han ido volviendo a Barcelona. ¿Qué mejor cosa para matar el tiempo y esperar que dedicarse al placer? Tantas chicas jóvenes buscando un pedazo de pan…

Por primera vez, Pasqual Cortacans no dijo nada.

—¿Qué pasó con Mercedes Expósito?

Silencio.

—Puede que ni siquiera supiera su nombre. ¡Qué más da cómo se llamen! Era guapa, ¿verdad? Guapa y joven. Una niña y una mujer al mismo tiempo. —Sacó la fotografía del bolsillo izquierdo del abrigo y se la mostró desde la distancia—. ¿La recuerda? Claro que sí. Mírela. —Sostuvo el retrato frente a sus ojos—. A usted le gustan jóvenes, vírgenes, eso le da la medida de su poder y dominio sobre los demás. Pero Merche… —Volvió a guardarse la fotografía—. ¿Qué fue lo que sucedió con ella? ¿Se echó para atrás en el último momento? ¿Se puso a llorar? ¿Le expresó con su negativa y esas lágrimas el asco que usted le daba? ¿No quiso plegarse a sus perversiones? No creo que la matara sin más. Tuvo que tratarse de algo de eso. Usted la obligó, la violó y la destrozó. Varias veces, además. Después no hizo nada cuando se desangró. Nada. Sólo pedirle a su lacayo que se deshiciera del cuerpo. Un problema menos. Luego, para borrar todo posible rastro, Fernando fue a casa de la chica, encontró el diario de Merche, le sorprendió su madre y la empujó o en la pelea se cayó por el balconcito. ¿Me equivoco? —siguió hablando ante el repetido mutismo del dueño de la mansión—. Lo malo era que alguien sabía que Merche había estado aquí: Patro Quintana, su amiga. Y mejor prevenir que curar. No estaba en su casa, con sus hermanas… Pero tarde o temprano Niubó iría a verla, donde la tuviera escondida porque ya era su amante, así que Fernando espiaba al conservero y cuando aparecí yo…

—¿Usted? ¿Cree que le tengo miedo?

—No, ya sé que no. Pero este caso estaría cerrado, con Patro y Niubó muertos, de no ser por mí.

—Diga mejor a pesar de usted.

—¿Tan fácil lo ve?

—¿Qué va a hacer? ¿Detenerme? —manifestó con ironía.

—Sabe que ya no puedo, porque no hay dónde llevarlo.

Pasqual Cortacans abrió y cerró ambas manos haciendo un gesto expresivo.

—¿Por qué no es inteligente y lo deja así?

—¿Me voy a casa y eso es todo?

—Es lo que va a hacer, ¿no? Mire, podría ayudarle, ¿sabe?

—¿Hablaría en favor mío a las nuevas autoridades?

—Por ejemplo.

—¿Un buen puesto en la nueva policía?

—¿Por qué no? Es bueno.

—¿Cuánto tardaría usted en encontrar a otro Fernando y recordar que soy una persona incómoda?

—Entonces váyase. —Se movió hacia un lado, tomó la botella de coñac, una copa ya usada, se sirvió un dedo y se la llevó a los labios sin importarle lo temprano de la hora. Bebió un sorbo y estalló—: ¡Váyase y vea el advenimiento del nuevo mundo! ¡Contémplelo mientras pueda y luego muera por nada cuando puede vivir por todo! Vamos, ¡vamos! —lo invitó a marcharse por la puerta—. ¿A qué espera, héroe? ¡Usted se lleva su integridad y yo me quedo aquí con mis pecados! ¡Adelante!

Sostuvieron sus miradas mientras Pasqual Cortacans bebía un nuevo sorbo.

Un segundo, dos, tres.

Miquel Mascarell sintió todo el peso de su derrota.

El último policía de Barcelona.

Ninguna cárcel, ningún juez, nada.

Quería irse a vomitar fuera de allí.

Puso una mano en el tirador de la puerta y la abrió. Volvía a dolerle el pecho, como la tarde y la noche anterior. Volvía a sentir aquel zumbido, aquel vértigo, el colapso de las ideas, las sensaciones, las emociones rotas y convertidas en una fina arenilla que se desvanecía bajo el huracanado viento de la realidad.

Le había dicho a Quimeta que regresaría enseguida.

¿Qué estaba haciendo allí?

