Cuatro días de Enero (13 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

BOOK: Cuatro días de Enero
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«¿Pero qué haces?».

¿Y si Fernando también se había ocultado?

No iba muy deprisa, y ahora no miraba al suelo, sino al frente y a los lados, y de vez en cuando volvía la cabeza, agudizando el oído. El paseo seguía vacío; por un momento, a lo lejos, muy a lo lejos, por Sarrià, creyó escuchar el fragor de unas explosiones.

Sólo faltaría que aparecieran las tropas facciosas de cara.

Y él armado, con su credencial de inspector de policía.

No llegó hasta la casa. Se detuvo nada más avistarla y se pegó a la pared que le servía de amparo. En ocasiones hacía las cosas antes de meditar en ellas. Ahora supo por qué volvía a estar allí. Si Jaume Cortacans no se encontraba en la villa, era posible que regresara antes de la noche. Era posible y eso bastaba. Y si quería hablar con él, la única forma era sorprenderlo antes de que entrara, controlando el paseo de la Bonanova.

Aunque lo que menos le gustaba era eso, hacer guardias, vigilar, esperar, quemar horas absurdas revistiéndose de la paciencia de un santo, casi siempre por nada.

Miró al cielo. La tarde declinaba muy rápido. Tiempo de invierno. Con las primeras sombras, sería más fácil ocultarse y más difícil atisbar la llegada de su objetivo. La pregunta era ¿cuántas horas estaba dispuesto a concederse en aquella espera? Quimeta no era de las que se angustiaban, pero en su estado…

«Lo siento, cariño».

Si pasaba el día a su lado, ella se sentía peor, porque comprendía que le acaparaba. Pero haberse marchado por la mañana temprano y no haber dado señales de vida en tantas horas…

Ahora, las explosiones sí eran nítidas.

Pero no por Sarrià, quizás un poco más lejos, por el Castell de l’Oreneta, en dirección a Esplugues.

—Vamos a entrar en el túnel del tiempo. —Suspiró.

Barcelona se nutría de derrotas. La de 1714, la de aquel 1939. No habían superado la primera, por la que terminaron formando parte de España a sangre y fuego, así que ¿cuánto se tardaría en superar la actual? Quizás en el siguiente siglo, o el otro. Pero fuera como fuese, volverían, como decían
Els Segadors
. Volverían y tal vez entonces ganasen. Los hijos de los hijos de los hijos de sus hijos.

—¿Cómo debe de ser ganar?

Con la primera oscuridad se sentó en el bordillo. Trató de mantenerse consciente, olvidarse del hambre, centrarse en su vigilancia. Así pasó la primera hora. En la segunda, el silencio y la oscuridad le hicieron lamentar lo que estaba haciendo. Dos o tres veces se sintió tentado de levantarse y regresar al centro. Dos o tres veces se pidió paciencia. Un poco más. Un poco más. Acabó fijándose una hora como límite. De hecho, era temprano pese a la oscuridad. La noche aún estaba lejos.

—Cinco minutos…

Y entonces le vio, una sombra oscura que se deslizaba por la acera en su misma dirección. Una sombra fantásticamente desarticulada que caminaba despacio pero que, sin embargo, se movía de una forma irreal, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Ni la oscuridad impidió que le reconociera después de haberle visto en las fotos de la habitación en la que había hablado con su padre.

Jaume Cortacans.

Miquel Mascarell lo comprendió casi todo al verle; de manera especial, por qué no había ido a la guerra, por qué su padre no le mostraba demasiado afecto, por qué…

17

El hijo de Pasqual Cortacans parecía una marioneta articulada por hilos invisibles, como si una mano celestial lo animara a moverse pero lo hiciera sin mucho tino, convirtiéndolo en una suerte de espantajo ridículo y grotesco. Una de sus piernas, la derecha, no sólo era más corta que la otra, sino que bajo el pantalón apenas si presentaba un volumen, la presencia de músculos o carne por encima de los huesos. Víctima de cualquier enfermedad o accidente, o tal vez incluso de una deformación de nacimiento, el muchacho caminaba haciendo oscilar todo el cuerpo. Afianzaba la pierna izquierda, la buena, y después lanzaba la derecha hasta que el pie se posaba en el suelo, con la suficiente confianza para dar el siguiente paso. Haberse movido así durante toda su vida o parte de ella no le restaba dificultad, a pesar de que él parecía hacerlo fácil. Mientras las piernas funcionaban por un lado, la parte superior del cuerpo lo hacía por otro. El resultado era que en ningún momento se mostraba perpendicular al suelo, sino en constantes diagonales que iban de un lado a otro.

El único hijo varón de Pasqual Cortacans no era el orgullo que su padre habría querido que fuera.

La sorpresa lo paralizó unos segundos, mientras le observaba. No reaccionó hasta que el joven llegó a su altura. Entonces sí salió de las sombras para interceptarle.

—¿Jaume Cortacans?

