—No, no… —gimió la muchacha doblándose sobre sí misma.
—¿Quieres calmarte? Te estoy salvando la vida.
—Usted no entiende… —sollozó.
Miquel Mascarell cerró la puerta antes de que el alboroto impulsara a otros vecinos a curiosear en lo que sucedía. El piso tenía luz eléctrica, así que el recibidor se hallaba iluminado con un tono rojizo, sobre todo porque incidía en unos cortinajes granates situados a ambos lados del acceso al pasillo. En medio de aquella coloración la imagen de Patro tenía un extraño matiz de diosa rota. Con su cabello negro por encima de los hombros, el rostro medio oculto también por ellos, inclinada hacia adelante, cubriendo su desnudez con la bata, destilaba una sensación de ternura que impulsaba a abrazarla y protegerla, no a interrogarla y castigarla. La guerra convertía a las personas en antítesis de ellas mismas. La guerra y los Ernest Niubó de turno.
Sin embargo, tampoco él se sintió mejor por lo que sentía.
No había estado cerca de nadie tan bonito en muchos años.
Ni había tocado una piel como aquélla, ni había visto un cuerpo como el suyo tan de cerca.
—Patro, vamos…
—No… —Movió la cabeza de lado a lado, dos, tres veces.
—He estado con María y con Raquel.
—¿Qué? —Ahora sí le miró, atravesada por el desconcierto, con los ojos arrasados por las lágrimas y el labio inferior temblando.
—Están bien, pero te echan de menos. ¿No quieres regresar a tu casa?
No respondió. Volvió a doblar la cabeza y permaneció donde estaba, inmóvil, con los pies ligeramente doblados hacia adentro de manera patética.
Miquel Mascarell dio un paso. Dos. La tomó entre los brazos y la empujó ligeramente hacia el interior del piso. La muchacha se dejó llevar sin ofrecer resistencia. Al final del pasillo, muy corto, se hallaba la sala que había visto a través de las dos ventanas del patio. Ningún mueble en ella. Por otra puerta medio abierta vio una habitación, una cama grande con sábanas y mantas revueltas, una mesa camilla con el brasero en la parte inferior. Patro debía de hacer toda su vida allí dentro, calentita, quemando todas sus horas muertas, esperando, esperando, esperando.
El policía no dejó de arrastrarla hasta que entraron allí y cerró también esa puerta.
Entonces la soltó.
Quería abrazarla, pedirle que llorara, que se vaciara, pero la soltó.
Recordó la foto de Mercedes Expósito, su juventud, casi la misma que la de Patro.
—Sólo quiero hablar contigo, nada más —se esforzó para que su voz sonase de la forma más amigable posible.
—Yo no sé nada.
—Lo sabes todo, Patro, y desde que Niubó ha estado aquí, mucho más.
—Él sólo cuida de mí. —Lo miró con rabia.
—Vamos, siéntate.
Le obedeció. Se sentó en la silla, la única silla, enfrente de la mesa con el brasero, aunque sin introducir las piernas bajo las faldas de la camilla. Miquel Mascarell sólo podía hacerlo ya en la cama, y no quiso. Prefirió seguir bloqueando la puerta de la habitación. Patro Quintana se agarró la parte superior de la bata con la mano derecha y se la cerró. Con la izquierda se apartó el pelo de la cara y se frotó los ojos. Brillaban como centellas.
Y eran turbadores.
—Merche era tu amiga, por Dios —dijo su visitante.
Ella tragó saliva.
—¡Ha muerto, y también su madre! ¿No te lo ha dicho Niubó?
Asintió con la cabeza, a cámara lenta.
—¿Fue él?
—¿Don Ernest? —Arrugó sus facciones—. ¡No!
—¿Jaume Cortacans?
El bufido de sarcasmo escondió su amargura bajo una capa de cinismo. Regresó al patetismo de inmediato y bajó la cabeza, decidida a refugiarse en sí misma.
Miquel Mascarell sabía que podía perderla.
—Son dos muertes, no puedes escaparte de eso.
—Yo también estoy muerta si…
—No, no lo estás. Te proteja o no te proteja Niubó, te guste o no te guste Jaume Cortacans, no lo estás. ¡Todavía eres una niña, por Dios! ¡Piensa en tus hermanas!
—Usted no entiende nada.
—Ayúdame a entenderlo.
—¿Cómo va a hacerlo?
—Tienes una oportunidad, no la desaproveches.
—Sólo la tengo con don Ernest —pronunció su nombre con devoción—. La guerra ya se ha acabado. Sé que él cuidará de mí para que yo pueda hacerlo de mis hermanas. Es todo lo que me importa.
—¿Y Jaume?
—No puede. —Hizo un gesto de indiferencia.
—¿Qué es lo que no puede?
—Es un tullido, y está su padre… —El gesto se trocó en amargura—. Él no soportará lo que viene a partir de ahora. A mí me da igual quien mande, pero a Jaume no.
—¿Sabes quién mató a Merche?
—Merche salía con muchos.