—Pensaré en usted la próxima vez, amigo mío —brindó el dueño de la casa a su espalda.

La próxima vez.

La siguiente Merche.

La nube roja se atravesó en sus ojos.

Entonces lo supo.

Supo qué estaba haciendo allí.

Se volvió sin decir una sola palabra, sacó su pistola y apuntó con ella a la cabeza de Pasqual Cortacans.

Fue muy rápido.

La bala le borró la expresión de asombro, aunque todavía tuvo un largo segundo de tiempo para saber que iba a morir.

36

Sus pasos resonaron por la casa vacía.

Tan vacía como, de pronto, estaba su mente.

Libre.

Primero pensó en irse, sin más, dándole un último portazo a la mansión.

Por Merche y por Reme.

Después recordó las palabras de Patro acerca de la comida. En el sótano. Y comprendió que irse sin más hubiera sido un desatino, la peor de las inmoralidades.

Ellos, los vencedores, todavía podían tardar algunos días en dar con él.

Bajó al sótano, encontró puertas cerradas, subió de nuevo hasta la habitación en la que había matado a Pasqual Cortacans y lo registró para dar con las llaves. No las llevaba encima, pero tampoco tuvo que buscar demasiado. Estaban con las fotografías, en la mesita. Regresó al sótano con ellas y abrió la primera de las puertas.

Encontró una sala lujosa, espaciosa, con braseros a punto para calentar el ambiente, butacas, sofás, hasta cinco camas repartidas por las esquinas, alfombras, bebida, ropas de mujer con un halo de provocación, ligueros, combinaciones de seda, bragas, un auténtico paraíso secreto.

El club.

La segunda puerta daba a una serie de habitaciones privadas en las que tampoco faltaba de nada. Incluso las camas estaban hechas. Un pequeño hotel. Una cárcel vacía.

La tercera puerta era la de la despensa. Primero no halló nada en ella. Estaba vacía. Después reparó en la falta de polvo y palpó en las diversas estanterías hasta dar con la apertura secreta. Al otro lado, la misma despensa era diez veces mayor. Y no es que estuviese llena de comida, al contrario, pero había la suficiente para que Quimeta y él subsistieran meses si la espera se prolongaba por espacio de tanto tiempo.

Algo de todas formas más que improbable.

La casa sería ocupada.

Y quedaba Jaume Cortacans.

Al pensar en él frunció el ceño. Lo había olvidado. Por completo.

Regresó por segunda vez arriba y buscó algo con lo que cargar cuanto pudiera de aquel tesoro, sin olvidar que tenía que regresar a pie con él hasta su casa. En la cocina halló varios cestos. Escogió los dos más grandes, y también unos trapos con los que cubrirlos. Volvió al sótano y escogió los alimentos más esenciales, pero también los menos perecederos, aunque casi todos lo eran. Arroz, garbanzos, alubias, leche condensada, latas de conservas, almendras, nueces, azúcar, pescado seco, carne soviética…

Las dos bolsas pesaban.

Le harían jadear, tardar, llegar a casa agotado, al límite.

Pero Quimeta y él podrían encerrarse hasta…

Cerró con llave todas las puertas del sótano, subió otra vez a la planta noble y dejó los cestos en la entrada de la parte posterior. Su última vacilación tuvo que ver con su instinto.

La casa.

Un mausoleo.

¿Y Jaume Cortacans?

Abrió todas y cada una de las puertas de la planta baja sin encontrar nada, salvo una habitación con una cama, en la que debía de dormir Pasqual Cortacans. En ella también estaba el diario de Merche, con sus cubiertas azul cielo. Eso y un sinfín de retratos eróticos, mujeres desnudas, más prendas íntimas, el fetichismo de su propietario.

Se guardó el diario en el bolsillo de la foto, el izquierdo.

Esta vez puso la carta de Roger en el derecho.

Subió al piso de arriba e hizo lo mismo con las habitaciones de allí. La mayoría ya no cumplía su función de dormitorio o sala. Quienes habían ocupado la mansión las habían convertido en despachos. Al igual que abajo, por todas partes quedaban restos de la huida, papeles por el suelo, huellas de lámparas o muebles rotos, un muestrario de la última prisa en forma de miedo y desastre.

Cuando acabó con el piso miró la escalerita de madera que llevaba a la buhardilla.

Entonces recordó a Patro Quintana diciéndole:

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