Se detuvo muy, muy asustado. La única luz, difusa, provenía de las estrellas. Sus ojos se dilataron por algo más que el espanto. Tal vez fuera el signo de los tiempos, o quizás el miedo. Tal vez fuera cobardía, o la reacción natural de una persona lisiada frente a lo desconocido. El policía recordó la expresión de su padre un par de horas antes, cuando le preguntó si tenía hijos y le dijo: «Son una bendición, y también una maldición». Aquella frialdad, aquella falta de amor y compasión. Ahora cobraba forma. Un hijo imposibilitado era la burla de su vida triunfante.

La sombra perpetua de un fracaso personal.

Todo aquello y más lo interpretó en apenas dos segundos.

Suficientes.

—¿Qué… quiere?

—Tranquilo. —Levantó las dos manos para que se las viera—. Acabo de estar en su casa, soy policía.

—¿Policía? —Su palidez contrastó con la de la luna.

—Inspector Mascarell, Miquel Mascarell. Siento haberle asustado —le habló de usted a pesar de que era apenas un jovencito: dieciocho, diecinueve años, veinte años a lo sumo.

—No entiendo…

—Será tan sólo un momento, unas pocas preguntas.

—¿Aquí?

—Prefiero no regresar a su casa —dijo con un gesto de indiferencia.

Jaume Cortacans miró a su alrededor. No tenía escapatoria.

Tampoco podía echar a correr.

—¿De qué preguntas se trata?

—Patro —pronunció con intención.

El semblante del muchacho no cambió.

—¿Patro Quintana?

—Sí.

—No entiendo.

—Sale con ella, ¿no?

—Somos amigos —aclaró, como si no quisiera comprometerse, a medida que recuperaba el pulso y la confianza—. ¿Por qué quiere hacerme preguntas sobre Patro?

—Es una investigación.

—¿Una investigación… estos días? —Le mostró su desconcierto.

—Por favor, hábleme de ella.

—¿Le ha sucedido algo?

—De momento, no.

—Pues tampoco hay mucho que contar. Es una chica normal y corriente.

—¿Y a Mercedes Expósito, la conoce?

La respuesta se demoró un segundo que pareció mucho más largo de lo normal.

—¿Quién?

—Mercedes Expósito —se lo repitió—. Merche.

—No me suena.

—Una amiga de Patro, muy guapa. —Sacó la fotografía del bolsillo del abrigo y se la enseñó.

Jaume Cortacans escrutó aquel rostro en la oscuridad.

—¿Quiere que se lo ilumine con una cerilla? —se ofreció él.

—No, no es necesario. —Se la devolvió—. La vi una vez, sí, hará cosa de unos días, dos o tres semanas, por Navidad o Año Nuevo. Me la presentó Patro, pero no recordaba su nombre. ¿Por qué?

El tono era distinto, más cortante, más en guardia, con un suave acento de calma.

—Ha desaparecido.

La mirada se hizo ingrávida.

—No entiendo.

—Mercedes Expósito lleva tres días sin ir a su casa.

—Bueno, no sé…

—¿Sabe dónde está Patro?

—En su casa, digo yo.

—¿Cuánto hace que no la ve?

—Bastante. Con lo que está pasando… Y para mí, sin medios de transporte, vive lejos.

—¿Por qué Patro echaría a correr cuando he ido a verla hoy?

—¿Eso ha hecho? —Abrió los ojos.

—Sí.

—Pues no tengo ni idea.

Supo que mentía. Lo supo en ese momento, cuando él plegó los labios hacia abajo, trató de sostener su mirada y, al no conseguirlo, la apartó una fracción de segundo. Sin embargo, al recuperarse no mostró otra cosa sino la vuelta del miedo.

Y eso podía percibirlo.

En otras circunstancias se lo habría llevado a la comisaría, para apretarle un poco las tuercas. En otras circunstancias. Ahora, por no haber, no había ya ni comisaría.

Sintió el peso de la soledad.

—¿Cómo conoció a Patro? —Intentó darle cuerda.

—Esto es algo personal, ¿no cree?

—Vamos, hijo. —Exhaló con cansancio—. Es tarde y quiero irme a casa. ¿No desea cooperar? Su padre lo ha hecho.

—¿De verdad ha hablado con él?

—Sí. —Señaló hacia atrás—. Con Fernando y todo, en el saloncito.

Eso le convenció.

—¿Y qué le ha dicho? —espetó con la misma frialdad que lo había hecho su padre.

—Se ha sorprendido de que un policía trabajara en un caso en estos días.

—A mí también me sorprende, ya se lo he dicho.

—Pues ya ve usted.

Jaume Cortacans bajó los ojos al suelo. Dejó de parecer anclado en él cuando se movió, para cambiar de posición. Sólo con eso se desarboló de nuevo. Su cuerpo se deslizó hacia la derecha y después hacia la izquierda. Permanecer de pie y quieto no debía de ser la mejor de sus posiciones.

—Le he preguntado cuándo conoció a Patro —le recordó.

—Hace unas semanas, al acabar el verano, a comienzos de otoño.

—¿Dónde?

—En la playa de la Barceloneta.

—Curioso lugar.

—¿Por qué lo dice?

—Por los bombardeos, porque la playa al terminar el verano es triste…

—Hacía bastante que no veía el mar.