—No es verdad. Te conoció a ti y cambió.
—¿Así que es culpa mía?
—Si no me dices lo que sabes, sí.
—Don Ernest me ha dicho que usted está loco, que ya no queda nadie con un cargo en Barcelona, que es un solitario persiguiendo los últimos fantasmas del pasado.
—¿También te ha dicho que a tu amiga la golpearon y la forzaron hasta reventarla, y que murió desangrada?
No quería ser cruel, pero lo dijo con ánimo de herir.
Y la hirió.
Su semblante se tiñó de puro horror.
—¿Te lo ha dicho, Patro?
—No —musitó sin aliento.
—¡Entonces, maldita sea! ¿Quieres hablar?
El grito lo asustó casi tanto a él como a ella, porque fue un estallido de furia, una explosión apenas controlada. Abrió y cerró las manos en un gesto de impotencia, dio un paso hasta quedar casi encima de ella. Patro Quintana estuvo a punto de alzar la mano izquierda para protegerse. Un gesto que equivalía a una declaración de principios.
Una vida siendo la golpeada.
Instinto de supervivencia.
Cuando vio que no llegaba ningún golpe le replicó en la misma medida.
—¡No puedo hablar porque no sé nada! ¿Es que no lo entiende? ¡No sé nada, nada! ¡Déjeme en paz, por favor! ¡Váyase!
Ahora sí lo consiguió. Se incorporó con el último grito y cargó contra él con todo su cuerpo, como en la mercería. No era muy grande, no era muy fuerte, pero sí era muy joven y ágil. Miquel Mascarell chocó contra la pared. Lo único que sujetó con su mano extendida fue la bata de la muchacha. Y ella prescindió por completo de su protección.
Abrió la puerta y salió de la habitación.
Cuando logró reaccionar y seguirla ya no estaba a la vista.
Su primera idea fue ir al recibidor, en dirección a la puerta del piso. Cambió de parecer al escuchar el ruido de una ventana al abrirse justo en dirección contraria. Se encaminó a la sala y se la encontró, con la pierna derecha pasada por encima del alfeizar, desnuda, cabalgando entre dos mundos.
La vida y la muerte.
—¡Patro!
—¡Váyase o me tiro! —lo amenazó.
—¿Estás loca?
Se inclinó del otro lado y levantó el pie que la mantenía todavía en el suelo de la sala.
—¡Tú no quieres morir!
—Entonces váyase, por favor.
—¿A quién quieres proteger?
—¡A nadie! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Sólo quiero que me deje en paz! ¡Váyase, váyase, váyase!
—¿Por qué no me ayudas?
—¡Porque yo estoy viva y Merche no! ¿Lo entiende? ¡Se acabó todo, la guerra… todo! ¡Tengo a don Ernest y me basta! ¡Sus amigos…!
—¿Qué amigos? —preguntó al ver que se callaba de pronto.
Se inclinó más y más del otro lado.
La luz le daba a él en los ojos y a ella la cubría y la bañaba de esplendor. Sus dieciocho años eran un lujo, un grito, el despertar de los sentidos. Poco importaba su espíritu roto, el alboroto del pelo, el temblor de su cuerpo y las lágrimas de sus ojos enrojecidos. El pecho era vigoroso, firme; el triángulo púbico un océano negro y espeso. Tenía muy bonitos los pies.
Su carne era sonrosada.
Miquel Mascarell se la imaginó en el depósito de cadáveres, con Merche, y tan destrozada por la caída como lo estaba el cadáver de Reme.
No llegaría nunca a su lado para sujetarla. No era tan rápido.
Y Patro estaba histérica.
Saltaría.
—Está bien —se rindió el policía—. Está bien.
Levantó las dos manos.
La muchacha no hizo ni dijo nada más.
—Me voy —dijo él.
Dio un primer paso, de espaldas a la puerta, y un segundo, mirándola por última vez. Hasta el tercero no se volvió para enfilar el pasillo. Más que ira sentía frustración. Tal vez no fuera el único caso que no resolvería, pero sí el último.
Cuando abrió la puerta del piso escuchó su voz desde la sala:
—¡No trate de engañarme fingiendo que se va! ¡Me quedaré aquí hasta que lo vea salir a la calle!
Miquel Mascarell salió al rellano, cerró la puerta y comenzó a bajar las escaleras.
Miró hacia arriba al salir del vestíbulo del edificio. La mitad del desnudo cuerpo de Patro continuaba asomado al precipicio, cuatro pisos más arriba. Cruzó al otro lado, aunque la calle era estrecha, para que ella lo viera.
Necesitaría echar la puerta abajo si quería volver a hablar con la muchacha.
Sus ojos se encontraron.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que la amiga de Merche retrocediera y abandonara su posición, a caballo del vacío y de la protección del piso en el cual se ocultaba del mundo. Cuando hubo desaparecido de su vista la ventana se cerró.
Una nube ocultó el sol en ese mismo instante.
