Quizás incluso fuese más duro eso que buscar la aguja de un asesino en el pajar de aquella ciudad abandonada a su suerte.
—Cuídate, Miquel —le deseó Rubèn Mainat.
—Puede que nos veamos en la misma celda. —Estrechó su mano el policía.
—A mí me iría bien perder peso.
Fue la sonrisa más falsa de todas las falsas sonrisas que recordara en su larga vida al servicio de la ley.
Llegó a la casa de Patro veinte minutos después.
La garita acristalada de la portera volvía a estar vacía, así que subió al segundo piso y repitió la operación del día anterior, prácticamente paso por paso, porque en una primera instancia nadie abrió pese a escucharse ruido al otro lado. Tuvo que insistir llamando con los nudillos.
—Vamos, abridme.
Ninguna respuesta.
—¡María, Raquel, abridme!
—¿Quién es? —preguntó la voz de la mayor de las dos niñas desde el otro lado.
Se desanimó un tanto, porque eso significaba que Patro seguía sin estar en su casa.
—El policía que estuvo ayer aquí.
—¿Qué quiere?
—Hablar con vosotras, es importante.
—Patro no está.
—¿Queréis que eche la puerta abajo? ¡Puedo hacerlo! —mintió repitiendo también su amenaza del día anterior.
La espera fue breve. Escuchó el sonido de un pasador al correrse, luego el de una cerradura y la entrada quedó franqueada. María y Raquel aparecieron en el quicio, una al lado de la otra. Vestían de la misma forma que veinticuatro horas antes y le miraron con la misma suspicacia que entonces. Necesitó de todo su tacto para hacer lo que quería.
Para empezar, sonrió.
—Hola.
—Hola —le respondieron las dos a coro.
—¿Y vuestra hermana?
—No lo sé —admitió María.
—¿Se ha ido muy temprano?
—No —dijo la mayor.
—No ha venido a dormir —explicó la pequeña, con una vocecita en la que se mezclaban la tristeza y la insatisfacción.
María le dio un golpe para que se callara.
—¿No sabéis dónde pueda estar?
—No.
—Pero Patro cuida de vosotras, ¿no es cierto?
—Sí.
—Ayer me dijisteis que a veces pasaba la noche fuera, pero que siempre os traía comida. —Miró alternativamente tanto a una como a otra.
—Sí.
—¿Y de dónde saca esa comida?
María se encogió de hombros.
—¿No os lo dice?
—No.
—¿Ha pasado alguna vez más de una noche fuera?
—Sí.
Parecía estar jugando en un frontón. Pregunta-respuesta. Interrogante y afirmación o negación monocorde.
—¿No tenéis a nadie más que a Patro, unos abuelos, unos tíos…?
—Los tíos viven en Badalona —dijo Raquel.
Se llevó otro golpe de María.
—¿Puede estar con ellos? —dijo el policía.
—No. Patro y ellos se pelearon la última vez.
—¿Puedo ver la habitación de Patro?
—¡No! —Se apretó contra el quicio de la puerta María.
—Escuchadme. —Miquel Mascarell se agachó para quedar frente a ellas sin necesidad de que tuvieran que alzar la cabeza—. Esto es muy importante, ¿sabéis? Todo lo que hace la policía lo es, porque estamos aquí para ayudar a la gente. Si Patro no está, necesito investigar entre sus cosas; os prometo no tocar nada, claro. Ayer os hablé de una amiga suya, y os mostré la fotografía, ¿lo recordáis?
Asintieron con la cabeza.
—Pues bien, esa amiga suya desapareció, y ha… —evitó pronunciar la palabra «muerte»—. Quizás esté en peligro. Sé que Patro la ayudaría.
María y Raquel intercambiaron una mirada fugaz.
—Mirad, no os engaño. Ya os la enseñé ayer. —Les mostró su credencial por segunda vez—. Aquí dice que soy inspector, ¿verdad? —Se dirigió a la mayor—. Tú sabes leer.
—Sí.
—Vamos, ayúdame, María.
—¿Puede pasarle algo malo a Patro? —se inquietó la niña.
—No, pero por si acaso.
La última resistencia.
—¿Y si se enfada con nosotras? —musitó Raquel.
—Yo le hablaré. Cuando la gente habla con la policía no se enfada.
—Está bien —se rindió María, aunque de mala gana—. Pase usted. Aunque no cerraré la puerta.
Se apartó del quicio.
Miquel Mascarell se incorporó y entró en el piso. La puerta quedó abierta. Las dos hermanas caminaron delante de él hasta detenerse en otra puerta, cerrada. La abrió él mismo. Al otro lado vio una habitación no muy grande, con una ventana por la que entraba la suficiente luz. Había una sola cama de matrimonio, con las sábanas y las mantas revueltas. Interpretó que las tres hermanas dormían juntas para darse calor.
—¿Y las cosas de Patro?
—Allí. —María señaló otra puerta.
Caminó hasta ella, la abrió y se coló dentro. Esta vez se adelantó a las dos niñas. El lugar tenía otra cama, individual, con soporte metálico. A un lado vio el armario, sin puertas, con la ropa de Patro Quintana bien visible en las perchas y los estantes. No es que tuviera mucha, la justa, ni que fuera de la mejor calidad. Unas blusas, unas faldas, unas combinaciones, un traje chaqueta añejo para los días de fiesta, un par de vestidos un poco más bonitos, sujetadores, bragas, medias, dos pares de zapatos…
Lo registró superficialmente.
—A nosotras no nos deja que le toquemos la ropa —le advirtió María.
—Registrar no es tocar.
—La está tocando —se lo hizo notar Raquel.
Dejó el armario y miró el suelo. Buscó alguna baldosa suelta, como en casa de Reme y Merche. No encontró ninguna, ni siquiera debajo de la cama. Lo único que quedaba por ver era la mesita de noche, también metálica. Abrió el cajón superior y se encontró con algunas baratijas, pulseras, anillos, un relojito parado a las siete y veinte de cualquier momento pasado, media docena de fotos viejas, ninguna de sí misma, y algunos recuerdos, entradas de cine, folletos anunciadores, imágenes de estrellas del cine, Clark Gable, Errol Flynn, los hermanos Marx…
Encima de todo ello vio una nota manuscrita.
«Cariño, ¿ya estás bien? Por favor, te espero. Ven».
Firmaba «E».
—¿Ha estado enferma vuestra hermana hace poco?
—Tuvo un resfriado muy fuerte, con fiebre.
—¿Cuándo fue eso?
—Al comenzar el año, después de las navidades.
—¿Vino a verla alguien?
—No.
—¿Nadie con un nombre que empezase por E?
—No.
Completó el registro. En la parte de abajo de la mesita de noche no había más que algunos paños, posiblemente para las menstruaciones. Estaban lavados y relavados.
Las dos niñas no le perdían de vista, seguían cada uno de sus gestos con ojo crítico. Empezó a sentirse atravesado por aquellas miradas.
—Sois dos niñas muy valientes —les dijo.
—Ya lo sabemos.
—¿Tenéis comida?
Ahora las dos se callaron. Su mirada fue cómplice.
—Necesito estar seguro de que estáis bien y puedo irme tranquilo.
—Sí, tenemos comida —asintió María.
—¿Me la enseñáis?
—¿Nos la va a quitar? —A Raquel le cambió la cara.
—No, mujer.
Otra vacilación. Pero ya estaba dentro de la casa, así que eso fue determinante. Miquel Mascarell tomó la iniciativa, salió al pasillo y señaló la puerta de la cocina, abierta y visible a un metro escaso.
—¿Ahí?
Las precedió y no se detuvo hasta llegar a ella. Era pequeña, como todas. A un lado los fogones. Al otro el fregadero. En el tercero diversos estantes llenos de platos, recipientes, vasos…
Uno de los estantes estaba lleno de latas de conserva.
El estómago volvió a crujirle.
Con llevarse una…
Reprimió sus perversos pensamientos y se concentró en lo que estaba haciendo allí. El número de latas era significativo. No se trataba de unas pocas reservas. Aquello era una despensa importante, sobre todo tratándose de una joven y dos niñas pequeñas sin aparentes recursos. Pero más significativo resultaba que todas las latas, aun conteniendo diversos productos alimenticios, fueran de la misma marca: Conservas Ernest Niubó.
La fábrica Niubó, una de las más conocidas de Barcelona, estaba en el Poble Nou y también había sido requisada, para servir al nuevo orden bélico y a la causa de la República.
Ernest Niubó.
¿E de Ernest?
—¿Patro siempre trae comida de esta marca?
—Sí —dijo María.
—Es muy buena —apostilló Raquel.
—¿Hace mucho?
—Bastante, unas semanas —continuó la mayor, seria como una mujercita en miniatura.
—¿Conocéis a los amigos de vuestra hermana?
—A algunos.
—¿Lluís Sanglà?
—Sí.
—¿Hace mucho que no le veis?
—No sé.
El tiempo, para la infancia, no se mide igual que para los adultos.
—¿Y a Jaume Cortacans?
Movió la cabeza de lado a lado.
—Es un muchacho cojo.
Repitió el gesto.
Patro nunca había subido al hijo de Pasqual Cortacans a su casa.
Camino cortado. Podía interrogar una hora más a las dos niñas con el mismo resultado. Lo sabía. Y también podía quedarse en la calle, esperando a su hermana mayor, sin que apareciera.
El cadáver de Merche, en el depósito del Clínic, era demasiado evidente como para esperar.
Miró a María y a Raquel.
Solas.
Con una hermana que podía estar también muerta.
—He de encontrar a Patro. —Suspiró—. Y por favor, si aparece ella primero, decídselo. Es muy, muy importante. Yo volveré.
—¿Qué es lo que quiere que le digamos, que ha venido?
¿Les advertía de que estaba en peligro?
—Ella ya me ha visto. Decidle sólo que confíe en mí, por Merche. No lo olvidéis.
Ya no quedaba más, salvo retirarse.
Caminó hasta la puerta y al llegar al recibidor se detuvo. El suyo fue un gesto imprevisto. Tanto que cogió a las dos niñas por sorpresa. Se inclinó sobre la más pequeña y le dio un beso en la mejilla. Cuando fue a hacer lo mismo con la otra ésta se apartó.
—Nunca se es lo bastante mayor para un beso —le dijo él.
Le acarició la mejilla, le sonrió a pesar del rostro grave de María, todavía cargado de desconfianzas, y después cruzó aquel umbral.
La sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar al vestíbulo de la casa, se encontró con él, parado delante de la garita acristalada de la portera, como si la buscase o la esperase, porque el lugar continuaba vacío.
Jaume Cortacans.
Alcanzó el último tramo en el momento en que el hijo de Pasqual Cortacans, alertado por el roce de sus zapatos, volvía la cabeza en su dirección.
En su caso, nada alteró sus facciones.
Miquel Mascarell se detuvo al llegar frente al aparecido.
—¿Es una casualidad? —le preguntó.
—No —dijo el muchacho.
Vestía con corrección. Muchos burgueses, al estallar la contienda civil, habían renunciado a sus ropas habituales, para no despertar sospechas, asemejándose a un descamisado más. La búsqueda de la integración pasaba por desprenderse de los hábitos. Jaume Cortacans no era de ellos. Tal vez porque la guerra no comenzaba, sino que terminaba, o tal vez porque con su minusvalía le daban igual las apariencias, y se amparaba en ella, o provocaba a través de ella.
Claro que también podía haberse arreglado porque pretendía ver a Patro Quintana.
Después de la conversación de la tarde anterior, parecía distinto, más sereno y entero. Su mirada era firme, aunque la notó revestida de cansancio y un ligero tono de hastío que la hacía tan dura como tenaz.
—¿Qué está haciendo aquí?
—¿Y usted?
—Las preguntas las hago yo.
—Ayer me dejó inquieto. Quería saber si Patro está bien.
—Corazón de amigo.
—Por supuesto.
—Pero usted nunca había subido al piso.
—Patro no dejaba subir a nadie, por sus hermanas. Esto es diferente.
—Pues siento decirle que no ha dormido en su casa esta noche. Arriba sólo hay dos niñas asustadas y solas.
—Entiendo. —Chasqueó la lengua y bajó los ojos al suelo.
—¿Qué es lo que entiende?
—Nada. —Suspiró con la misma resignación que el soldado que se rinde al enemigo.
—¿Nada?
—Patro no es una niña.
—¿Eso es todo? ¿Así de fácil?
—¿Qué quiere que le diga?
—¿Qué ha pasado de ayer a hoy?
—¿Qué quiere decir?
—Ayer tenía miedo. Hoy parece estar de vuelta de todo.
—Ayer me pilló de improviso.
—Es más que eso.
—¿No ve lo que está sucediendo? ¿O es que es usted ciego?
—¿Se refiere a Patro?
—¡Me refiero a la guerra!
—La guerra acaba.
—¿Lo llama «acabarse»? —Hizo hincapié en la última palabra.
—Usted es joven. Podrá seguir luchando, aunque sea de otra manera.
—Dígame cómo vamos a luchar, señor inspector. —El tono se hizo tan agrio que rezumó desesperación—. ¿Quién va a quedar? ¿A quién van a dejar con vida? Aunque sobrevivamos, ¿qué? Usted es mayor, y yo… ¿O no se ha dado cuenta de que tengo una pierna inútil?
—Lo importante es lo que tenga aquí dentro. —Apuntó con el dedo índice de su mano derecha a su frente.
—Es un iluso —comentó con agria sorna.
—Si abomina de lo que se avecina, ¿por qué no se ha ido a Francia, como la mayoría?
—¿A pie?
—Su padre…
El bufido de sarcasmo le cortó la frase. Jaume Cortacans se movió de un lado a otro, como un péndulo, al cambiar los apoyos de sus pies. A Miquel Mascarell su gesto se le hizo más revelador que cualquier otra respuesta.
Le confirmó lo que ya sabía.
Un padre y un hijo enfrentados al abismo personal.
—No se lleva bien con él, ¿verdad? La guerra civil en casa.
No hubo respuesta.
Sólo aquella mirada.
—¿Qué edad tiene? —Cambió de tono y hasta de intención.
—Diecinueve, ¿por qué?
—¿No pudo combatir?
—¿A usted qué le parece? —Se tocó la pierna más corta.
—Hay muchas maneras de hacerlo.
—Mi padre me metió en un saco y lo ató con un hermoso lazo, señor inspector. —Sacó sus dientes a tomar el sol en una falsa sonrisa.
—¿Y ahora, o en estas últimas semanas?
Otra respuesta silenciada.
Otra mirada, ésta incierta, desabrida, surcada de luces brillantes.
—Escuche, hijo —se rindió Miquel Mascarell—. Si sabe algo debería decírmelo.