—¿Así que fue cuando su padre y usted regresaron a Barcelona?

—Yo vine antes que él. La situación ya no era la misma y… —Se dio cuenta de lo que acababa de decir y se calló de golpe.

—Entiendo que estaban fuera de Barcelona, no se preocupe —quiso calmarle.

Se encontró de nuevo con sus ojos doloridos.

Porque Jaume Cortacans iba del dolor al miedo, de la frialdad a la rabia, de la cautela a la incomodidad. Todo ello contenido y dominado.

—¿Intimó con ella tras conocerla?

—Un poco.

—¿Qué pasó después entre Patro y usted?

—Nada.

—Ella tenía novio. Según la madre del muchacho, lo dejó por su relación.

—Éramos amigos. —Fue taxativo.

—¿Amigo de una muchacha guapa?

—¿Qué trata de decirme? —Suspiró hastiado.

—Se vieron a menudo, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Le daba dinero?

—No.

—¿Comida?

—¿Piensa que por llamarme Cortacans tengo un almacén o algo así?

—¿Le daba comida? —repitió la pregunta con mayor contundencia.

El silencio fue mucho más largo. A su término el joven reaccionó de forma inesperada, recuperándose de todas sus angustias o recelos.

—He de irme.

Miquel Mascarell le interceptó el paso.

—Escuche, hijo. —Buscó la manera de parecer paternal y al mismo tiempo no renunciar a su papel de hombre duro—. Si sabe algo debería decírmelo. Ahora, ¿entiende?

—Yo no sé nada de esa chica, ni de Patro.

—La madre de Mercedes Expósito ha muerto esta mañana.

Un puñetazo no le habría causado mayor conmoción.

Pero lo resistió.

—Déjeme pasar, ¿quiere?

—Puede que Patro esté en peligro. Amigos o algo más, si ha estado relacionado con ella tiene un compromiso moral.

—¿Me habla de compromisos morales? —Cinceló una sonrisa hueca, exenta de alegría—. ¡Hoy no hay compromisos morales, señor! ¡Eso se acabó! —Vaciló levemente al darse cuenta de qué estaba diciendo y, por encima de todo, de cómo lo estaba diciendo—. Dígame, ¿es usted leal a la República, a la Generalitat…?

—Sí.

Eso le hizo sentirse más seguro.

—¿Y con los nacionales a punto de entrar en Barcelona, de vuelta a la oscuridad, me habla de eso?

—Todos tenemos una conciencia.

—La conciencia murió cuando ellos cruzaron el Ebro, inspector.

—La conciencia está por encima de todo.

—Por Dios… —bufó.

—Aun en tiempos de cólera, ha de haber justicia.

Lo atravesó por última vez con los ojos. Temblaba. De rabia e inquietud. Su cuerpo permanecía rígido pero en su mirada había naufragios y en su mente terremotos. La escena de todas formas ya no se prolongó mucho más.

Jaume Cortacans se movió de nuevo.

Como un péndulo, oscilando de un lado a otro, siguiendo el compás de sus extraños gestos, paso a paso.

Miquel Mascarell le vio alejarse por el paseo de la Bonanova, camino de su recién recuperada mansión familiar.

Por asociación pensó que la oscuridad en la que se adentraba sí era un presagio del futuro de la nueva España.

18

Esta vez, al llegar a su casa, sí hizo ruido.

Giró con fuerza la llave en la cerradura, y, nada más cruzar el umbral, antes de cerrar la puerta con la misma energía, gritó:

—¡Estoy aquí!

A Quimeta no le dio tiempo de guardar las fotografías. Lo intentó, pero no fue lo bastante rápida. Se quedó con la caja a medio cerrar, y con algunas de ellas mal colocadas y asomando por los lados. No hacía falta preguntar nada. Se lo quedó mirando como una niña atrapada con la mano en el tarro del chocolate. Es decir, como una niña de antes de la guerra atrapada con la mano en el tarro del chocolate que abundaba en aquel tiempo pretérito.

—Has tardado —le dijo sin ánimo crítico.

—Llevo todo el día caminando de aquí para allá.

—¿Por qué?

—Ya sabes, mujer. Trabajo.

—No queda casi nadie en Barcelona, Miquel.

—Quedan los suficientes para acabar una investigación. Y los suficientes para que cuando ellos lleguen, las calles se llenen de gritos de bienvenida.

—Porque la gente está harta de la guerra.

—Pues será por eso.

—¿Todavía nada?

—No.

Todo lo no dicho era de mucho más peso. Pero ya no hacía falta ponerlo en palabras. El recién llegado miró a su mujer. La vio mejor, inusitadamente fuerte. No supo si sentarse a su lado o si coger la caja de las fotografías para guardarla. Quimeta se aferraba a ella como un náufrago a una tabla en mitad del océano. Allí dentro Roger todavía se conservaba vivo y joven, con sus retratos atrapados en las fracciones de segundo que captó la cámara en el pasado. Los dos se sabían las imágenes de memoria, y también recordaban cuándo habían sido tomadas.

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