Miquel Mascarell sintió una oleada de frío. Se subió las solapas del abrigo e introdujo ambas manos en los bolsillos. En uno tocó la fotografía de la hija de Reme junto a la carta inacabada de Roger y el mapa de su tumba. En otro la comida que le llevaría a Quimeta: la lata de atún, la mitad del jamón curado, la mitad del paquete de galletas.
Podían matarle para robarle aquello.
Vaciló, sin saber si volver a subir o no. Podía gastar una bala en la cerradura, pero nunca conseguiría detenerla. Y no quería verla morir, ni que su cuerpo sirviera de morbosa curiosidad a nadie. Otra posibilidad era que la portera tuviera una copia de sus llaves. Subir, abrir la puerta despacio, sorprenderla…
Pero no ahora.
Ella debía de estar observándolo desde la ventana.
Enfiló calle arriba, hacia Trafalgar, envuelto en sus pensamientos. Las últimas pistas quedaban circunscritas a Pasqual Cortacans y a Ernest Niubó. Ellos y «sus amigos».
Patro Quintana lo había dicho.
Los amigos.
Ni Cortacans ni Niubó hablarían. Para ellos volvían los tiempos de bonanza. Fin de la guerra. Caretas fuera. No era necesario ser muy listo para deducirlo.
Y a Patro…
Dobló la esquina de Trafalgar hacia la izquierda pero el susurro de unas voces procedentes del otro lado, un poco más allá de la esquina derecha, lo hicieron detenerse.
Un grupo de personas rodeaba un cuerpo tumbado en el suelo.
Instintivamente recordó a Reme.
Desde la breve distancia, por entre los cuerpos y las piernas de los curiosos, que hablaban en voz baja sin atreverse a romper el aire que los envolvía, vio aquella forma derrotada.
Su abrigo negro.
El sombrero caído a un lado.
Le costó entenderlo, reaccionar y moverse hacia allí. Le costó porque no lo esperaba, porque andaba inmerso en sus pensamientos, lleno del patetismo y la figura de Patro Quintana. Imaginaba a Ernest Niubó camino de su casa, de su mentira, soñando con el final de la guerra y el comienzo de su paz con la muchacha, su otra verdad.
Ernest Niubó.
Estaba boca abajo, con las manos extendidas hacia arriba y la cabeza vuelta sobre el lado izquierdo. Había muerto con los ojos abiertos, y su expresión era de total incomprensión, como si en el segundo final, percibiendo su fin, se hubiera quedado estupefacto. La mancha roja de su espalda, allá donde el cuchillo le acababa de atravesar el corazón, era visible desde cualquier distancia próxima al cadáver. La sangre manaba despacio.
—Pobre señor —susurraba una voz.
—¿Cuándo acabará esto, tanta venganza, tanta…? —se quedó a media protesta otra.
Un hombre se acercó por el otro lado, miró el sombrero con ojos ávidos, luego a los presentes en torno al muerto. Calculó cuánto le costaría agacharse, cogerlo y echar a correr. Decidió esperar.
—¿Alguien ha visto algo? —preguntó Miquel Mascarell.
Primero no hubo ninguna respuesta.
Después se agitaron al mostrarles su acreditación como agente de la ley.
Nadie dijo nada.
—¿Quién ha sido el primero o la primera en llegar?
—Yo —anunció una mujer—, aunque de eso hace ya unos minutos.
—¿Qué puede decirme?
—Nada. —Fue tajante—. Salía de mi casa, allí —señaló un portal, a unos cinco metros—, y lo he visto en el suelo, ya inmóvil. Entonces han aparecido estos dos señores —apuntó a una pareja de ancianos de rostro ceniciento.
Ya nadie gritaba al ver a un muerto en las calles.
—Quien lo haya matado, ha esperado a que no hubiera ninguna persona a la vista, está claro —manifestó otra mujer.
—Le seguía, seguro, aguardando su oportunidad —se animó otra.
Miquel Mascarell se estremeció.
«Le seguía, seguro».
Si el responsable de aquello había seguido a Ernest Niubó desde su casa hasta el escondite de Patro, también le había seguido a él. Una doble persecución.
Se estremeció por segunda vez.
Porque eso significaba que el objetivo inicial no era Niubó, sino…
—¡Patro! —exhaló.
Lo habían matado al salir de su piso secreto, el nido de amor que compartía con la chica, mientras él hablaba con ella sin éxito y se retiraba bajo la amenaza de saltar por la ventana. Por lo tanto el asesino…
Seguía allí.
Su objetivo era ella.
Y después probablemente él, porque el asesino ignoraba lo que la muchacha hubiera podido contarle.
Miquel Mascarell echó a correr, de regreso a la casa de la calle Lluís el Piadós.
Y corrió como hacía años que no corría.
Con el corazón saliéndosele por la boca.
Cubrió la distancia en un tiempo que se le antojó excesivo, porque durante el trayecto lo imaginó todo, al asesino apostado en el mismo tramo de la escalera en el que había esperado la marcha del conservero, al asesino en la calle esperando verle salir, al asesino…
¿Quién?
En cualquiera de los casos sabía que podía ser demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde.